La Rosa de Auschwitz (Sin Nombres)

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Los hijos, nietos y bisnietos de Hanna estaban tan sorprendidos como felices con la recuperación de la mujer que pronto abandonó la cama, ésa que todos creían que en los próximos días, incluso horas, sería su lecho de muerte pero no, poco a poco fue recuperando fuerzas, y hasta hizo partícipe su deseo de dar un paseo por los jardines de la casa.

Su cardiólogo y nieto, el doctor Waldo Hoffmann también estaba gratamente sorprendido ante el hecho, pero igualmente estaba convencido de que la fuerza de voluntad de su amada abuelita era tan grande que tal vez se había prometido a sí misma no partir de este mundo sin antes haber visto sus memorias publicadas. «Es necesario que la gente no olvide lo que pasó, para que jamás se repita» —decía ella constantemente. Ésa era su letanía, su obsesión.

—Creo que ya deberías sentarte, abuela, has hecho demasiado por hoy —sugirió el cardiólogo.

—¡Por todos los cielos, Waldo, me siento de maravilla, lo que tuve no fue más que un achaque. Además, me relaja cuidar de mis flores —con la mano tanteó una de las hojas del rosal y miró a su nieto con una expresión de contrariedad—. Éstas están un poco secas, puedo sentirlo... ¿Cómo se ven?

Él sonrió.

—Se ven muy saludables, abuela a excepción de algunas hojas pero te prometo que cuidaré de ellas personalmente.

—¡Eso! No las descuiden, por favor, ya sabes lo importantes que son para mí.

—¡Abuela! —exclamó Alfred, el hijo de Waldo, con gran emoción—. Tenemos una maravillosa noticia que darte... ¡Acaba de llegar un ejemplar del libro!

—Me parece una noticia maravillosa, Alfred —respondió Hanna tomando asiento con ayuda de él.

—Ya nos dieron una fecha para el lanzamiento oficial, y quieren que estés presente desde luego, ya sabes, para entrevistas y esas cosas.

—¿Crees que sea conveniente que vaya? —preguntó uno de los hijos de Hanna a su sobrino, el cardiólogo.

—Si sigue así, tan fuerte como hasta ahora, no veo por qué no, tío Jeziel. La abuela parece un roble.

—Me habría gustado tanto que él estuviera aquí —susurró Hanna para sí misma con aire melancólico mientras su hijo y nietos la ayudaban a entrar en la casa...

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De vuelta al pasado...

Todos fueron despojados de su equipaje, en el suyo, Joseph llevaba una fuerte cantidad de dinero, otra parte había quedado junto con los otros objetos de valor, oculta debajo de las tablas y alfombras en el sótano de los Müller, pero ignoraba si el escondite había sido descubierto por los nazis.

También fueron separados los hombres de las mujeres, y fue una situación muy difícil de soportar. Benjamin se aferró a su madre mientras las lágrimas brotaban de sus ojos una y otra vez, no sabía si volvería a verla, pero le rogaba a Dios que sí. Judith por su parte se mantenía agarrada a las solapas del saco de su marido, no quería perderlo, no sabía si volvería a verlo, así como tampoco estaba segura de si realmente sus hijos estarían bien en compañía de ese doctor, ya que después de todo, era un nazi también.

—¡Noah! —gritó la mujer desesperada mientras las manos de ambos se separaban a la fuerza por los kapos.

—¡Te amo, Judith! ¡Te juro que estaré bien, prométeme lo mismo! ¡Cuida a mamá!

—¡Lo prometo!... ¡Auch!

—¡Avanza más rápido, perra! —gritó Selma, dándole a Judith un fuetazo en la espalda que la obligó a inclinarse por el dolor.

—¿Estás bien? —preguntó Deborah, ayudándola a avanzar—. ¡Dios mío, ayúdanos!

