La Rosa de Auchwitz "Hanna Entra en Pánico"

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(Imagen diseñada por mi en Canva)

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—Parece que has comenzado a entenderme, querida —dijo Dedrick con una sonrisa de satisfacción mientras colgaba el teléfono.

El hombre tomó una silla que estaba junto a él y le dio la vuelta para sentarse, dejando el respaldar frente a él mientras miraba a Hanna fijamente.

Ella le sostuvo la mirada, no la bajaría ante nada ni nadie, no obstante, a sabiendas de que un exceso de confianza en sí misma podría poner en riesgo la estrategia que pensaba llevar a cabo, decidió girar sobre sus pies para no darle el frente, y poder así comenzar a prepararse.

—¡Mírame! —ordenó Schneider.

—No es fácil —respondió Hanna con voz trémula desde su posición—, no quiero delatarlos.

Perdiendo la paciencia, él se levantó abruptamente de la silla. Hanna se sobresaltó cuando escuchó el objeto de madera impactar contra el suelo por causa del repentino movimiento.

—¡Mírame, Hanna! —volvió a exigir el hombre, tomándola con fuerza del brazo para obligarla a girar y darle el frente de nuevo—. ¡Dame los malditos nombres de una vez por todas si de verdad aprecias la vida de tus padres! Probablemente no pueda sacarlos como a ti, pero al menos puedo impedir que sufran más de la cuenta e incluso, que mueran. ¡Dame los nombres!

—Joel, Jeziel, Sarah, Hadassa, Gamal, Moshé —dijo al fin con voz ronca entre dientes, como si le costara demasiado hablar.

—Son siete —dijo Schneider ejerciendo más presión en el brazo de la mujer al ver que ella se había quedado callada.

—Y Samal... Berkowitz —concluyó al fin Hanna, temblando.

Dedrick la liberó para regresar a la mesita del teléfono. Por un momento ella se asustó, pero luego comprendió que él solo revolvía el interior del cajón hasta dar con una libreta y un lápiz, los cuales les entregó.

—¡Escríbelos todos! ¡Los siete nombres y el maldito apellido!

—¿Qué harás con ellos? —preguntó Hanna mientras alternaba la mirada entre él y la libreta sobre la cual escribía, tratando de memorizar los mismos nombres falsos que había pronunciado. (Nombres que recitó al azar y que no le resultaron complicados al estar familiarizada con una familia judía desde hacía tantos años)

—Lo primero es averiguar si están o estuvieron aquí, lo que suceda después con ellos, si logro encontrarlos en este lugar... no es asunto tuyo.

—¿Por qué... Dedrick? ¿Por qué hacen esto? ¿Qué mal les han?...

—¿Por qué? ¡Ésa es la misma pregunta que yo me he hecho desde que descubrí que tú y tus padres eran unos traidores—. ¿Por qué lo hicieron? ¡Dímelo! —preguntó sujetando a Hanna por la cabeza para obligarla a mirarlo—. ¿Por qué los mantuvieron escondidos por tanto tiempo? ¿Qué relación tienen con ellos?

—Son nuestros amigos desde hace muchos años, sentimos pena por ellos, por lo que les estaban haciendo a su gente la Noche de los Cristales Rotos.

—¿Y qué demonios tenía eso que ver con ustedes que son alemanes puros?

—La amistad.... ¿acaso conoces el significado de esa palabra?

Él sonrió con ironía, liberándola pero arrebatándole la libreta de las manos.

—Amistad —repitió con un exasperante tono sarcástico—. Tu amigo, Hanna, es el Führer —concluyó señalando un retrato enmarcado que tenía en la pared posterior a ella—. Tu amigo soy yo que siempre quise lo mejor para ti desde un principio, pero tú...

De pronto su mirada se ensombreció ante una repentina idea que se instaló en su mente y no le gustó para nada.

—¿Acaso tenías una relación con alguno de esos malditos cerdos?

Hanna se quedó de piedra al escucharlo.

—¡Contéstame! —gritó Schneider, sacudiéndola para hacerla reaccionar.

