La Rosa de Auschwitz (La visita del líder a Ragweed)

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(Imagen diseñada por mi en Canva)

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Aquella mañana después de la boda, Hanna despertó feliz sobre el pecho de Benjamin, ahora devenido en su marido, él todavía dormía plácidamente y ella se dedicó a contemplarlo en silencio mientras recorría sus facciones con el dedo índice.

Era tan guapo, pero su mayor atractivo sin lugar a dudas, radicaba en su corazón y en esa alma tan noble que poseía... siempre cultivando rosas, escribiendo poemas o novelas de amor y soñando con publicarlos algún día.

Cuando la guerra pase.... cuando todo el horror acabe.

Esas eran las frases más usadas porque a pesar de todo, la gente guardaba esperanzas, a pesar del hambre que muchos pasaban, a pesar del miedo, del ruido de metrallas y la constante amenaza de bombardeo de los enemigos de Alemania.

Hanna se estremeció de horror al recordar la escena de la iglesia, e incluso se sobresaltó cuando a su mente, por alguna razón, le llegó la imagen de Benjamin siendo atravesado por una bala. ¡No podría soportarlo! No podría soportar la sola idea de que lastimaran a cualquier miembro de su familia.

La mujer se levantó de la cama, ahora contemplando la alianza de bodas que su marido le había puesto arriba del anillo de compromiso. Ambos eran un tesoro para ella y por alguna razón se imaginó a sí misma rodeada de nietos mientras les contaba cómo se habían casado Benjamin y ella en el sótano de la casa... pero ¿de verdad había un futuro para ellos más allá de la guerra y sus desmanes? ¿Cómo acabaría todo? ¿Qué sucedería si los aliados lograban debilitar al Reich?... Algo en su corazón le indicaba que de cualquier manera la situación no auguraba un futuro prometedor, al menos no un futuro cercano, de cualquier manera trataría de disfrutar cuanto pudiera de la felicidad que la vida le prodigaba, y más adelante ya verían qué hacer.

—¡Buenos días, hermosa! —saludó Benjamin, sacándola de su ensimismamiento—. Es maravilloso despertar aquí, contigo.

—Me encantaría que así fuese todos los días, Ben, no soporto que ustedes tengan que estar recluidos por tanto tiempo ¡Ya son años!

—Afortunadamente el hecho de poder subir de vez en cuando lo recompensa, sobre todo ahora —respondió el muchacho abriendo los brazos para que ella se refugiara.

—No debería odiar a nadie, pero a veces siento que odio a ese Liebehenschel y a su esposa, si no fuese por ellos y pues... por todos los «amigos» nazis de papá, tú y yo podríamos despertar así todos los días —dijo Hanna apesadumbrada.

En ese momento se escuchó el timbre de la puerta principal y ambos esposos se sobresaltaron.

—¡Cielos! —exclamó Benjamin.

Los dos se levantaron abruptamente, Hanna se puso la bata encima del camisón, salió de la habitación y bajó con cautela las escaleras. Su madre estaba en el vestíbulo con la puerta abierta mientras hablaba con alguien, aunque no duró mucho tiempo pues enseguida cerró la puerta, entonces Hanna notó que su madre llevaba en la mano una caja con botellas de leche.

—Solo era el lechero —respondió Angelika, visiblemente aliviada—. ¿Ben ya despertó?

—Sí, va a bajar al sótano dentro de unos minutos.

—Dile que antes tome su primer desayuno como hombre casado —respondió su madre riendo mientras se dirigía a la cocina.

Hanna sonrió y regresó a su habitación entretanto sonaba un nuevo timbre, pero en esta ocasión se trataba del teléfono.

Minutos después la nueva pareja de casados tomó asiento frente a la mesa en compañía de Angelika y el resto de los Eisenberg que habían subido para «estirar las piernas». Franz hablaba por teléfono todavía, pero se reunió con ellos al poco tiempo, su semblante no era el mejor, así que su expresión preocupada no tardó en contagiar a los demás.