Las mujeres caminaron en una larga fila hacia un barracón donde fueron obligadas a quitarse la ropa por completo, debatiéndose entre el pudor y los gritos apremiantes de las implacables Kapos y guardianas nazis, pero la humillación todavía no terminaba allí, porque unos segundos más tarde las llevaron a una sala y las obligaron a sentarse en una silla mientras les cortaban el cabello sin misericordia hasta el ras del cráneo. Las Kapos no tenían ningún reparo y las jalaban de lo que les quedaba de pelo para obligarlas a mantener la cabeza erguida. No obstante ver sus mechones castaños esparcidos por el suelo, no le causó gran impacto a Judith, que seguía con su mente puesta en sus hijos y Noah... ¿Qué sería de ellos? ¿Estarían corriendo la misma suerte?

En efecto, Benjamin, Joseph y Noah estaban recibiendo el mismo tratamiento en ese momento, sus cabellos fueron removidos por completo con una máquina de rapar, a excepción de Noah y los que como él llevaban el cabello largo, con los que tuvieron que usar tijeras primero. Era una acción terriblemente humillante que solo soportaron con la esperanza de seguir viviendo.

Noah observó como uno de los Kapos barría los mechones de cabello que acababan de quitarle, y los arrastraba formando un montículo para luego recogerlo y depositarlo en un contenedor donde ya había una gran cantidad. Se sentía extraño sin la melena que lo había acompañado desde que era un adolescente, pero al igual que su esposa, su única prioridad era que tanto él como los suyos salieran con vida de todo eso, por esa razón se tragaba el orgullo y la enorme ira que estaba sintiendo en ese momento, no le quedaba más remedio que domar su temperamento impulsivo.

Posteriormente tanto hombres como mujeres fueron conducidos hasta otra área donde se encargaron de tomarles los nombres en una ficha...

—Joseph Eitan Eisenberg.

—Noah Shmuel Eisenberg.

—Benjamin Arath Eisenberg.

—Judith Eliette Eisenberg.

—Deborah Hefziba Eisenberg.

Luego de esto les asignaron un número que enseguida les tatuaron en uno de los brazos como signo de nueva y única identidad.

Noah y Benjamin miraron a su padre que se encogió de hombros.

—Nos quitan la ropa, el cabello y hasta el nombre —susurró Joseph con una sonrisa irónica y triste—. Es una manera más de deshumanizarnos. Para ellos no somos nadie, pero para Dios lo somos todo.

¡Yadah! —respondió Benjamin en un susurro, utilizando una palabra en hebreo para alabar y dar gracias a Dios por su misericordia.

Después los hicieron vestirse de prisa con un uniforme a rayas que llevaba una estrella de David en la pechera junto con el número que tenían tatuado en el brazo, y como calzado les proporcionaron unos suecos de madera. De ahí los condujeron hasta los barracones.

—Tienen que ser fuertes, hijos míos —les dijo Joseph cuando observaron el lugar donde dormirían los próximos días, meses o quizá años.

Los barracones de dormitorio eran edificaciones de madera con varias filas de literas en las que debían permanecer hacinados los prisioneros por las noches, y que tenía más bien apariencia de establo.

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En otra sección algunas filas de letrinas estaban dispuestas en el medio de la edificación.

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Benjamin miró el lugar con asco, tratando de acostumbrarse a la idea de que allí tendría que permanecer quien sabe hasta cuando. Allí dentro reverberaba un mal olor, pero no era tan fuerte como la pestilencia a carne quemada que flotaba en el aire del exterior, era casi insoportable. Los Eisenberg notaron enseguida la delgadez en los cuerpos de muchos de los prisioneros, a excepción de los que, como ellos, estaban llegando. De pronto, un Kapo se acercó para hacerles saber las reglas del lugar, así como los trabajos que les serían asignados según las necesidades del campo. Fue en ese momento cuando Noah reconoció a uno de sus amigos en él.

—¿Joshua Shurukhin? —preguntó el muchacho.

El Kapo en cambio no pudo reconocerlo sin su acostumbrada melena, así que el muchacho tuvo que identificarse.

—Noah Eisenberg —dijo con una sonrisa, contento de verlo.

No obstante el hombre no sonrió, solo asintió con la cabeza y le dio un vistazo también a Benjamin y a Joseph antes de hablar.

—¿Los capturaron a todos? —preguntó en un susurro.