—¿Estás loco? —respondió Hanna con una pregunta.

—Según los nombres que me diste son cinco hombres y dos mujeres.

—Uno de ellos es un hombre de edad avanzada, el amigo de mis padres, dos son solo niños, el otro el padre de esos pequeños.

—¿Y el último?

—Era un enfermo mental, el pobre tenía un severo retraso que lo ponía al mismo nivel de sus sobrinos.

—¿Y qué hay del padre de los niños? ¿Nunca te sentiste atraída por él? —volvió a preguntar Dedrick, esta vez acariciándole el rostro a la mujer.

Paradójicamente ella se ponía más nerviosa cuando la acariciaba que cuando la maltrataba, porque tanto en el brillo de sus ojos como en sus acciones había un hálito maligno, desquiciado e impredecible.

—¿Qué dices? ¿Por quién me tomas? Su esposa estaba allí con él... eran una familia o... lo son, no lo sé. Si los encuentras... perdónales la vida ¡Te lo ruego!

Él la miró con decepción.

—¿Suplicarías así por mí ante un enemigo?...

Ella asintió con la cabeza sin decir nada más, lo hizo para que la dejara tranquila.

—Suplicarías, sí, para que no tuvieran piedad conmigo. No soy tonto, Hanna —dijo señalándola con el índice—. No creas que ignoro que me detestas. Lo supe desde que nos conocimos, me lo dijo tu mirada cuando le impedí la entrada a esas ratas hebreas al restaurante de tu padre. Pero desde ese mismo instante me propuse mi segundo objetivo en la vida. El primero ya lo estoy consiguiendo, subir de rango para llegar a ser muy poderoso, el segundo... —a este punto la miró con tanta intensidad que ella no pudo soportarlo, así que se apartó de él, buscando el contacto con las rosas que estaban sobre la mesita donde él las había puesto—, mi segundo objetivo, claro y certero eres tú, Hanna. Voy a lograr que me ames tanto que no concibas la vida sin mí... ¡Lo juro por mi vida, por mi uniforme, por el Reich y hasta por el Führer! —concluyó con voz enérgica, señalando el retrato de la pared.

—¡Basta! —gritó la mujer sin poder contenerse—. ¿Cómo piensas que yo podría tener sentimientos hacia alguien como tú? ¡Acabas de chantajearme con la vida de mis padres para obtener los nombres de personas inocentes, a los que de seguro piensas asesinar! ¡Por Dios, hay niños entre ellos y ni siquiera por eso te detienes!

—Los judíos no son humanos, Hanna y sus crías valen menos que ratas de laboratorio. Algún día me lo agradecerás... créeme. Estoy siendo benévolo contigo y tus padres. Debería hacer que los fusilen o los cuelguen frente a otros para que sirvan de ejemplo, y aun así estás aquí, en esta casa que a partir de ahora será tuya.

—¡Pues no la quiero! —gritó ella—. Además no estoy con mis padres, no sé cómo están y tú no tienes idea de cómo me siento al respecto.

—Estarán bien.

—¿Los dejarás ir?

—¿Crees que es tan sencillo? Ya te liberé a ti.

¿Liberar? Solo la había cambiado de cautiverio —pensó ella.

—Pero los matarán —dijo Hanna, aferrándose a las solapas del uniforme del Kommandant—, no sabes lo que es estar ahí. No van a aguantar los castigos.

Al ver su rostro magullado y sus ojos lánguidos pero aun así hermosos, Dedrick no pudo vencer el impulso de abrazarla, así que la atrajo hasta su pecho para estrecharla. Ella lo permitió solo para ver como evolucionaba su reacción y, a juzgar por las palabras de él, fue mejor así.

—No puedo liberarlos pero al menos puedo ordenar que no les hagan daño.

—¿De verdad?

—Sí, ¿lo ves? ¿Ves que no soy el monstruo que crees? —respondió él acariciándole los blondos rizos—. Ahora ven, que voy a mostrarte la casa, nuestro hogar. Es mucho más hermosa por dentro que por fuera como te habrás dado cuenta —dijo asiéndola con un brazo mientras extendía el otro para abarcar el espacio.

