La Rosa de Auschwitz (En Medio de la Noche)

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(Imagen diseñada por mi en Canva)

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Jared y Joshua fueron separados del resto de sus compañeros después de que el «tío Mengele» los escogiera junto con dos pares de gemelos más. Todos tenían mucho miedo porque no sabían lo que los estaría esperando cuando llegaran a ese lugar a donde los estaban conduciendo, y el temor se incrementó una vez que llegaron y comprobaron que se trataba de un laboratorio con múltiples implementos puntiagudos y raros aparatos que nunca, hasta ese momento, habían visto.

«El tío Mengele» los tranquilizó con una de sus tiernas sonrisas y deliciosos caramelos de limón, aduciendo además que no debían preocuparse, sino sentirse orgullosos de sí mismos, ya que estaban trabajando en nombre de la ciencia y su labor contribuiría con grandes avances. Los otros lo creyeron pero no los gemelos Eisenberg que lo miraban todo con recelo.

Uno de los colegas del galeno nazi, tomó una jeringa y procedió a extraerles los acostumbrados diez centímetros cúbicos de sangre que solía tomar casi todos los días (ése sería el menor de sus problemas)

Después, Mengele separó nuevamente a Jared y a Joshua de los otros dos pares de gemelos, y le hizo señas a uno de sus colegas para que los condujera hacia una habitación donde estaba una especie de mesón de mármol, una encimera sobre la que había una bandeja con instrumentos, una camilla y una silla provista con algunas correas color café.

El doctor les pidió con amabilidad que se quitaran la ropa, aunque podían conservar los calzoncillos. La habitación estaba muy fría, así que en cuanto lo hicieron comenzaron a temblar más que antes y no podían precisar si se debía más al miedo que al frío, o por ambas razones al mismo tiempo. Posteriormente le ordenó a Jared que se sentara en la silla donde, para su sorpresa, lo ató con las correas.

—Solo es parte del protocolo —le dijo en un tono conciliador mientras lo ataba cuando el niño preguntó porqué lo hacía—. Ambos estarán bien. Pase lo que pase no deben asustarse, recuerden que están prestando un valioso servicio en nombre de la ciencia.

—¿Pero qué van a hacernos? —preguntó Joshua mientras se frotaba los brazos para poder mitigar el frío y disimular el temblor al mismo tiempo.

—Tranquilo, niño, tú solo debes recostarte en esa mesa —dijo señalando el lugar—. No tienen idea de lo que están a punto de hacer por la humanidad.

Joshua no tuvo más remedio que obedecer, ¿qué otra cosa podía hacer? Así que, siguiendo las instrucciones del galeno, se tumbó en la mesa de piedra boca abajo mientras él lo inmovilizaba con ataduras como hizo con Jared minutos antes.

El niño se estremeció al contacto con la superficie fría de la mesa, pero no dijo nada. Su hermano lo miraba con angustia desde su lugar.

—A ver, aquí tenemos a los sujetos de prueba número ZW24059 y ZW24060 —susurró el hombre mientras llenaba una forma—, ambos fuertes y con buena salud... ¿Qué edad tienen?

—Ocho —respondió Joshua con timidez.

El hombre dejó el pisapapeles con la forma que estaba rellenando sobre la encimera, y procedió a calzarse un par de guantes de hule antes de tomar una aguja de unos quince centímetros de largo.

—¿Qué va a hacer? —preguntó Jared que lo observaba con horror desde la silla.

Joshua en cambio no podía ver al doctor porque su rostro quedaba de cara a su hermano y no podía moverse, no obstante al ver su reacción se asustó e intentó liberarse...

—¡Shhh, tranquilo! —dijo el galeno—. Si se portan bien les prometo que mi amigo, el tío Mengele, les dará chocolates. Ahora tienen que intentar relajarte, solo será un pinchazo —concluyó mientras le acariciaba el cabello para intentar apaciguar sus nervios.

En ese momento comenzó el calvario del pequeño pues el doctor enterró la aguja en su espalda, provocándole un grito y un espasmo que el hombre intentó contener con su fuerza física.

—¡Déjelo! —gritó Jared desde la silla—. ¡Le duele!

—¿Es eso cierto, te duele? —preguntó el hombre a Joshua mientras le enterraba otra aguja hasta la mitad, esta vez en la pierna. Lo hizo de forma cruel, sosteniendo el objeto para que no se moviera.