Noah asintió antes de añadir:

—Mis padres, mi hermano, mis hijos y mi esposa —posteriormente tomó con fuerza la mano del Kapo ante la repentina idea de que él pudiera proporcionarle más información acerca de sus hijos y las mujeres.

—Nos separaron, Joshua, no sé dónde están mi madre y mi esposa.

—En los barracones de mujeres, seguramente.

—¿Y mis hijos?

—¿Qué edad tienen?

—Ocho años.

El hombre guardó silencio y adoptó un semblante mucho más oscuro.

—¿Qué sucede? —preguntó Joseph preocupado.

—Los niños normalmente no...

—Al llegar los separaron de nosotros, parecían muy interesados en los gemelos —explicó Benjamin.

—¿Son gemelos?

—Sí, se los llevó un doctor —dijo Noah.

—Ha de ser Mengele —respondió el Kapo—. Si son gemelos y él se los llevó, tal vez vivan un poco más que el resto.

—¿Un poco más? —preguntó Noah comenzando a impacientarse, tomando al hombre por las solapas del uniforme—. ¿Qué demonios quieres decir, Joshua?

—¡Suéltame, Noah! ¡Hazlo ahora mismo o no respondo! —amenazó el hombre elevando la fusta para azotarlo—. No tendré contemplaciones, aquí tendrás que respetarme, así que ¡Suéltame!

—¡Noah, ya basta! —dijo Benjamin tratando de contener a su hermano para resguardar su vida.

—¿Dónde están? ¡Dímelo! —insistió el muchacho desesperado, sin soltar al Kapo.

—Los niños no suelen durar mucho tiempo en este lugar, si es lo quieres saber.

—¡Hijo, por Dios ya basta! —suplicó Joseph con voz trémula al ver que se acercaban dos Kapos más.

—¡Suéltame! —volvió a exigir el hombre dándole un golpe con el fuete en las costillas a Noah.

La acción lo obligó a liberarlo de inmediato.

Enseguida los otros Kapos apoyaron a su compañero, lanzando a Noah contra el suelo para darle patadas mientras él se protegía la cabeza.

—¡Basta! —gritó Benjamin interviniendo mientras recibía un fuetazo también.

—¡Perdónenlo! ¡Perdónenlo! —suplicó Joseph.

El sonido fuerte y secó de un estallido calmó el tumulto y al girarse se dieron cuenta de que un guardia nazi sostenía una pistola que apuntaba al techo.

—¡Déjense de tanto alboroto! —gritó antes de salirse de nuevo del barracón.

Noah se incorporó del suelo, adolorido, pero sin mayores daños que un labio partido y varios magullones. Benjamin lo ayudó, sosteniéndose las costillas para tratar de aliviar el dolor del golpe que había recibido previamente.

—Escúchame, Noah... y ustedes también —anunció Joshua señalando con el índice de forma amenazadora a los Eisenberg—. Aquí ya no soy más su amigo, soy un Kapo —aclaró señalando la palabra que lo identificaba en la pechera de su uniforme—, así que tendrán que respetarme porque no somos iguales. Si no cumplen las normas, recibirán su merecido y créanme que es muy fácil terminar en las cámaras.

Ninguno de los Eisenberg sabía a lo que se refería, pero guardaron silencio, una vez más, tragándose el orgullo porque era la única manera de sobrevivir en ese maldito lugar. El guardia nazi que había salido del barracón, entró nuevamente a dar las instrucciones para los nuevos. A su lado estaba un Kapo que traducía al idioma polaco lo que el hombre decía.

—Al amanecer serán despertados con el sonido de un gong, y tendrán muy poco tiempo para lavarse y desayunar. Al segundo tañido del gong deberán salir y agruparse en la plaza para el recuento diario (pasaremos lista para comprobar su presencia de acuerdo al número que les fue asignado). De ahí marcharán a sus respectivos puestos de trabajo y de igual forma lo harán al regresar cuando serán contados nuevamente —a este punto sonrió con aire socarrón mientras le daba unos ligeros toquecitos a la ametralladora que tenía colgando del hombro—. Si falta uno solo, si intenta escapar, diez de ustedes pagarán las consecuencias. Es bueno que sepan que no hay forma de salir de aquí, o mejor dicho, sí... pues en Auschwitz los prisioneros entran por las puertas y salen por las chimeneas.