—¿Quién era, papá? —preguntó Hanna con nerviosismo.

—Schneider —respondió el hombre con amargura—. Está de nuevo en Berlín.

—¡Maldición!

—¡Noah! —lo reprendió su madre.

—¿Qué quiere ahora? —preguntó Hanna con voz cansina, tratando de resistirse ante el sentimiento de desasosiego que comenzaba a invadirla poco a poco.

—No me digas que pretende regresar a esta casa para cenar de nuevo —dijo Angelika dejando de cortar el pan.

Su marido negó con la cabeza.

—Pretende reservar Ragweed mañana, para él, sus padres y algunos amigos entre los cuales estamos nosotros, quiere que estemos presentes, es para celebrar su nuevo nombramiento y... su ascenso.

—¿Fue ascendido una vez más? —preguntó Hanna, levantándose del asiento con aire malhumorado.

—Así es, ahora porta las insignias de Obersturmbannführer pero eso no es lo peor...

—¿Hay más? —preguntó Joseph abrumado.

—Sí, Himmler lo nombró nada más y nada menos que nuevo comandante de un complejo de campos de concentración en el oeste de Cracovia, se llama Auschwitz.

—Semejante monstruo con tanto poder —comentó Hanna mientras negaba con la cabeza—. Comandante de un campo de concentración, como si no hubiese hecho el daño suficiente en los que ha estado...

—Y no de cualquiera... Según me dijo, Auschwitz es bastante grande —respondió Franz.

—¡No vayas a esa celebración, Hanna! —intervino Benjamin con un semblante hosco.

—Es que no pretendo ir, cielo.

—Estamos invitados... soy el dueño del restaurante.

—Entonces ve tú, papá, pero yo no pienso volver a ver a ese monstruo jamás.

—¿Y qué?... ¿Acaso nos pasaremos la vida entera sonriendo para él y tratando de congraciarlo?

—Podría enfadarse —masculló Angelika.

—¿Y qué? —repitió su hija—. Ya se le pasará el enojo.

—Si se niegan a esa simple invitación suya, podría tomarlo como un serio desplante, no a su persona, sino al Reich... Es un hombre muy poderoso ahora —intervino Joseph con sensatez.

—No quiero pasar el resto de mi vida al servicio de los Nazis, pero... creo que lamentablemente Joseph tiene razón —dijo Franz—. No me queda más remedio que cumplir el mismo rol que la vez anterior en la primera guerra, cocinar para el regimiento, solo que ahora lo hago desde mi propio negocio.

—No es justo —se quejó Benjamin.

—Nada lo es últimamente, hermano —dijo Noah.

—Ya no tengo hambre —dijo Hanna.

—No debemos permitir que ese hombre nos arruine el primer desayuno que tenemos como una sola familia, ¿de acuerdo?

—Pero, mamá...

—Hanna, no tenemos más remedio que asistir a esa invitación, pero no dejaremos que nos afecte —resolvió Franz.

—Además, después viajará a Polonia y posiblemente no vuelvas a verlo en un par de años más —añadió Judith tratando de ayudar.

—Campo de concentración... ¿Por qué no lo asesinó algún bolchevique de esos en el frente de batalla? —dijo Noah.

—¿Qué es un campo de concentración? —preguntó Jared con curiosidad.

—¿Qué es un bolchevique? —preguntó Joshua contrariado.

—No tiene importancia, ahora vamos a desayunar en paz —respondió Deborah mientras le untaba mantequilla a su pan.

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La noche siguiente, Dedrick se miraba con orgullo en el espejo de cuerpo entero después de que Kerstin Schneider, su madre, le ajustara las nuevas insignias en el cuello de su uniforme.

—Te ves regio como tu padre en sus mejores tiempos.