—¡Sí, me duele!... ¡Basta! ¡Ahhhh! ¡Nooooo!

El niño lloraba pero el médico en lugar de apiadarse de él, le clavó otra aguja en la espalda mientras miraba su reloj de pulsera.

Joshua experimentaba dolores terribles que lo hacían estremecer, sentía su espalda arder y una sensación de angustia y agonía que poco a poco amenazaron con dejarlo en jaque, pero él luchaba para no perder la consciencia, quería darle fuerzas a su hermano porque estaba seguro de que dentro de poco sería su turno. Jared también lloraba y suplicaba al galeno para que desistiera del tormento, pero éste se dedicó a lo suyo como si nada.

Mengele entró en la habitación, pero Joshua no supo lo que dijo porque justo en ese momento perdió la consciencia...

—¡Joshua! —gritó Jared mirándolo con horror mientras lloraba.

—¿Ya? —preguntó Mengele al ver que el hombre hacía unas anotaciones—. ¿Cuánto duró éste?

—Quince minutos —respondió su colega.

—Otros han durado un poco más —respondió Mengele con un tono de decepción.

—Veremos cómo le va a su hermano —respondió el colega.

El médico desató a Joshua y le sacó las agujas, dejando puntos sanguinolentos. Lo tomó en brazos y lo dejó en la camilla apartada en un rincón antes de dirigirse hacia la silla donde Jared lo contemplaba con pánico.

Apenas el niño se vio libre de la silla intentó huir del médico para ir a comprobar el estado de su hermano, pero el hombre lo sujetó con fuerza del brazo.

—¡Suélteme! ¡Déjeme ver cómo está!

—Estará bien, solo permanece inconsciente —respondió el hombre luchando por contenerlo, comenzando a perder la paciencia.

Mengele se dedicó a tomar los signos vitales de Joshua, sobre todo a monitorear los latidos del corazón y la dilatación de sus pupilas.

—¡No quiero! ¡Suélteme! —gritaba Jared retorciéndose con ímpetu para intentar liberarse.

—¡Cálmate ya, maldito mocoso! —gritó el médico mientras le daba una fuerte bofetada que solo asustó más al niño, así que recurrió a otro tipo de amedrentamiento que a su juicio sería más efectivo. Sacó el arma que guardaba en su cinto y lo apuntó en la cabeza—. Te aseguro que esto es mucho peor.

—¡Basta, Christoph! No tienes porqué ponerte agresivo con nuestro amiguito —dijo Mengele con su acostumbrado tono cortés—, él comprenderá que mientras más colabore con nosotros, más rápido terminará el experimento, ¿no es así, niño? ¿Cuál es tu nombre?

—Ja... Jared —respondió con voz trémula, ya sin resistirse.

Mengele sacó un pañuelo de la solapa de su bata y le limpió la sangre del labio, producto de la bofetada.

—Doctor, por favor...

—¡Shhh! Para ustedes soy el tío Mengele, ¿de acuerdo?

El niño asintió.

—Bien ¿quieres chocolates?

—Tío Mengele, solo quiero saber cómo está mi...

—Ambos estarán muy bien, pronto estarán jugando con los otros niños y además les obsequiaré chocolates. Ahora sé un buen niño ¿de acuerdo?

Jared asintió con un llanto silencioso, tenía miedo, a decir verdad sentía pavor y por más que lo intentaba no podía disimularlo.

Ambos médicos se dispusieron a inmovilizarlo sobre la plancha de mármol.

—Bien, ya conoces el procedimiento esta vez —dijo Mengele a su colega y subordinado.

El hombre tomó una jeringa y la llenó con un líquido que contenía un frasco.

—Comprobemos que tal resulta —dijo antes de inocular el contenido en una de las venas del niño.

Él se aterrorizó al sentir el pinchazo, creyendo que su suplicio había comenzado, pero no fue así, el horror comenzó unos minutos después...

—Puedes comenzar, ya debe haber hecho efecto —indicó Mengele haciendo una seña.

Jared intentó prepararse mentalmente para la terrible experiencia pero no pudo, en cuanto hizo una inhalación profunda, sintió una aguja clavarse profundamente en su espalda, luego otras en sus brazos y piernas...

—¡Ahhhh! —gritaba de dolor y angustia.