El hombre rió de su propio chiste y abandonó el lugar definitivamente.

—¿A qué se refería con eso de las chimeneas? —preguntó Benjamin.

Un hombre polaco que estaba a su lado pero que hablaba alemán a la perfección y que por su aspecto llevaba algún tiempo en el lugar, lo sacó de dudas.

—A los que están débiles, enfermos o simplemente a los que ellos les da la gana, los envían a las cámaras de gas, y de allí a los crematorios... ¿Sienten ese olor? ¡Son ellos desintegrándose al fuego! Nuestro familiares, amigos, vecinos, hijos...

—¡Basta por Dios! —dijo Noah con voz trémula, dejándose caer sentado en una de las literas, haciendo crujir la paja con la que estaba relleno el precario colchón.

—Tiene razón, ya basta... no gana nada con eso, amigo —dijo Benjamin haciéndole señas al hombre para que se marchara—. No le hagas caso, Noah, estoy seguro de que mamá, Judith y los niños están bien, al igual que nosotros.

—¿De verdad crees que estamos bien? —preguntó su hermano con la cabeza entre las manos—. Y honestamente no creo que a los Müller les vaya mejor.

Benjamin guardó silencio mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.

—Estamos vivos y eso cuenta... no nos dejaremos vencer y estoy seguro de que los Müller tampoco.

Al asignar los trabajos, Benjamin y Joseph fueron seleccionados para la labranza, pero Joshua, quizá en un intento por resarcirse con su ex amigo, quiso ofrecerle un empleo que a su parecer era mucho mejor que el de su padre y hermano.

—¡No! De ninguna manera seré un traidor ¡No vuelvas a ofrecerme tal cosa! —espetó indignado.

—No se trata de ser un traidor, Noah, ser un Kapo te ayudará a conservar tu vida y la de los tuyos. Si yo hubiese aceptado desde hace tiempo, tal vez Ruth no hubiese...

—¿Tu hermana murió? —preguntó Noah.

El hombre asintió antes de añadir.

—Ella y mamá... ¡Haz lo que te digo!

—No, me niego a tratar a mi pueblo en la forma en que tú lo haces. ¡No podría!

—Obtendrías beneficios, ni siquiera tendrías que quedarte en esta barraca, y además recibirías raciones extras de comida —luego bajó la voz en un susurró para añadir—: incluso podrías entrar en el burdel. Los nazis nos dejan para que rindamos mejor en nuestro trabajo...

—¡Cállate! —espetó Noah, apartándolo de un empujón—. ¿Acaso te has puesto a pensar en ellas? ¿Qué opinarías si fuese tu hija, hermana, prima o madre?

—Esas mujeres lo hacen voluntariamente por los beneficios.

—¡No me interesa! ¡No me atrae ese repugnante lugar!

—Puede ser pero de seguro te parecerá tentador recibir raciones extras de comida y agua, mantas para el invierno y...

—¡Dije que no! No me interesa comer más de lo que me corresponde, ni nada de eso. Solo quiero...

—Está bien, ahora lo rechazas porque acabas de llegar y todavía tendrás en el estómago algún vestigio de comida.

Al escuchar esto, Noah esbozó una sonrisa irónica.

—Pero toma en cuenta que ni siquiera has pasado la noche dentro de este pútrido lugar, ni has dormido junto con otras siete personas en ese espacio —dijo Joshua señalando las literas.

—Necesitan un par de Sonderkommandos y ya tengo uno —dijo uno de los Kapos con una libreta en la mano, luego le echó un vistazo a Noah y añadió—: ¿Éste ya tiene alguna tarea?

—No —respondió el hombre mientras Joshua se pasaba las manos por el rostro. Evidentemente no habría querido que Noah respondiera por él.

—Ahora ya la tienes —respondió el hombre después de apuntar en la libreta el número de prisionero de Noah.

—¿De qué se trata? ¿Qué tengo que hacer? —preguntó Noah.