—Papá seguiría siendo un gran militar, si no hubiese quedado lisiado en la guerra anterior—respondió el hombre, después de un asentimiento—. Igual que Dereck...

—Él estaría tan orgulloso si te viera —dijo Kerstin con la voz quebrada.

—No llores, mamá, esta noche es para celebrar. Te presentaré a los Müller, dueños del restaurante, en especial a Hanna Müller.

—¿La muchacha de la que me hablaste en tus cartas?

—Sí, mi futura esposa —afirmó con una ligera sonrisa de suficiencia.

—Entonces ¿ya hablaste con ella sobre eso? —preguntó la madre con emoción.

—Esta noche es ideal —respondió él, girándose con altivez, enarcando una ceja y elevando el mentón.

—¿Aceptará ella vivir en Polonia, lejos de su familia? Recuerda que la llevarías a un horrible lugar, no creo que le agraden esos campos llenos de prisioneros indeseables.

—Madre, las casas de los comandantes de los campos están acondicionadas con lo mejor, no tendría por qué salir de ahí, porque en las afueras nada le parecerá interesante. Ella es una mujer culta, una maestra, así que me aseguraré de dotar con muchos libros nuestro hogar.

—Ya quiero conocerla.

—Solo no vayas a cometer una imprudencia, todavía no le he hablado de mis intenciones.

—Pues no deberías perder más tiempo, necesitas una esposa, Dedrick.

—¡Ya vámonos! —gritó el general Schneider desde la planta baja.

—¡Ya vamos, Blaz! —gritó de vuelta su esposa—. Será mejor que nos demos prisa, ya sabes cómo se pone tu padre cuando está impaciente, siempre obsesionado con la puntualidad.

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Los Müller ya se encontraban en el restaurante coordinando todo. Los estandartes escarlata, el escudo del Reich, y hasta el retrato del Führer parecían relucir más que de costumbre mientras los meseros se paseaban por entre los invitados que, a decir verdad, no eran demasiados (solo unos cuantos amigos de Dedrick acompañados de sus familias. Afuera había varios autos estacionados, y en el escenario del segundo salón del restaurante, se encontraba una banda amenizando el ambiente mientras varias parejas bailaban en la pista.

—Quiero irme de aquí, mamá —se quejó Hanna mientras estaban en la cocina—. ¿Ese hombre no podía celebrar en otro lugar?

—¿Qué podemos hacer, Hanni?

A través de la ventana rectangular de la cocina, Hanna tenía un panorama de todo el salón y de las parejas que bailaban a lo lejos. El lugar estaba lleno de uniformados que lucían con orgullo sus condecoraciones. Junto a ellos estaban sus madres, esposas e hijos, ajenos tal vez a las atrocidades que sus seres queridos cometían en nombre de una especie de semidiós humano al que adoraban incluso sin haberlo visto de cerca. Ella daría lo que fuera por estar en el sótano de su casa junto a Benjamin y no ahí, a la espera del agasajado de la noche que poco y nada le importaba.

—Hansel, lleva esa bandeja de canapés allá al fondo, por favor —solicitó Franz después de consultar la hora en su reloj de pulsera—, y ten listo los aperitivos porque el capitán... el coronel Schneider no debe tardar en llegar.

—Así será, chef.

Como todos los demás, los Müller estaban elegantemente ataviados y al salir de la cocina vieron a Liebehenschel y a su esposa que los saludaron con la mano, alentándolos a acercarse.

Ni Hanna, ni sus padres imaginaron jamás que llegarían a sentirse tan invadidos como en ese momento, donde las esvásticas y escudos del Reich reinaban por doquier.

—Buena fiesta, ¿eh Franz? ¡Cómo estás, Angelika! ¡Hanna!

Todos respondieron con falsas sonrisas y asentimientos.

—¡Es la mejor champagne que he probado! —comentó la esposa de Liebehenschel.