Pero la tortura continuaba, incluso pudo sentir como el dolor se ramificaba, esparciéndose por todas las partes de su cuerpo, también se dio cuenta de que, en ciertos puntos, el galeno mantenía la aguja clavada en la piel, sujetándola por largo rato o moviéndola para causar más dolor.

—¡Nooo! ¡No más por favor, tío Mengele! ¡Dígale que pare!.. —dijo el niño antes de desmayarse al igual que su hermano.

Inmediatamente ambos médicos se acercaron a él para desatarlo, y Mengele comprobó sus signos vitales.

—Esta vez fueron treinta y cinco minutos —comentó con una sonrisa el doctor Christoph Schäfer después de ver su reloj y hacer la anotación correspondiente en la forma—, parece que logramos mejorar el efecto del analgésico. El kommandant estará complacido.

—Y sobre todo los soldados del frente de batalla —respondió Mengele con una sonrisa de satisfacción—. Ordena que los lleven a su habitación para que descansen, ahora probaremos otra cosa.

Dos miembros del equipo trasladaron a los gemelos Eisenberg hasta su bloque, mientras Mengele y sus colegas se dedicaban a lo suyo, haciendo pasar a otro par de gemelos hasta la habitación donde ordenó a Schäfer a doparlos para inocularles sustancias químicas en los ojos, con esto intentaba cambiar el color del iris. Asimismo otros miembros del equipo frotaban el cuero cabelludo de otros niños, también con sustancias químicas, y lo hacían de tal forma que les producía mucho dolor.

Los menos afortunados fueron inoculados con diversos virus y bacterias para probar los efectos de antibióticos que estaban en desarrollo, pero lo que Mengele hacía en otro rincón más apartado era el colmo de la abominación...

Allí incluso llegó a producir artificialmente un par de gemelos siameses, pues ordenó a sus colegas que cocieran a los pequeños por la espalda.

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Hanna por su parte intentaba lidiar con todas las sensaciones negativas que estaban surgiendo dentro de ella, allí mientras miraba el techo de su habitación recostada en la cama. Schneider acababa de asesinar a esas mujeres así como así, sin ninguna razón, solo porque estaba enojado con ella, lo hizo porque sabía cuánto dolor le causaba y quiso lastimarla, entonces ella pensó, con lágrimas en los ojos, que debía hacer algo con respecto a lo que estaba sucediendo a su alrededor, no podía ignorarlo, así que tomó una decisión...

Al día siguiente notó que en la cocina estaban un par de mucamas que antes se encargaban del aseo, no obstante Dedrick arrojó al piso los platos con waffles cuando notó que no estaban bien cocidos.

—Lo siento, señor, fue mi culpa —dijo una de las mujeres temblando de miedo y con la mirada en el piso—, yo me encargué de la cocción, es que... normalmente yo no hacía estas cosas en casa, así que nunca aprendí a cocinar muy bien... teníamos a alguien que hacía...

El Kommandant se levantó de la mesa y tomó a la mujer por los cabellos.

—¡Dedrick, déjala! —ordenó Hanna con vehemencia—. Estoy segura de que aprenderá como hacerlo, yo le enseñaré.

—¡Tú no le enseñarás nada a esta judía! ¡Te lo prohíbo! Si aprecia su vida aprenderá sola. Ahora me largo, tengo cosas qué hacer...

Hanna se quedó en la casa ayudando a las mujeres a recoger los trozos de loza rota y comida que quedaron esparcidos en el suelo.

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Los días que sucedieron, las cocineras que anteriormente habían sido veterinaria e ingeniero respectivamente, mejoraron un poco con ayuda de Hanna (sin que Schneider lo supiera) sin embargo él seguía sin quedar conforme pues siempre le hallaba algún defecto a la comida.

Ella no solo se dedicó a enseñarlas a cocinar, sino que las exhortó a alimentarse, dándoles luz verde para que comieran lo que quisieran, e incluso les pidió que ocultaran comida en los bolsillos del uniforme para que tuvieran raciones de reserva por las noches.

Hanna rogó porque alguien hubiese hecho lo mismo con los Eisenberg donde quiera que éstos se encontrasen. Posteriormente tuvo la necesidad de hacer más que solo lamentarse y llorar por la suerte de los pobres prisioneros, así que comenzó a salir de la casa por las noches cuando Dedrick salía de farra en el bloque que tenían dispuesto en el campo para este fin. Ella llenaba los bolsillos internos de su abrigo con uvas, duraznos y trozos de pan que posteriormente entregaba a los prisioneros de los barracones.