—¡Déjame ir con mis padres! —respondió Hanna zafándose de su agarre—, y deja en paz también a esa familia... solo así podré sentir al menos un poco de admiración por ti y... agradecimiento.

—Yo no necesito ni quiero tu admiración y mucho menos tu agradecimiento, ¿lo entiendes? Lo que ves a tu alrededor, te guste o no, es lo que tienes ahora y eso me incluye.

—¡No quiero! ¡No quiero estar aquí!

En ese momento una mujer se asomó por el pasillo que conducía al comedor. Hanna reconoció el uniforme a rayas de los prisioneros. Su cabello era muy corto y a juzgar por el hecho de que no se veía rapado, debía llevar allí algún tiempo en el cual le había empezado a crecer de nuevo.

—Todo está listo, Herr Kommandant —dijo la prisionera—, el almuerzo está servido.

—¡Retírate y dile a tu maldita mocosa que tampoco quiero verla en el comedor! —espetó el hombre con crueldad. Hanna solo sintió más repugnancia con su forma de dirigirse a la gente—. ¡Espera! Es bueno que sepas que a partir hoy esta casa tiene una nueva integrante. Hanna Müller. Deben tenerle a ella el mismo respeto que a mí, ¿de acuerdo?

—Sí, Herr Kommandant.

—Lleva su equipaje a la habitación que preparaste.

Ella asintió y se acercó a cumplir la orden con miedo. Hanna notó incluso como le temblaban las manos al pasar junto a Schneider, como si temiera que la atacara de un momento a otro.

—¡Basta, Dedrick! ¡Esto es absurdo!

El hombre no la escuchó, la tomó de la mano y casi la arrastró hasta el comedor a través del largo pasillo.

—¡No tengo hambre! ¡No quiero estar aquí!

—Pero es aquí a donde perteneces ahora —espetó él acorralándola contra una de las las paredes del pasillo, casi al final—, a este lugar, a esta casa y a mí.

—¡No! —gritó ella intentando empujarlo pero él la inmovilizó para evitar que escapara de su alcance—. ¡Suéltame! ¡Basta, no lo soporto!

—¡Eres perfecta para mí, Hanna! —dijo el hombre besando su cuello, cegado por la emoción de tenerla finalmente consigo, a su merced, pero odiaba su resistencia... lo hería en el orgullo, su mayor característica.

Hanna no soportaba el aliento cálido del hombre en su cuello, ni su cercanía, tampoco sus palabras vanas, por eso luchaba con todas sus fuerzas para liberarse del agarre del militar, maldiciéndolo porque prefería estar en Berlín, así tuviera que aguantar golpizas, hambre y exceso de trabajo, que recibir una sola caricia más de parte de ese cretino.

Desde su posición, podía mirar las rosas plantadas en la maceta blanca que había llevado consigo, y no pudo evitar pensar en Benjamin...

—¡Déjame! ¡No me toques! ¡Eres un tirano!

Dedrick se llenó de ira ante su rechazo, era algo que simplemente no toleraba, no podía concebir la idea de que ella, la mujer que había estado en sus sueños casi todas las noches y que en ellos le decía lo mucho que lo necesitaba y amaba, intentara apartarlo de sí como si fuese algo repugnante.

Tal vez ella requería tiempo para adaptarse a él y comprender que era su mejor opción, afortunadamente tiempo tenía de sobra porque ahora estaban juntos, en el mismo país y espacio, incluso bajo el mismo techo, pero Dedrick estaba seguro de que ella también necesitaba una oportunidad para comprender cuál era la realidad que ahora le tocaba vivir, qué era lo que más le convenía y porqué debía abandonar esas ideas absurdas que durante tanto tiempo le inculcaron. Hanna tenía que ver la brecha enorme que había entre judíos y alemanes, que él no le mentía en lo absoluto al decirle que ellos no eran seres humanos, sino una especie de vida tan inferior que ni siquiera podría ser considerada como animal. Eran parásitos que se alimentaron por siglos de su país, de sus riquezas y su gente.

