La Rosa de Auschwitz (Dedrick se hace más fuerte Parte II)

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(Imagen diseñada por mi en Canva)

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El tiempo fue pasando y entre los espasmos de la guerra, las hostilidades y el odio que la nación se iba ganando a nivel mundial, la situación se volvió todavía peor para la población judía, ya que a finales de 1941, conjuntamente con la orden de usar la nueva Maguen David (estrella de David) amarilla que debían llevar cosida en el lado izquierdo de sus ropas a modo de identificación inmediata, comenzaron oficialmente las deportaciones de judíos desde Alemania hasta los guetos de Lodz, Varsovia, Minsk, Kovno y Riga.

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Era lamentable ver como se llevaban a familias enteras en medio de súplicas que no eran escuchadas.

En una ocasión, cuando Hanna y su madre andaban de compras por la ciudad, observaron con mucha pena y una terrible sensación de impotencia, como subían en camiones a varias familias de Judíos ortodoxos mientras que un grupo de soldados, con cuchilla en mano, se dedicaban a rasurar las barbas de los hombres en medio de risas y vítores. Este acto era especialmente deshonroso para los hebreos, debido a que, por la ley judía tenían prohibido siquiera acercar algo filoso a sus barbas y al cabello que crecía en las sienes.

Era lamentable ver como los soldados llevaban a cabo este acto deshonroso, incluso frente a civiles que reían y celebraban como si se tratase de una maravillosa hazaña.

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—¡Déjelo en paz! —saltó Hanna sobre un oficial que cortaba las barbas de un anciano. Simplemente no pudo contenerse ante semejante injusticia.

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—¡Hanna! —exclamó Angelika, aterrada e incrédula al mismo tiempo.

El hombre apartó a la muchacha de un empujón con lo cual cayó al suelo. Angelika se apresuró a socorrerla.

—¡Déjame en paz tú, muchacha estúpida! —respondió el hombre señalándola con el índice—. ¿Qué demonios te pasa?

—¿No ve que es un anciano?

—Tienes razón, ya vivió demasiado —respondió el oficial, luego apuntó su arma a la cabeza del anciano y le disparó.

Hanna gritó por instinto y no dejó de hacerlo, estaba indignada y aterrada al mismo tiempo.

—¡Hanna, por el amor de Jesús, cállate! —susurró su madre tratando de calmarla.

—Era una rata judía al igual que los otros —respondió el hombre esbozando una sonrisa mientras movía el cadáver con la punta de su bota—, será mejor que se alejen de aquí si no quieren ser arrestadas por interferir en un procedimiento de la Gestapo.

—¡Vamos, Hanna! —dijo Angelika jalándola con desesperación del brazo mientras se alejaba—. Es la Gestapo, hija, no podemos hacer nada por ellos.

—¡Búsquenlos en sus madrigueras! —vociferó el hombre a sus subalternos—. Se esconden en cualquier sitio como los bichos rastreros que son.

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—¡Los están buscando, mamá! —exclamó Hanna con desesperación cuando escuchó la voz amortiguada por la distancia, seguida de un par de disparos.

Afortunadamente se encontraban ya lejos de los oficiales de la Gestapo.

—¡Cálmate, hija! —demandó Angelika, tomándola de los hombros con firmeza para intentar hacerla entrar en razón.

—¡Pueden encontrarlos! ¡Los Eisenberg! —exclamó la muchacha fuera de sí.

Una ráfaga de disparos de metralla y gritos a lo lejos la hizo descontrolarse todavía más.

—¡No! ¡Noooo!

—¡Cálmate, Hanna! —gritó su madre mientras la abofeteaba por primera y última vez en la vida.

Ella se deshizo en llanto en los brazos de su madre que la contuvo con una horrible sensación de culpa, pero también con alivio al ver que su reacción había surtido el efecto deseado.

—Perdóname, mi cielo —susurró su madre sin dejar de contenerla mientras le acariciaba la mejilla lastimada—. Será mejor que regresemos a casa.

—¡Los Eisenberg! —susurró la muchacha con voz desconsolada—. No pueden descubrirlos, o se los llevarán.

—Ellos están a salvo con nosotros, Hanni, nunca los buscarán allí.

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Las dos mujeres llegaron muy afectadas a casa, contando todo lo que habían visto en las calles a propósito de las nuevas deportaciones.

—Podrían llegar aquí en cualquier momento entonces —dedujo Noah con una notoria expresión de preocupación.

—¡No, Dios mío! —exclamó su esposa Judith con voz espantada.

—Tendremos que salir de aquí cuanto antes entonces —dijo Benjamin sin vacilación.

—¡Nooo! —exclamó Hanna abrazándolo—. ¿Estás loco?