Los ojos se le nublaban de dolor cuando veía que todos ellos caían como abejas sobre la poca comida que ella podía llevar consigo, muchos incluso quedaban sin nada y ella retornaba a casa para buscar más suministros, otras veces visitaba los barracones que servían de hospital para los judíos, y también les llevaba frutas que tanto los enfermos como los médicos judíos, agradecían con lágrimas en los ojos. Trataba de no alejarse demasiado por si Schneider le daba por regresar pronto y comprobaba que ella no estaba, así que no podía visitar todos los lugares que le hubiese gustado.

En otras ocasiones durante el día, visitaba el bloque diez de Mengele con la excusa de conocer el lugar, pero asegurándose de que nadie la viera, robaba algunos rollos de gasa, algodón o frascos de medicina que les resultaban muy útiles a los médicos de los hospitales, donde no había más que las voluntades y habilidades de los galenos para intentar aliviar las dolencias de los pacientes.

—¡Será mejor que no entre aquí, Fräulein! —dijo en una ocasión una médico judía que se tapaba el rostro con un trapo, impidiéndole la entrada a la edificación de madera.

—¿Por qué no? Vine a traer lo poco que pude conseguir esta vez. Es un frasco con píldoras pero no sé que son. ¡Ah! y también una botella de alcohol —dijo la rubia entregando los implementos para luego frotarse las manos con energía, hacía mucho frío.

La mujer recibió el ofrecimiento y se acercó al farol que estaba frente a la puerta para poder leer la etiqueta del frasco de píldoras.

—¡Magnífico! ¡Son antibióticos, nos vendrán de maravilla! —exclamó contenta alejándose al ver que Hanna se acercaba—. Verá, disculpe si le parezco grosera pero... lo que sucede es que hay un brote de tifus aquí y no quiero que se contagie. Le agradezco de todo corazón lo que ha estado haciendo.

—Y haría mucho más si pudiera —respondió Hanna enternecida—, pero lo intentaré...

—¡Oh no! No se exponga más, no quiero que se gane un pleito con el doctor Mengele, o peor aún, con el Kommandant, su marido.

—¡Él no es mi esposo! —aclaró Hanna—. Créame que aquí soy una prisionera más.

—Lo entiendo —respondió la mujer asintiendo—, de todos modos será mejor que regrese.

Hanna le hizo caso y desanduvo el camino que conducía a la casa, pero tuvo que ocultarse detrás de una pared cuando observó un par de siluetas que se abrazaba. Una de las luces del reflector que se paseaba por esa zona provocó que Hanna se ocultara más, pero desde su posición pudo notar que la pareja se trataba de Dedrick y Selma. Ambos se besaban apasionadamente, y solo dejaban de hacerlo para reír o cantar en voz alta, era evidente que ambos estaban ebrios.

Los dos se dirigieron hacia una casa que Hanna supuso era de Selma Wagner, y se adentraron en ella en medio de besos y manoseos descarados.

Dedrick no durmió en casa esa noche, pero esto no le importó en lo más mínimo a Hanna, que más bien le agradecía a la guardiana nazi el hecho de que pudiera mantenerlo ocupado.

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En otra ocasión, mientras Hanna regresaba de los barracones gitanos que visitaba en esa noche, y aunque trató de evitarlo en la medida de lo posible, fue captada por uno de los reflectores que paseaba por las extensiones del campo todas las noches...

—¡Alto! —gritó uno de los guardias a lo lejos. Ella se detuvo en secó.

—¡Oh, es la mujer del Kommandant! ¿Qué está haciendo usted por aquí, Frau? —dijo uno de los guardias al reconocerla.

—Yo, solo daba un paseo nocturno, no podía dormir y... me perdí.

—¿Un paseo por este lugar? —se extrañó el hombre—. No es apropiado para una señora como usted.

—Además hace frío —dijo el otro, luego se dirigió a su compañero—. Será mejor que vayas a buscarlo.

Hanna observó con horror como el tipo se dirigía hacia uno de los bloques de dónde provenía el sonido amortiguado de una polca.

A los pocos minutos el hombre regresó en compañía de Dedrick que miró a Hanna con curiosidad.