Muchos alemanes traidores, como ella y sus padres terminaban allí o en cualquier otro campo, corriendo la misma suerte de las escorias a las que decidieron proteger, entonces debía percatarse de lo afortunada que era de que alguien como él la amara tanto como para salvarla de ese cruel destino. ¡Maldita sea! ¿Cómo podía tildarlo de tirano!...

—¿Sabes dónde estás? —preguntó el hombre liberándola al fin—. ¿Sabes cuantos traidores como tú he recibido aquí? ¡Esto es Auschwitz! Solo basta con dar un vistazo a tu alrededor para que te des cuenta de lo afortunada que eres. ¡Conmigo lo tienes todo! —espetó dando un manotazo en la pared que hizo sobresaltar a la muchacha.

Al verse libre, Hanna salió corriendo de la casa, huyó despavorida, no quería estar cerca de él ni de su lóbrego hogar, pero extrañamente no encontró resistencia alguna, él no fue tras ella ni le impidió el escape, y aunque la afirmación que escuchó antes de llegar al umbral de la puerta principal le dio la respuesta al enigma, no se detuvo.

—¡Nunca podrás salir de aquí, Hanna! Muchos lo intentan pero nadie lo consigue.

Ella siguió corriendo sin mirar atrás, pero pronto se vio abrumada por tantos postes de concreto y alambre de púas que la rodeaban por todas partes, de esta forma llegó al lugar donde muchas mujeres, cientos de prisioneras, estaban inmersas en la labor de seleccionar ropa y demás pertenencias del equipaje de los reos recién llegados al campo.

Hanna observó con horror a esas mujeres, calzadas con zuecos, algunas descalzas, la cabeza rapada, otras llevando el cabello muy corto y excesivamente delgadas.

Una de ellas se cayó mientras trasladaba unas copas de cristal, a las cuales el papel periódico con el que estaban envueltas en el equipaje no pudieron proteger. La Kapo que las custodiaba, le dio varios azotes con su fuete.

—¡Basta ya! ¡No, por favor! —suplicó Hanna tratando de intervenir, pero entonces esa malvada mujer rubia que la recibió en casa de Schneider al llegar, se levantó del asiento donde se encontraba leyendo una revista de moda.

Hanna notó que la guardiana, que no era otra más que Selma Wagner, tenía sujeta una cuerda que terminaba en el collar de un perro pastor alemán de aspecto feroz.

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—¡Hola, linda! ¿Quieres venir a divertirte un poco? —dijo la mujer avanzando hasta la prisionera y la Kapo—. ¡Escuchen todas! ¡Esta muchacha que ven frente a ustedes es la mujer de Herr Schneider, el comandante del campo!

—¡Eso no es cierto! —gritó Hanna asqueada con esa presentación—. ¡Deberías cerrar la boca!

Pero Selma Wagner no la escuchó, vio en ella la oportunidad perfecta para aumentar su sádica diversión. Sus compañeras y subordinadas guardianas le rieron la gracia.

—¿Por qué no le dan un saludo especial? ¡Vamos, no sean tímidas! A los alemanes nos gusta que nos den un saludo a la altura... Ustedes ya lo conocen así que ¿qué esperan?

Hanna se quedó petrificada cuando vio a ese montón de mujeres judías, de todas las edades, humilladas, haciendo acopio de sus fuerzas físicas y voluntades para elevar el brazo derecho en ademán del saludo fascista que tanto detestaban, y no conforme con ello tener que recitar en voz fuerte y clara, aquella consigna excesivamente cobista como una nefasta letanía inculcada a golpes, y que a la vez servía como vale para vivir un día más.

¡Heil Hitler!

—¡Esooo! ¡Salve nuestro líder! —gritó Selma con entusiasmo.

—¡Noooo! ¡No tienen porqué hacer eso! ¡Basta! —dijo Hanna horrorizada ante tanta vejación.