—Hanna, si nos encuentran aquí ustedes podrían correr la misma suerte que nosotros, o incluso peor —intentó razonar Benjamin.

—No, Ben... ustedes no pueden salir de aquí... ¡No lo entiendes! Asesinan a las personas sin importarles nada ya.

—Hanna tiene razón —intervino Franz con sensatez—, ustedes no pueden salir de esta casa.

—¿A dónde iríamos además? —preguntó Deborah llorando—. Ya no tenemos nada, no podemos regresar a nuestra vieja casa.

Joseph se pasó las manos por la cabeza en señal de preocupación. Se sentía impotente, maniatado, desconsolado.

—Tenemos nuestros ahorros y lo que pudimos recuperar de casa antes del saqueo —insistió Benjamin.

—¿Qué sucede, abuelita? ¿Por qué lloras? —preguntó Jared un tanto asustado, mirando a los adultos con miedo.

—No iríamos muy lejos con los niños —añadió Deborah alzando a su nieto en brazos.

—¿A dónde iremos? —preguntó Joshua, el otro gemelo, desconcertado.

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—A ningún lado, cariño —respondió Judith, alzándolo también.

—¡Se quedarán! —dijo Angelika con voz decidida.

—No podemos hacerlos correr un riesgo tan grande —volvió a objetar Benjamin.

—¿Y QUÉ PRETENDES? ¿QUÉ NOS CAPTUREN COMO ANIMALES EN LA CALLE JUNTO A MIS HIJOS? —gritó desesperado Noah.

Los mechones de cabello que se le escapaban de la coleta se sacudieron con violencia, dándole un aspecto más feroz. Su madre intentaba calmarlo pues su reacción, aparte de que podría alertar a los vecinos, había asustado a los niños que comenzaron a llorar.

—Por supuesto que no quiero eso, Noah —respondió Benjamin—, es solo que es una decisión muy difícil. Quedarnos sería exponer a los Müller y arriesgarlos a correr la misma suerte.

—¡No llores, mi cielo! —dijo Judith estrechando con ternura a Joshua—. Tú tampoco, cariño —dijo para intentar calmar a Jared—. No sucede nada malo, solo estamos jugando.

—Llévatelos al cuarto, por favor —solicitó Noah a su esposa, ya más calmado—. Discúlpame, Ben.

—Descuida, todos estamos nerviosos.

—Cielo, Noah tiene razón. Mamá y yo vimos como sacaban a la pobre gente de sus casas, o de los lugares donde se ocultaban. Escuché disparos, vi cuando uno de ellos mató a un anciano.

—Y cada vez será peor —susurró Noah.

—En el restaurante dicen que los trasladan a Polonia, la idea es sacarlos del país porque no los consideran alemanes —intervino Franz—. Los llevan en masa a campos de trabajo forzado o a los guetos de Lodz o Varsovia.

—¿Qué vamos a hacer? —susurró Joseph desconcertado.

—¡No saldrán de aquí! —reafirmó Hanna, aferrada al brazo de Benjamin con desesperación.

—¿Pero qué hay si nos capturan? —preguntó el muchacho separándola un poco de sí para poder mirarla a los ojos.

—Sí, si revisan esta casa todos estaremos en problemas —intervino Deborah.

—No, no la revisaran, tengo una idea —respondió Hanna.

—¿Qué cosa? —preguntó su madre.

¡Herr Schneider! —exclamó la muchacha—. El oficial que frecuenta el restaurante cada vez que llega a la ciudad. Su cargo es lo suficientemente sólido como para ser respetado y parece que está escalando posición. Si es necesario le pediré ayuda para que no nos registren.

—Es una buena idea —comentó Franz—, además, los oficiales de la SS, la SA y la Gestapo, creen que somos fieles seguidores del Führer, así que nunca creerían que podíamos estar ocultando judíos.

—¡De ninguna manera! —se negó Benjamin.

—¿Por qué no? —preguntó Deborah.

—¿Ese hombre no es tu admirador, Hanna? ¿El asqueroso nazi del que me hablaste? —preguntó Benjamin inquieto—, el infeliz que te envía regalos.

—¿El de los chocolates? —volvió a preguntar Deborah.

—Lo es, pero precisamente por eso, podría ayudarnos sin darse cuenta.

—No quiero la ayuda de ningún asqueroso nazi, y mucho menos de él.

—¡No estamos para orgullos, Benjamin! —lo reprendió su padre con voz enérgica—. Piensa en tus sobrinos, en tu madre y tu cuñada...—. Sé que no te puede sonar agradable, pero Hanna podría tener razón.

—No quiero que le pidas nada a él —susurró mientras se dejaba caer en un sillón.