—La encontramos por aquí, señor.

—Solo quería dar un paseo, tuve pesadillas, no podía dormir y necesitaba salir de la casa. Me perdí y no sabía dónde estabas —intentó excusarse, casi segura de que su débil argumento no conseguiría convencerlo.

—¡Déjenla! —ordenó el hombre—. Tienes razón, hiciste bien en salir de casa —añadió luego rodeando su cintura con un brazo.

En ese momento ella notó que estaba borracho, así que intentó usarlo a su favor, con suerte no le había generado sospechas.

—Nunca me acompañas a divertirme a pesar de que trabajo todo el día, así que será mejor que lo hagas ahora.

Él la estaba llevando hacia el edificio donde se escuchaba la música amortiguada por la distancia.

—¿Estás loco? ¿Qué lugar es ése? No entraré si es un lugar indecente.

—No es un burdel —respondió Schneider avanzando—, nunca te llevaría a un lugar así, es solo nuestro lugar para divertirnos.

Cuando entraron, Hanna quedó impactada al darse cuenta de que un lugar de esparcimiento como aquel pudiera existir en un campo de concentración.

Se trataba de una enorme taberna con un pequeño escenario donde unos músicos que, por su uniforme claramente eran prisioneros, tocaban una alegre polca, normalmente utilizada en brindis. Alrededor de los músicos muchos soldados, guardianes y guardianas nazis, así como oficiales de alto cargo, chocaban jarras de cerveza mientras cantaban a coro la popular canción.

Escucharla le trajo nostalgia a Hanna ya que le recordó las veces que solía cantarla con su familia en los aniversarios del restaurante. Recordó la alegría reflejada en los rostros de sus padres, demás familiares y los comensales al entonarla. Supo enseguida la razón por la cual algunos se escapaban a ese lugar en medio de la noche en ciertas ocasiones, lo hacían para evadir la horrorosa realidad del campo, espantoso sufrimiento que ellos mismos provocaban. Resultaba absurdo e incluso asqueante pensar que mientras ellos se divertían sin ningún pudor, muchos de los prisioneros morían, sobre todo por el hambre y la enfermedad. Hanna había sido testigo del horrible maltrato que les prodigaban a diario.

Al fondo, sentada sobre la superficie de una barra estaba Selma Wagner acompañada de varias colegas guardianas. Todas ellas vestían el Trachten, traje tradicional bábaro, y balanceaban tanto sus jarras que salpicaban cerveza por todas partes.

—¡Oh, lo siento, doctor Mengele! —se disculpó Selma llevándose una mano a los labios al ver que le había salpicado el uniforme.

—No te preocupes, corazón, es todo un honor haber sido manchado por una gota de tu cerveza.

—¡Qué pícaro es usted. ¿Qué diría su mujer si lo viera decirme esas cosas? —dijo la hermosa guardiana mientras se bajaba de la barra ayudada por el médico que la sujetaba por la cintura.

—Ni siquiera me la recuerdes —comentó el galeno mientras todos reían.

—¡Oh, Dedrick! ¡La trajiste! —exclamó su amigo Carl señalando a Hanna.

—¡Qué bueno verte por aquí! —dijo Selma.

Hanna no dijo nada, solo se limitó a pasear sus ojos por todo el lugar. A lo lejos estaba Bruno Bähr, el otro amigo de Dedrick, besuqueándose con una de las guardianas.

—¿Quieres cerveza, Hanna? —preguntó Dedrick después de darle un sorbo a su jarra.

—No, no me gusta, gracias.

—¡Vaya! Una alemana a la que no le gusta la cerveza, eso sí que es interesante —comentó Mengele con una sonrisa, sin dejar de sujetar la cintura de Selma, quien se veía mucho más hermosa vistiendo el Trachten que el uniforme habitual.

—Bueno, ella es una alemana muy particular, ¿no es así querido Dedrick? —dijo Selma.

—¡Cierra la boca! —exclamó Schneider poniendo su jarra sobre la mesa para amenazarla con un dedo.

—¡Tranquilo! No te exaltes, estamos aquí para liberar tensiones del trabajo.

—Tienes razón, Selma, nos merecemos la diversión, así que a lo que vinimos —dijo Carl vaciando lo que le quedaba en el recipiente antes de volver a llenarlo.