—Mañana lo sabrás —contestó Joshua resignado—. No será una tarea agradable, te lo advierto, pero al menos no tendrás que lastimar a nadie.

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En el barracón de las mujeres, tanto Judith como Deborah habían sido seleccionadas para trabajar en las cocinas del campo. Ambas seguían aterradas, devastadas e invadidas por la incertidumbre de no saber qué ocurriría con ellas y con el resto de su familia, o con los Müller ¿Qué había sido de ellos? ¿Dónde estarían en esos momentos?

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Un par de días más tarde, llena de incertidumbre, Hanna llegó a Auschwitz acompañada de un par de oficiales que la seguían y guiaban. Estaba tremendamente impactada con la forma en que éstos la trataban porque, si bien no se deshacían en atenciones y hasta la miraban con recelo, no le gritaban ni le daban empujones, eso ya era mucho.

Dedrick por su parte estaba ansioso, tanto que ni siquiera había podido dormir en toda la noche, a sabiendas de que ella llegaría al mediodía aproximadamente. Al principio, cuando supo que los Müller eran unos traidores, sintió que explotaría por la ira que le provocaba el pensar que varias veces departió con ellos mientras éstos ocultaban judíos en su sótano, los imaginó cuidando de ellos, tratando de distraerlo para que no notara que había «algo raro»

Le habían visto la cada de imbécil, a él y desde luego al Reich ¡Maldita sea! Por esa razón Hanna se ponía tan nerviosa cuando la conversación tocaba el tema de los hebreos... por eso rechazaba sus insinuaciones e intentos de conquista, porque lo veía como a un enemigo. Su primer instinto fue de hacerla sufrir apenas la tuviera al alcance de la mano para hacerle pagar el agravio, pero conforme fueron pasando los días, sintió que su rabia mermaba y que ya no estaría tan seguro de cuál sería su reacción al tenerla frente a él nuevamente. ¡Eso sí! Ella debía entender una cosa, ahora iba a estar en su terreno, bajo sus reglas y desde luego, su dominio absoluto.

El despiadado Obersturmbannführer y comandante del campo se sentía estúpido al no poder controlar siquiera el temblor de sus manos a causa de la ansiedad que le generaba el saber que pronto la tendría cerca. ¿Por qué demonios le perturbaba tanto? ¿Por qué era tan fuerte esa atracción? Era tan solo una mujer... una traidora además.

El sonido de la campanilla del teléfono lo hizo sobresaltar en su despacho, y un vaso con agua se derramó sobre algunos papeles que estaba revisando...

—¡Seca eso! —ordenó con desdén a uno de sus subordinados que se apresuró a buscar un trapo mientras él tomaba el auricular del teléfono—. ¿Sí? —al escuchar la voz al otro lado de la línea no pudo evitar esbozar una sonrisa de satisfacción—. ¡De acuerdo, llévenla a mi casa! Ahora estoy en Bikenau pero llegaré enseguida.

Mientras caminaba por el lugar, Hanna no pudo evitar sentirse agobiada por las cercas de alambre de púas, y al ver a los prisioneros trabajando en diversas tareas mientras les gritaban, tratándolos como si fueran escoria, aún y cuando los verdugos parecían ser prisioneros también.

No pudo evitar pensar una vez más en los Eisenberg, sobre todo en Benjamin... ¿Estaría en un lugar así, siendo tratado de aquella manera? ¿Estarían allí mismo, dentro de ese campo? ¡Y sus padres, Franz y Angelika! ¡Por Dios que no quería dejarlos en Berlín! ¿Estarían bien?... ¿Volvería a verlos en algún momento? —se dijo mientras algunas lágrimas comenzaban a salir de sus ojos. Estaba asustada, sí, pero sobre todo furiosa con ese maldito sistema que los obligaba a pensar que unos eran superiores a otros y que unos simples mortales tenían derecho sobre la vida de los demás. ¡Maldito Schneider! Ella estaba segura de que había sido él quien ordenó llevarla a ese horrible lugar, Auschwitz, el complejo de campos de concentración y exterminio que dirigía.