—Estás en Ragweed, Erika, aquí no hay cabida para la mediocridad —respondió su marido—, y bueno, pues supongo que nuestro anfitrión querría lo mejor para su celebración... ¡Ah! Hablando del rey de Roma... ¡Ahí llega el nuevo Obersturmbannführer y además comandante de Auschwitz, Dedrick Schneider! —anunció Liebehenschel con voz de fanfarria mientras la banda dejaba de tocar.

—Alphonse, ¡Pero si es casi un niño! —dijo su esposa en tono de sorpresa.

—Pues verás, no te confundas por su apariencia, querida. Ahí donde lo ves, Schneider tiene unos treinta y dos años, y posee experiencia suficiente en el manejo de prisioneros, pero eso sí, no creo que esa experiencia baste para regentar un campo de ese calibre.

Dedrick y sus padres se fueron abriendo camino entre los invitados en medio de palmadas de afecto.

—¡Mil felicidades, Dedrick! —exclamó uno de los invitados—. Sabía que llegarías lejos.

—¡General Schneider! —saludó otro uniformado, mientras hacía la típica seña—. Es un honor tenerlo entre nosotros, debería sentirse orgulloso de su hijo.

—Lo estoy —respondió el hombre mientras una criada empujaba su silla de ruedas.

—¡Felicidades! —exclamaron los Müller una vez que los Schneider se les unieron.

—Muchas gracias, ha pasado tanto tiempo desde la última vez que nos vimos —respondió Dedrick y luego añadió—: Permítanme presentarlos, ellos son mis padres, el general Blaz Schneider y mi madre, Kerstin Schneider. Estos son Franz, Angelika y Hanna Müller.

—Es un placer conocerlos —respondió Franz.

—El placer es nuestro —dijo el general Schneider.

—Por favor, si gustan pueden pasar a su mesa. ¡Es por aquí! —indicó Franz.

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La banda volvió a tocar mientras el chef y dueño del restaurante ordenaba a sus meseros servir el banquete.

Hanna volvió a sentirse incómoda ante la insistente mirada de Dedrick sobre ella, sin embargo en esta ocasión, fue lo suficientemente cuidadosa como para quitarse los anillos antes de asistir a la fiesta (aunque muy a su pesar) pero no quería incómodas preguntas al respecto.

Después del banquete, el cual transcurrió en medio de un derroche de elogios de parte de los Schneider para con su hijo, éste se levantó del asiento y se dirigió hacia la banda que comenzó a tocar un tema a pedido, posteriormente regresó hasta la mesa para abordar a Hanna.

—¿Me concederías el honor de bailar contigo? —preguntó luciendo una de sus atípicas sonrisas.

Ella suspiró con resignación y se levantó del asiento para acompañarlo.

Era una melodía suave y elegante que le permitía estrecharla un poco más. Dedrick se sentía en las nubes al poder tenerla entre sus brazos por primera vez. Hanna en cambio no dejaba de suplicar mentalmente para que se detuviera la música, quería salir de ahí, alejarse de Schneider y de todos esos oficiales nazis.

—Obtuve un nuevo ascenso —comentó Schneider susurrando en su oído mientras giraban en la pista—. Y no sé si estás al tanto de que también me fue conferido el cargo de comandante de Auschwitz, un complejo de campos de concentración en Polonia.

—Mil felicidades, teniente... quiero decir, Herr kommandant.

—No, Hanna ¿por qué insistes en ser tan formal conmigo? —preguntó Dedrick, separándose de ella para poder mirarla a los ojos.

—No quiero pecar de confianzuda, como ya sabe, en casa somos muy formales y respetamos a los militares que con tanto fervor sirven a nuestro país.