Los músicos tocaban otro tema y varios de los oficiales salieron a bailar en medio de la algarabía.

—Deberían probar estos canapés —dijo Bruno Bähr trayendo consigo una bandeja—, están deliciosos.

—No pruebo ninguna comida deliciosa desde que perdí a mis cocineras —comentó Dedrick tomando uno de los bocadillos que Bruno le ofrecía.

Hanna seguía sin decir nada pero tenía muchas ganas de salir de ahí desde que entró.

—Si no servían para nada era mejor despacharlas, de todos modos les tocaría en algún momento —añadió Carl con una carcajada que contagió a las guardianas de Selma.

—Las que tengo ahora no serían capaces de preparar nada como esto, son mejores para asear —respondió Dedrick dando otro sorbo a su cerveza.

—Si quieres puedo conseguirte una o dos o tres... las que quieras —dijo Selma riendo también.

—Sí, Selma suele ayudarme en las selecciones del campo, así que podría echarte una mano en eso —dijo Mengele.

—Está bien —concedió Dedrick—, pero aseguráte de que sepan lo que hacen.

—Tú descuida, cielo ¡Opps! Alguien podría enojarse porque te llamé así —dijo mirando a Hanna que seguía ignorándola.

Media hora más tarde, Hanna ya no aguantaba permanecer un segundo más en ese lugar.

—Quiero irme de aquí —le dijo a Dedrick en el oído.

Él sonrió al escucharla.

—¿Quieres volver a casa? —preguntó.

Ella asintió, entonces el Kommandant se levantó del asiento e hizo una seña con la mano. La banda dejó de tocar en medio de una queja colectiva.

—¡Oye, Dedrick! —protestó Carl.

—Mañana debemos trabajar así que se acabó, ¿de acuerdo?

—Pero...

—Hay que tenerlo todo en orden para el recibimiento de Herr Himler que vendrá esta semana —respondió Dedrick—, y además debo ir a supervisar la fábrica de caucho, tengo que firmar el despacho de la mercancía... en fin.

Todos salieron de la taberna para retornar a sus casas. Dedrick y Hanna se dirigieron a la suya mientras él luchaba por mantenerse en pie.

Al llegar a la vivienda ella subió las escaleras e intentó entrar en su habitación, pero Dedrick la jaló por la cintura e intentó atraerla hasta la suya. Desde luego ella se resistió pero perdió el equilibrio y cayó sobre la cama donde el militar logró someterla.

—¡Déjame, por Dios! —dijo Hanna tratando de quitárselo de encima, asqueada con su aliento alcohólico.

—¿Por qué crees que debería hacerlo, Hanna? ¡Eres mía! ¿No lo has comprendido aún?

El hombre comenzó a acariciarla en el muslo y ella al comprender que no podría escapar tan fácilmente de él, recurrió a una hábil estrategia, después de todo estaba borracho y tal vez no le resultaría imposible engañarlo.

—¡Espera, cielo! —dijo tomándole la mano para detenerlo.

—¿Cómo me llamaste?

—Cielo —repitió la muchacha, haciendo de tripas corazón para sonreír y apartarle con delicadeza un mechón de cabello que le caía sobre el rostro—. Ahora no me siento bien y mañana debes trabajar muy duro como siempre.

—Déjame besarte, querida —dijo Dedrick acercándose a sus labios. Ella no tuvo más remedio que ceder—. De verdad te amo —dijo él una vez que liberó sus labios.

La respuesta de la mujer fue una sonrisa forzada. Afortunadamente él estaba tan cansado y borracho que no tardó en quedarse dormido, y ella tuvo que arreglárselas para salir de debajo de él. En cuanto lo hizo se metió en su habitación y cerró la puerta con el pestillo.

Se acostó pero casi no pudo dormir el resto de la noche, no por lo que acababa de pasar, sino porque después de haber sido descubierta por los guardias merodeando entre los barracones, con la fama de paladina de judíos que tenía, lo más seguro era que no podría volver a ayudarlos como lo venía haciendo hasta entonces, o al menos tendría que ser mucho más cuidadosa que antes.

Dedrick no le tomó importancia al asunto pero quizá se debía a su estado de embriaguez, sin embargo, al día siguiente ni siquiera recordaría el hecho, pero tal vez los mismos guardianes que la habían encontrado se lo recordarían.

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