Fue conducida hasta una casa con aspecto lúgubre y tan deprimente como el resto del campo.

Allí, frente a la puerta estaba una hermosísima mujer vestida con uniforme, por lo que Hanna supuso que se trataba de una guardiana, y a juzgar por la autoridad que imponía, no debía ser cualquiera.

—Bienvenida a tu nuevo hogar —le dijo la mujer a modo de saludo con una sonrisa, aunque la recién llegada no pasó por alto el hecho de que la mujer se daba ligeros golpecitos en la palma de la mano izquierda con el fuete, quizá a modo de amedrentamiento. ¿Era eso lo que le esperaba? ¿Otra golpiza como la que había recibido en ese lugar llamado La Planta?

La muchacha no respondió, pero tampoco bajó la mirada, allí no estaba en compañía de sus padres, así que no debía temer que la furia se fuera contra ellos, no se dejaría intimidar por nadie. Lo único que agradecía de que finalmente los hubiesen descubierto era que ya no tenía que fingir ni esconder su forma de pensar.

—La verdad es que en persona eres todavía más bonita que en el retrato —añadió la guardiana mientras intentaba acariciarle el rostro, pero ella no se lo permitió, echándose hacia atrás para evitar el contacto. Además, a pesar de la halagadora afirmación, la mujer tenía cierto aire de reproche en el tono de su voz que no le dio buena espina a Hanna.

—¿Qué retrato? —se aventuró a preguntar, completamente intrigada.

—El que guarda con tanto celo el que a partir de ahora será tu dueño —respondió la mujer ecogiéndose de hombros con una sonrisa maléfica.

—¡Yo no tengo dueño y jamás lo voy a tener! —exclamó Hanna con ímpetu.

—¡Retírate, Selma! —ordenó Schneider, llegando en ese momento.

Estaba detrás de Hanna y no le quitaba la mirada de encima.

Al oír su voz, ella cerró los ojos e inspiró profundamente para tratar de llenarse de paciencia, aferrando más contra sí la maceta con las rosas que llevaba además de su equipaje.

—¡Como digas, Herr Kommandant! —dijo la guardiana elevando el brazo en el aire para realizar el popular saludo nazi—. Allí te dejo con tu amada traidora. Yo por mi parte iré a divertirme un poco, quiero decir, a trabajar.

Aunque no quería demostrarlo, Dedrick se sentía morir de emoción, al fin la tenía consigo y esta vez las evasivas no le servirían de nada.

Ambos observaron a Selma Wagner perderse en la distancia. Después él tomó la maleta que Hanna había dejado en el piso junto a ella.

—¡Entra! —ordenó con voz firme, pero sin llegar a ser demasiado autoritaria.

Hanna no obedeció, se quedó allí parada, mirando las rosas de la maceta, sin siquiera girarse para encararlo. ¡Lo odiaba ahora más que nunca! ¡Odiaba su voz y ese perfume de sándalo!

Entonces sintió un apretón fuerte en su brazo derecho que la obligó a girarse con violencia y se encontró con el rostro anguloso y los ojos grises del Obersturmbannführer, que la miraban con una expresión curiosa, debatiéndose entre la ira y la emoción por verla.

El hombre no dijo nada, solo avanzó con ella tomada del brazo hasta la puerta de la casa, y una vez que giró el pomo empujó a la muchacha para hacerla entrar. Puso la maleta a un lado y le quitó la maceta con las flores para ponerla sobre una mesita. Ella siguió cada movimiento del hombre sin decir una sola palabra, lo miraba con frialdad, una mirada que se calaba hondo en el corazón del militar sin saber porqué, pues nunca antes alguien lo había afectado de esa manera, pero lo que más le impactó fue ver su labio partido como evidencia del maltrato al que había sido sometida...

—¿Quién hizo esto? —preguntó Dedrick, tomándola de la barbilla para poder examinarla mejor.

—Las esbirras del Reich... supongo que estarás feliz, ¿no es así? —respondió ella apartando el rostro del alcance del hombre en un movimiento rápido.

—Ciertamente lo merecías por traidora pero no, no estoy feliz en lo absoluto —respondió Dedrick, muy serio.