—¡De nuevo! —las aupaba Selma con una sonrisa.

—¡Ya es suficiente! —dijo Hanna con voz autoritaria, tratando inútilmente de ahogar el rumor de las voces de las prisioneras.

Selma alzó la mano que sostenía la fusta en el aire para ordenar, sin una sola palabra, que se detuvieran, y cuando reinó el silencio giró el rostro hacia la prisionera que la Kapo había golpeado.

—¿Tienes alguna idea de cuánto costaba eso, maldita bestia torpe?

La mujer no contestó.

—Fue un accidente, se ven cansadas —argumentó Hanna intentando acercarse, pero una de las guardianas nazis, subordinada de Selma, le bloqueó el camino estirando el brazo mientras sujetaba la fusta con fuerza.

—¡Tengo hambre! —susurró la mujer con voz débil, desde el suelo—. ¡Me duele el estómago!

Hanna observó su extrema delgadez.

—¿No las alimentan? —preguntó indignada mientras negaba con la cabeza.

—Reciben mucho más de lo que merecen. Siempre he pensado que alimentarlas es un desperdicio, pero al menos algunas menos torpes sirven para algo —dijo Selma, señalando a las otras con la cabeza—, merecen un día más de vida a ver si pueden retribuir en algo lo que el Reich gasta en ellas. Sin embargo tú pareces no servir para nada —concluyó mirando a la mujer con desdén mientras la empujaba con la bota.

—¡Déjala! ¿Qué te ha hecho?

—Ya suenas como ellas ¡Sí! Es que olvidaba que te encantan los judíos —dio una sonora risotada y añadió—: ¡Qué asco! —luego caminó hacia Hanna que trataba sin éxito de retener sus lágrimas. El perro que Selma llevaba sujeto de la correa, le olisqueaba los zapatos y las piernas a Hanna como tratando de discernir si se trataba de una presa o una amiga—, Tú me ayudarás a decidir cuál será el castigo ejemplar para nuestra amiga judía, ¿de acuerdo?

—¿Has perdido el juicio? ¡Déjala en paz! ¡No te voy a permitir que la lastimes!

—¿Ah no? —Selma le hizo unas señas a un par de guardianas que sujetaron a Hanna de un brazo cada una—. ¿Qué me dices ahora? ¿Le doy un balazo o una oportunidad para correr y alejarse de mí? —preguntó mientras le daba la fusta a una de sus colegas para desenfundar la pistola que llevaba en el cinto, lo hizo sin borrar la sonrisa de su rostro.

—¡Responde! ¿Le disparo o le doy la oportunidad de correr? —volvió a preguntar, tratando de calmar con jalones en la correa a su perro que se veía impaciente.

—¡Déjala ir! ¡Deja que se vaya! —ordenó Hanna tratando de liberarse de sus captoras—. No creo que pueda correr, está muy débil.

—Pues tendrá que hacerlo —advirtió Selma—. Porque ya que tú escogiste darle una oportunidad, he decidido complacerte como regalo de bienvenida ¡Levántate, mujer y huye!

La pobre chica a duras penas se levantó del piso y corrió tambaleándose para alejarse lo más que pudo, pero la líder de las guardianas nazis ensanchó aún más la sonrisa, no dejaría ir su presa tan fácilmente, solo le daba ventaja para divertirse más, así que una vez que la prisionera llevaba un trecho recorrido (no demasiado considerable tomando en cuenta su debilidad y los suecos de madera con que estaba calzada) Selma se agachó a la altura de su perro para soltarle el gancho de la correa que lo aprisionaba...

—¡Es tuya, Hass! ¡Ve por ella! —gritó mientras el perro se lanzaba a toda velocidad tras la mujer que finalmente sucumbió a los ataques que el can le hacía a sus tobillos, haciéndola caer nuevamente—. ¡Eso! ¡Ése es mi muchacho!

—¡Así se hace! —gritaban las guardianas nazis soltando a Hanna para aupar al animal que destrozaba sin piedad a la mujer.