Dedrick dejó escapar una carcajada escueta mientras le tomaba la barbilla con una mano y le pasaba el otro brazo por la cintura para invitarla a abandonar la pista y caminar junto a él hacia una zona más discreta, donde las otras parejas que bailaban no los molestaran. Hanna comenzó a sentirse más incómoda pero no lo demostró, no quería hacerlo. Miró hacia atrás y observó que sus padres se encontraban inmersos en una conversación con el general Schneider. La señora se encontraba unas mesas más allá, conversando con la esposa de Liebehenschel.

—¡Vamos, Hanna! Sé perfectamente qué clase de persona son ustedes.

—¿A qué se refiere? —preguntó ella un tanto nerviosa.

—A su naturaleza formal y respetuosa, se nota que los Müller son muy bien portados, pero eso no tiene nada que ver con la confianza —dijo Dedrick mientras tomaba un par de copas que un mesero les ofrecía—. Quiero acercarme a tu familia, y en especial a ti...

Hanna sabía que había llegado el momento de enfrentarlo, que faltaba poco para su declaración formal, de modo que empezó a prepararse mentalmente. Él intentó tomar su mano cuando llegaron afuera, a la fachada del restaurante, pero ella no pudo evitar rechazarlo.

—Pero... no me lo permites —continuó Schneider con voz apagada al ver como la muchacha deslizaba las manos fuera de las de él—. Bien, sé que no te agrado del todo y estoy seguro de que tiene mucho que ver con la primera impresión que tuviste de mí cuando nos conocimos. Comprendo que seas una muchacha sensible, noble y que rechaces la violencia, pero estamos en guerra, y cuando se trata de defender nuestra nación en todos los sentidos...

—Por favor, Herr Schneider, no me agrada hablar de la guerra y todo lo que tiene que ver con ella —respondió la muchacha después de darle un sorbo a su copa.

Dedrick colocó la suya en el piso para tomar el rostro de Hanna entre sus manos antes de mirarla directamente a los ojos.

—Ésta es nuestra realidad, pero todo esto pasará ¡Lo prometo! Nuestro Reich es muy sólido, tanto que tuvieron que aliarse varios países para intentar vulnerarlo, pero no lo conseguirán, así que estarás segura, sin embargo tienes razón, hoy no es un día para hablar de guerra, sino de algo más agradable —concluyó bajando el tono de su voz mientras avanzaba.

Hanna retrocedió conforme él se acercaba hasta que finalmente chocó contra una pared. Él sonrió satisfecho.

—No soy tonto y sé perfectamente que no te agrado —dijo—, pero eso puede cambiar —dijo volviendo a tomar su barbilla para evitar que ella rehuyera su mirada, pero Hanna pensaba enfrentarlo de una vez por todas—. Casi no respondiste mis cartas, has sido demasiado fría conmigo. Voy a hablarte de frente... a estas alturas ya debes saber que me interesas mucho, no he podido sacarte de mi cabeza desde la primera vez que te vi, sueño contigo, pienso en ti a cada instante y lo único que lamento de mi profesión, es que me mantiene lejos de ti... ¡Me gustas tanto, Hanna!

Él intentó besarla, pero ella lo esquivó a pesar de tener el rostro preso entre sus manos, fue un movimiento tan rápido impulsado por sus reflejos, que a Schneider no le dio tiempo de ejercer la fuerza necesaria para retenerla, además de que no quería asustarla y terminar la fiesta en un gran escándalo.

¡Debía irse con más cuidado! Amaba a Hanna, deseaba tenerla consigo y estaba plenamente consciente de que solo le bastaba con su poder para llevársela, pero Dedrick, ambicioso, quería mucho más que su simple presencia, ansiaba doblegar su voluntad, conquistarla y hacer que lo amara tanto que no pensara en nada ni nadie más que él, quería que ella lo mirara como Fräulein Braun miraba al Führer, pero parecía que Carl, su amigo, tenía razón en lo que afirmó una vez... Era más fácil conquistar una nación (a pesar de la fuerza de su ejército) que conquistar el corazón de Hanna. Tal vez debía dejar de pensar como militar y comenzar a pensar como hombre, como ser humano...