Hubo un breve silencio entre ambos mientras el Kommandant le escrutaba el rostro y la miraba con tanta intensidad que la hizo ruborizar y bajar la mirada para evitarlo. Sin embargo él volvió a hablar unos segundos después...

—Necesito saber si tú... si no sabías que esos malnacidos estaban ahí, infectando tu sótano. Es lo que le diré a los demás y con ese argumento incluso podré salvar a tus padres de la ratonera donde están pero... necesito saber si de verdad tú...

—¡Sí! Lo sabía y te juro por Dios que no me arrepiento. ¡Los escondimos con gusto y lo volveríamos a hacer mil veces!... ¡Ahhh! —exclamó la mujer en un grito ahogado cuando sintió de nuevo la certera mano de Schneider, esta vez ciñendo su cuello.

—¡Cállate! ¡No digas una sola palabra más! —gritó él ejerciendo presión. Sin embargo, el ver el rostro agónico de Hanna fue como un impulso que lo obligó a liberarla enseguida—. ¿No te das cuenta de la aberración que estás diciendo? ¡Son judíos! ¡Son escoria!

—¡Son personas como tú y como yo!

Aquella afirmación había sido mucho más de lo que él pudo soportar, así que terminó empujándola. Ella perdió el equilibrio y cayó al piso.

—Debería... —espetó él deteniendo enseguida el impulso de abofetearla. ¡Maldita sea! ¿Por qué no podía hacerlo? Haber visto su rostro magullado previamente le causó una extraña sensación que no había experimentado antes...

—¿No me importa! —gritó la mujer—. ¡Golpéame! Al menos ahora te estás mostrando tal cuál eres.

—¡Tú también! —espetó él señalándola con el índice mientras le dedicaba una mirada que denotaba cólera—, ¡Tú y tus padres! Todo el tiempo fingiendo fidelidad al Reich, llenando con esvásticas el restaurante y hasta su propia casa, la misma donde resguardaban a esos cerdos. ¡Malnacidas bestias que no merecen respirar el mismo aire que nosotros, los de la raza superior!.. ¡Dame sus nombres! ¡Necesito saber quiénes son para darles su merecido!

Hanna guardó silencio por un momento... Él le pedía sus nombres y eso solo podía significar dos cosas: que probablemente habían sido enviados allí y que aún estaban con vida.

—¡Contéstame! —gritó de nuevo el hombre, perdiendo la paciencia, sacando su revolver del cinto para apuntarla justo en la cabeza...

Debería matarla, acabar con ella de una vez y con su soberbia. No podía creer que fuese tan altiva, aun y en esas condiciones de vulnerabilidad.

—¡Nunca! —espetó ella con seguridad—. ¡Mátame! ¡No me importa!

Era valiente, sí y eso solo exacerbaba la atracción que Schneider sentía por ella, además, para ser honesto consigo mismo no pensaba matarla, no podría ni quería hacerlo, así que recurrió a otra estrategia. Se guardó de nuevo el arma en el cinto y se agachó a la altura de Hanna que continuaba en el piso... Ella lo miró con odio.

—Supuse que no temerías por tu vida pero... ¿qué tal la de tus padres? Todavía no lo entiendes, ¿verdad, Hanna? Así como pude sacarte de ese lugar, tengo el poder de sacar a tus padres o... de acelerar su cruel destino, el cual no se ha cumplido por ¡Ya sabes! «trámites burocráticos» —al pronunciar esta última frase, Schneider emuló un par de comillas con los dedos.

—¡Eres un cretino! ¡No te atrevas!

—Ya sabes, tú decidirás si tus padres viven o mueren... —respondió Dedrick. Luego se levantó, caminó hasta el teléfono y tomó el auricular—. Una sola llamada y...

—¡Espera! —exclamó Hanna irguiéndose también—. ¡Te lo diré!

Schneider sonrió complacido, no solo tenía a Hanna, sino que además estaba a punto de obtener los nombres que le servirían para identificar y posteriormente aniquilar a esos judíos, que de seguro le habían infectado la mente con sus ideas absurdas de igualdad.

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