Sus gritos perforaron el corazón de Hanna y las palabras de Selma fueron como dagas que rasgaron su alma.

—¡Buena elección, Hanna! Aprendes rápido, así es más divertido.

—¡Noooooooo! —gritó la muchacha desesperada, volviendo a huir...

—¿A dónde vas? ¿Qué haces fuera de tu área? —preguntó un guardia a un niño harapiento de unos doce años, que caminaba con aire desorientado.

—Solo quiero saber dónde están mis padres, señor... solo quiero...

—¡Regresa!

—Pero...

El tipo entornó los ojos con fastidio, al parecer no estaba dispuesto a lidiar con el pequeño, así que levantó su arma para apuntarlo en la cabeza y apretó el gatillo. El niño se desplomó sin vida a solo unos metros de Hanna que miraba la escena con los ojos desorbitados.

Era como una especie de pesadilla que no terminaba nunca, quiso correr hasta el portón por donde había entrado, pero lo que vio cerca de allí, en una de las verjas la dejó perpleja, muda de estupefacción ante la dantesca escena...

Su cuerpo temblaba de forma desmesurada y sus ojos iban a un lado al otro del alambre de púas electrificado (derecha e izquierda) donde estaban colgando como un horrible adorno aleccionador para los demás prisioneros, los cuerpos de dos hombres que al parecer habían querido escapar, no del campo, sino de la miseria y las humillaciones, terminando con sus vidas por su propia cuenta al impactarse a propósito contra las cercas electrificadas.

Hanna volvió a gritar una y otra vez, aterrorizada por las espantosas imágenes. El ambiente estaba saturado de dolor, angustia y para colmo de una pestilencia a carne quemada casi insoportable.

Ella sabía de antemano que los campos de concentración y exterminio eran lugares espantosos donde reinaba el dolor y la desesperanza, pero no tenía idea de hasta qué punto. Al mirar a esos dos hombres no pudo evitar imaginarse a Benjamin en cada uno de ellos... ¿Dónde estaba él? ¿Qué habían hecho con sus sueños e ilusiones! ¡Quería su vida de vuelta!

Anheló con todas sus fuerzas la calidez del hogar en Berlín, los brazos de su madre, las palabras alentadoras de Franz, los consejos de Joseph, las ocurrencias de los gemelos, los mimos de Deborah, la camaradería de Judith, la impulsividad de Noah y los labios de Benjamin... ¿A dónde habían ido todos ellos! ¿Qué estaba haciendo ella en ese infierno?...

—¡Malditos sean todos! ¡Maldigo al Reich y al Führer! —gritó fuera de sí, arrojando piedras sobre los soldados que custodiaban esa zona y que intentaban agarrarla.

Uno de ellos, al escuchar los insultos se enfureció y arremetió contra ella, clavándole la culata del rifle en el abdomen para luego apuntarla a la cabeza. Ella se dobló por la cintura a causa del dolor.

—¿Qué has hecho, Herman? —preguntó uno de sus compañeros, aterrado—. Es la mujer del Kommandant.

—Debes estar equivocado, ¿no escuchaste las barbaridades que está diciendo esa perra?

—¡Los odio!

Con la distracción que los gritos de Hanna estaban provocando, algunos prisioneros nuevos e ilusos intentaron escapar, pero una ráfaga de metralla, proveniente de las garitas, los acribilló cuando rozaban el portón de entrada.

Ella intentó cubrirse los oídos para no seguir escuchando, pero el mismo soldado que la había golpeado anteriormente la tomó con rudeza por los cabellos para atraerla hacia él.

—Ha de ser una prisionera polaca —dijo mientras Hanna, sin salir de su crisis de nervios, seguía gritando e intentando atacarlo—. ¡Ya cállate, perra! —dijo dándole una bofetada.

—¡No hagas eso, Herman!

Sin embargo, otra ráfaga de disparos al aire llamó la atención de los soldados que al girar se dieron una gran sorpresa.