—Por favor, déjeme, Herr Schneider —dijo Hanna con voz firme.

—¿Acaso hay alguien más en tu vida que me impide llegar a ti? —tanteó Dedrick.

—No, recuerde que ya se lo dije en la cena, es solo que no deseo comprometerme con nadie, al menos no por ahora.

—Voy a insistir, Hanna, quiero que lo sepas —respondió Schneider tomándola por la muñeca al ver que ella intentaba marcharse.

Esta vez su agarre fue un poco más enérgico al igual que sus palabras. No había nacido para el fracaso, sino para la conquista en todos los sentidos de esa palabra, cuando ansiaba algo, no descansaba hasta tenerlo.

—Usted ya sabe la respuesta.

—No creas que soy una mala persona —respondió Dedrick sin soltarla, pero suavizando el tono de su voz—. Solo cumplo con mi deber. Sé que eres delicada, sensible y juro que eso me gusta tanto —añadió mientras acariciaba el rostro de Hanna—, pero quiero que sepas que nunca haría algo contra ti ni los tuyos, o contra cualquiera como nosotros, mi ira solo se desata contra los que amenazan la solidez de nuestro Reich, nuestra soberanía. Hanna, solo quiero proteger a mi nación de los que son indignos de ella, de los que no la merecen, es decir, los aliados que quieren invadirnos, los miserables gitanos, los pútridos judíos...

—¡Solo quiero que todo esto acabe pronto! —espetó Hanna sin poder contenerse.

—Pronto acabará, estoy seguro y juntos podremos vivir en paz. Esta vez ganaremos la guerra —dijo tomándola entre sus brazos para abrazarla. Hanna lo permitió para no armar escándalo, pero lo único que deseaba era salir de allí lo más rápido posible—. Entonces podré venir por ti y estaremos juntos.

—No me siento bien, quiero regresar a la mesa.

—¡Oh sí! Debe ser el vino ya que no estás acostumbrada —dijo él mientras la conducía de vuelta y posteriormente añadió—: Tengo algunos días antes de ir a Polonia a ocupar mi nuevo puesto, así que podré ir a visitarte más a menudo en tu casa.

Ella asintió aunque un escalofrío le recorrió la espina dorsal, odiaba cada vez que los Liebehenschel visitaban la casa, pero la presencia de Dedrick Schneider era todavía peor. ¡Dios! ¿Por qué no desistía de una vez por todas?

Al llegar a la mesa notaron que los Liebehenschel acompañaban a los señores Müller y los Schneider.

—¡Vaya pero si llegaron los tortolitos! —exclamó la imprudente esposa del coronel Liebehenschel.

—¡Vamos, Erika! Así solo incomodarás a nuestros amigos —respondió su esposo mientras reía, no obstante, él era tan o más imprudente que ella.

—Al fin estás en tu amada Berlín, Dedrick. Cada vez que yo visitaba Treblinka, encontraba a nuestro querido muchacho pensando en tu hija, Franz.

—¿Qué tonterías dices, Liebehenschel —espetó Dedrick molesto.

—¡Vamos, Dedrick, para nadie es un secreto que estás loco por la hermosa Hanna —respondió su colega, alentado por el vino—, siempre que venías a Ragweed preguntabas por ella, y pues no es ningún secreto que...

—Tiene buenos gustos, eso sí —aprobó el padre de Dedrick, haciendo sentir a Hanna todavía más incómoda.

—Es solo un malentendido, coronel —intentó aclarar la muchacha, pero su explicación quedó en el aire cuando de pronto la música se detuvo abruptamente, y tras el breve silencio se escuchó un rumor de voces, cuchicheos y exclamaciones de sorpresa.

Por un momento hubo algo de confusión hasta que alguien gritó.

—¡Es el Führer!

—¿Qué? —preguntó Hanna sin poder evitarlo.