—Te pondré las cosas en contexto para que lo comprendas, Ben —puntualizó Franz—. Están revisando todas las casas en vista de que saben que hay algunos alemanes refugiando judíos, ¿lo comprendes? Así que solo es cuestión de tiempo para que se aparezcan por aquí.

Benjamin no respondió, se quedó mirando el suelo muy pensativo, pero de todos modos ni Hanna ni su familia esperaban su aprobación.

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En efecto, tres meses luego de esa conversación, cuando ya casi lo habían olvidado, supieron que en la calle de atrás hubo una revisión en una de las casas donde los nazis encontraron a dos judíos escondidos, así que, aprovechando que Schneider estaba de nuevo en la ciudad y una vez más había visitado el restaurante, Hanna se quejó de la situación y sin necesidad de pedir nada, solo mencionando lo molesto que sería tener a oficiales en su casa revisándolo todo, logró lo que quería.

—Tu familia no tiene porqué pasar por eso —comentó el hombre apagando su cigarrillo en el cenicero que estaba sobre la mesa para no molestarla con el humo.

—Desde luego que sí —respondió Hanna—, todas las casas están siendo registradas. ¿A quién se le ocurre que podríamos estar ocultando judíos? —concluyó ella riendo.

—Ni soñarlo —respondió él maravillado ante el sonido de su risa—, sería tan absurdo como pensar que alguien como yo podría protegerlos. ¡Descuida! Hablaré con quien sea necesario para evitarles ese malestar. Para nadie es un secreto que su familia está de nuestra parte, ¿no es así, Herr Müller? —dijo esta vez dirigiéndose a Franz que conjuntamente con Hanna y Angelika había aceptado cenar con él.

—Totalmente ¿o acaso hay alguna duda? —respondió sin vacilaciones Franz mientras señalaba el lugar a su alrededor, lleno de estandartes escarlata con esvásticas, el retrato del Führer y los oficiales de la SS que ocupaban varias mesas.

—En lo absoluto.

Todo había salido de maravilla pero tal y como sospechaban, aquello no había salido gratis, pues Schneider había encontrado la excusa perfecta para un acercamiento con la familia, tal como siempre había querido.

—Está deliciosa la cena como siempre, Herr Müller —aprobó el hombre, limpiándose los labios con una servilleta de tela—. Me pregunto si en casa también cocina así de delicioso, o solo se luce con sus comensales del restaurante.

—Es igual —respondió el chef, imaginándose por dónde venían los tiros.

—Pues me temo que tendré que comprobarlo por mí mismo —respondió Schneider encogiéndose de hombros—. ¿Cuándo me invitará a cenar a su casa? De esta manera podré alegar que ya fue inspeccionada —añadió de una forma bastante hábil.

Los Müller no supieron cómo reaccionar, no había nada qué hacer, no podían evadir más esa petición, no después de haberlo hecho de forma sutil en ocasiones anteriores y mucho menos después de que Schneider asegurara que iba a impedir la pesquisa. Lamentablemente le debían ese favor.

—¿Cuándo regresará usted a Polonia? —preguntó Franz para ganar tiempo.

—El próximo lunes.

—De acuerdo, entonces si usted gusta podremos recibirlo en nuestra casa este fin de semana.

—Maravilloso —dijo Dedrick con una sonrisa de satisfacción, sin poder evitar mirar a Hanna—. Será entonces este fin de semana.

—El domingo si le parece bien —añadió Franz.

—Allí estaré, Herr Müller —aseguró el hombre antes de marcharse.

Los Müller se quedaron observándose las caras los unos a los otros.

—¿Estás loco, franz? ¿Qué acabas de hacer? —preguntó Angelika incrédula.

—Ganar tiempo —respondió su marido.

—¿Ganar tiempo? Ese hombre irá a nuestra casa, papá —respondió Hanna aterrorizada.

—Iría de todos modos, Hanna. Nadie se salva de las pesquisas, así que es mejor que vaya en calidad de amigo.

—¿Y se puede saber qué sucederá con los Eisenberg? —preguntó Angelika.

—Sí, no pueden salir de ahí, papá ¡Dios mío! —exclamó Hanna con la mano en la frente.

—¡Calma! Ellos seguirán en nuestra casa.

—¿Cómo? —preguntaron las dos mujeres al mismo tiempo.

—Solo tendremos que hacer un cambio drástico. Lo siento por nuestros amigos pero me temía que este momento llegaría de todos modos.

—¿A qué te refieres, papá? —preguntó Hanna comenzando a asustarse.

—Afortunadamente nuestro sótano es enorme —respondió Franz Müller pensativo.

—¿Nuestro sótano? ¿Piensas mandarlos al sótano? —preguntó Hanna sorprendida.

—No hay más alternativa, hija —respondió su padre, muy decidido.

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