El eclipse — Una historia de frío, silencio y soledad

Ilustración

«Uno no alcanza la iluminación fantaseando sobre la luz sino haciendo consciente la oscuridad… lo que no se hace consciente se manifiesta en nuestras vidas como destino.»

—Carl Jung

El eclipse

Cuando la luz impera en todos los reinados terrestres, baña con su influencia una actividad muy compleja, donde todos los seres diurnos enseñan sus cimeras ante otros representando los territorios donde pertenecen, para no quebrantar el pacto que han mantenido por eones. Pero un arrebato de la sombra se manifiesta de repente, y de impacto todos caen en el juego del miedo.

La estrella más fulgente se coloca máscara de penumbra. Observa a la tierra con su cuerpo ya ofuscado, no otorga siquiera una actividad compleja, solo silencio y soledad. Aquellos durmientes bajo el cobijo de la sombra despiertan. Aquellos despiertos bajo el reinado del albor pernoctan. La brisa del nuevo llamado se expande distribuyendo las partículas conductuales del nuevo reino.

Todos los seres vivientes; plantas y animales, comienzan a adaptarse al nuevo ciclo que aparece de manera abrupta. Las flores cierran sus capullos y vuelven a soñar, cerrando el paso para aquellos que quieren consumirlas. Los animales aúllan, cantan, graznan, pero no se detienen súbitamente en su actividad habitual. Las aves cantoras pertenecientes al reino de los diurnos, vuelven a sus refugios de los más altos árboles y se mantienen allí hasta que el mal haya pasado.

Los pequeños insectos, que cantan para la noche, ahora dedican sus canciones al crepúsculo usurpador, pero este los recompensa con un frío inesperado, que se desliza por la superficie de la tierra hasta elevarse hasta las copas de los árboles más brillantes. Se extiende muy gallardo y rapaz, toma posesión de los contornos hurtados por su madre. No difiere ni entre los vivos ni los muertos, porque en cada capa y en cada orificio él habita.

La Tierra lo siente y se prepara. El aire se mezcla con el frío y la soledad, y maniobran una danza particular, ese baile que se creó desde tiempos antiguos, donde se alababa a la noche como una deidad suprema que cargaba su rejón apuntando hacia la luna, su amante y su hermana, creando a los hijos e hijas noctámbulos. Y estos al sentir la presencia de quienes los crearon, bailoteaban y zapateaban formando juncos en la tierra, donde las primeras semillas germinaron.

Las vibraciones los sintieron y se acoplaron a su entorno. Las partículas, diminutas e inquietas, se rebelaron ante el frío y se elevaron hacia el rojo ennegrecido del crepúsculo. Miraron hacia el anillo escarlata que rodeaba el cuerpo del sol, como corona de fuego que se impuso sobre un día brioso y condenó el trayecto de un ciclo. Siguieron elevándose, pero al llegar a cierta altura morían y se desintegraban, fusionándose con el ambiente.

Los abejorros, los fieles guardianes de la vida, los que otorgan sus habilidades por mantener el reino de las flores a flote, se detuvieron en su actividad. La polinización no fue posible, porque abruptamente quienes llevaban a cabo este proceso pararon y quedaron varados en diferentes puntos de las regiones más provechosas.

Hubo un soplido que susurraba una especie de conjuro. Un encantamiento que incitaba a todas las criaturas diurnas a caer en los brazos de Hipnos, señor de los sueños. Este soplo solo fue detectado por los sentidos más sensibles; en el tacto, causó una seria discordia, ya que quienes lo percibían temían que se quedaran dormidos. En los oídos causó una tranquilidad inefable, proveniente de un ente insidioso sin apariencia física revelada. En la vista causó desconfianza, porque el tacto comunicaba discrepancia ante un supuesto enemigo invisible.

Todos tuvieron que acudir a sus sentidos internos para llegar a una conclusión concreta, algunos decidieron confiar y entraron a los portales oníricos del mundo del reposo, otros simplemente se quedaron parados, turbados por el miedo que causaba la repentina oscuridad. Vislumbraban al cielo, al sol negro que emanaba destellos cobrizos por sus bordes y desconfiaban de los regalos que éste les ofrecía. Aunque nunca fueron avasallados por el crepúsculo, fueron sometidos por el horror.

Los seres noctámbulos salían de sus refugios y aberturas ominosas, para bailar en los bosques, prados y valles, tal y como lo hacen cada noche en las madrugadas. Se extasían entre cantos y se ven cara a cara con los diurnos, haciendo gestos y comentarios mordaces por la situación que no les favorecía. Pero el obscurecimiento que se impuso no iba a durar para siempre ni mucho tiempo, puesto que la obstrucción predestinada tenía que seguir su curso.

Las penumbras comenzaron a descender dándole nuevamente paso a la luz. El cielo empezaba a cambiar su color dorado oscuro para recobrar su celeste fino, con sus nubes blancas bañadas con fulgores. La capa negra que cubría al sol poco a poco se fue apartando dejando al descubierto a la poderosa estrella cegadora y cristalina. El frío que con celeridad quería tomarlo todo, se empezó a extinguir con decepción, dejándole el paso a una cálida tarde de medio día.

Los noctámbulos tuvieron que huir de sus festejos y nuevamente refugiarse en sus catacumbas y escondrijos. Los encantamientos de Hipnos llegaron a su fin, y tuvo que despedirse de todos los seres vivientes hasta retomar el próximo ciclo normativo. Todos los seres vivientes, animales y plantas, que habían caído en el hechizo, abandonaron el reposo y rápidamente buscaron orientación.

Aquellas aves e insectos, que alzaban su canto con ímpetu para la noche, tuvieron que dejar sus llamamientos hasta llegado el momento propicio. Las sombras se apartaron otorgando su lugar a la luminiscencia y prometieron de nuevo volver. Solo cuatro minutos duraron aquellas tinieblas a causa de aquel eclipse que sumió parte de la Tierra en penumbras. Los diurnos retomaron sus actividades después de haber sido el ciclo interrumpido abruptamente.

—FIN—


Escrito por @universoperdido. Jueves 30 de Julio del 2020

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