Franz y Angelika se miraron mutuamente con expresiones de sorpresa.

—Sí, es el Führer, viene con Himmler y también con su amiguita Eva —expresó Liebehenschel.

—Nunca pensé que fuese a venir —musitó Dedrick con asombro, con la mirada puesta en el líder que se abría paso entre la gente que lo vitoreaba y agasajaba con el saludo característico.

—¿Lo invitaste? —preguntó Blaz Schneider a su hijo.

Él asintió.

—Invité a Herr Himmler y extendí la invitación hasta el Führer, pero jamás pensé que vendría.

Hitler se paseaba campante entre los invitados con aire de suficiencia, agradeciendo los saludos con una cabezada. Hanna se fijó en sus fríos ojos que no denotaban expresión alguna. No podía creer que ese hombre despreciable estuviese en el restaurante de su familia. Dedrick en cambio lo observaba con una mezcla entre admiración y envidia. Eva, su compañera, sonreía mientras lo tomaba del brazo, siempre la había visto así.

Cuando el Führer llegó a la mesa, los que pudieron se levantaron, y al unísono elevaron el brazo derecho mientras exclamaban:

¡Heil Hitler!

El general Blaz Schneider saludó desde su silla de ruedas. Como siempre, Hanna y sus padres se sintieron invadidos por el asco, pero ahora menos que nunca podían demostrarlo.

—Aquí estamos, Schneider, tomé en cuenta tu cordial invitación, así que les pedí a Adolf y a Eva que me acompañaran —expresó Himmler.

—Yo estaba muy aburrida, así que convencí a Adolf —respondió Eva con gran emoción—. Casi no salimos de ese lugar.

—Es un gran honor, Herr —dijo Dedrick estrechando la mano del líder.

—He recibido muy buenas referencias suyas —siguió Himmler mientras tomaba asiento seguido de los demás—, por lo tanto decidí otorgarle el mando de Auschwitz.

—Un cargo bastante importante —manifestó el Führer.

—Estoy más que cualificado, señor.

—Me gusta tu actitud —aprobó el hombre con una cabezada, sin más expresiones.

—¡Oye, Adolf! Estos son Franz Müller, su esposa Angelika y su hija Hanna, los dueños de este lugar que tanto te he mencionado —dijo Himmler.

—Un gran honor recibirlo —respondió Franz, todavía tratando de salir de su asombro. Hanna y Angelika esbozaron sendas sonrisas forzadas.

—Todo Berlín habla de este lugar, se ha vuelto muy popular —dijo Eva sonriendo como tonta—. ¿Pero qué pasó con la música?

El Führer hizo una seña con la mano que fue interpretada enseguida por uno de los muchos oficiales que lo acompañaba, así que de inmediato dio la orden a la banda para que continuara con su interpretación.

—He venido solo en algunas ocasiones, pero las suficientes para darme cuenta de que es un muy buen lugar. Yo mismo se lo sugerí a Schneider para que viniera a celebrar —comentó Himmler.

—El banquete ya fue servido pero mandaré a servir para ustedes —dijo Franz.

—Te acompañaré, papá —añadió Hanna, como siempre por acto reflejo de querer huir. Angelika sonrió con resignación.

—Muchas gracias —respondieron los nuevos invitados.

Dedrick no podía creer en su buena suerte, si bien había sido tajantemente rechazado por Hanna Müller en sus pretensiones, él no pensaba renunciar a ella y le demostraría (en el poco tiempo que tenía para estar con ella antes de ir a ocupar su puesto en Polonia) que podía llegar a su corazón, además, por otra parte estaba el hecho de que allí, sentado en su mesa y celebrando su nombramiento, se encontraba nada más y nada menos que el mismísimo líder del tercer Reich. Su presencia no solo le daba importancia y solemnidad al evento, sino que además marcaría su carrera y lo volvería aún más importante.

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