—¡Quítale las sucias manos de encima! —exclamó Dedrick, amenazándolo con un rifle de asalto. Carl estaba junto a él y también Bruno Bähr, el comandante interino antes de que llegara Schneider al campo.

El soldado liberó a Hanna enseguida, pero ella trató de huir de nuevo. Carl corrió tras ella y la capturó con facilidad.

—¡Cálmate! —le decía intentando contenerla pero ella seguía llorando y gritando improperios contra él y todos los soldados—. Asegúrate de domarla o te traerá muchos problemas —dijo Carl empujándola hacia Dedrick que la recibió agarrándola con fuerza.

—¡No quiero estar aquí! ¡Quiero volver a casa!

—¡Ve por Mengele! —ordenó Dedrick a su amigo que enseguida se perdió de vista—, y en cuanto a éste, que lo trasladen el bloque once —concluyó mirando con odio al soldado que había golpeado a Hanna.

—¡No, señor! ¡Yo no creía que ella!... ¡Herr Komandant! —gritó el soldado con voz suplicante a sabiendas de que una vez allí no le esperaría nada bueno.

Dedrick llevó a Hanna de vuelta a la casa y en medio de forcejeos la condujo hasta la planta alta, a la habitación que había mandado a arreglar para ella.

Era amplia, con cortinas en colores pastel, decorada con árboles bonsaí y una radio, pero ella no estaba en condiciones de apreciar aquello, quería acabar con todo, no dejaba de gritar y llorar. Terminó explotando, con la mente saturada de tantos horrores, pensando que la suerte de esas personas podría ser la misma que estuvieran corriendo los Eisenberg.

—¡No me gusta aquí! ¡Este lugar es horrible!

—Tú estás a salvo aquí, Hanna, a mi lado —dijo Dedrick con voz apacible para intentar calmarla pero fue inútil.

—¡Déjame en paz! ¡Mátame de una vez porque prefiero estar muerta que seguir aquí! ¡Por Dios! ¡Por Dios! ¡Por Dios! —decía sollozando mientras se balanceaba—. ¡Si no me vas a liberar, Mátame, por favor!

En ese momento Mengele entró en la habitación provisto de un maletín del cual extrajo una jeringa y un pequeño frasco.

—¡Qué hermosa eres, muchacha! —dijo como si nada al mirarla, luego observó a Dedrick—. Tenías toda la razón al describírmela.

—¿Quién es usted? ¡Aléjese de mí! —intentó advertir Hanna dando patadas para tratar de mantenerlo alejado, pero Dedrick la contuvo en la cama para facilitarle el trabajo al médico que se acercaba con la jeringa ya preparada.

—No te voy a hacer daño, solo será un pequeño piquete —afirmó el galeno con voz gentil, como si se dirigiera a uno de sus niños.

—¡Nooo! ¡No quiero! ¡Déjenme en paz! ¡Suéltame, Dedrick! ¡Ahhhh!

—Solo es algo para que te sientas tranquila —dijo Mengele mientras inoculaba un sedante en la joven.

Dedrick siguió conteniéndola por unos cuantos minutos hasta que el fármaco comenzó a hacer efecto.

—Muchas gracias, Josef —dijo, dándole a entender al galeno que su labor había terminado y que debía marcharse.

—De nada, me alegra haberte podido servir. Un placer conocerla, Fräulein Müller ¡Bienvenida a Auschwitz! —dijo el médico en el umbral de la puerta, con la mirada clavada en los hermosos ojos azules de la muchacha que se cerraban espontáneamente pese a su lucha por mantenerse consciente.

Una vez que se quedaron solos en esa habitación, Dedrick acercó una silla hasta la cama y acarició el rostro de la chica. Ella intentó resistirse al contacto pero sus escasas fuerzas se lo impidieron.

—¿Lo ves, Hanna? ¿Ahora te das cuenta de lo afortunada que eres? ¿Viste lo que puede hacer el Reich con los que no son de su agrado? La única razón por la cual tú y tus padres aún viven es porque yo te amo. Eres diferente, eres digna de mí.

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