Carameleros y limpiavidrios

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Sultan Raimosan


Cuando empiezan a resonar los escapes oxidados y las calles de asfalto desgarrado apenas se calientan, ya ellos llevan un par de horas de pie. Sus voces tiernas y dialectos soeces se oyen cuando se encuentran en las paradas. Hay una fila de autobuses viejos se preparan para partir, y ellos esperan que se llenen de pasajeros para abordarlos. Todos van con sus caramelos, o sus bebidas, o galletas empaquetadas que te ofrecen siempre como si fuera una oferta incomparable.

«El producto no pica» dice Branyerli poniendo en mi mano dos barras de chocolate. Repite por sexta vez en el día un discurso ensayado con un acento tan falso como el entusiasmo que demuestra al declamarlo. Mientras ella habla, Adrián sube y promociona su panelada fría. El calor apenas comienza a crecer. Seguramente venderá más durante la tarde.

Poco logran, a lo mucho dos ventas discretas, pero no de desaniman. Esos rostros llenos de serenidad no justifican ni cuentan el amargo vaivén de sus días, pero tampoco creo que tengan tiempo para lamentarse. Aunque supongo que a veces es inevitable. Giramos en una esquina y pasamos junto a una escuela. Adrián la mira por la ventanilla.

El camino para ellos es muy corto. En menos de cinco minutos se bajan a esperar otro autobús para vender de regreso. Para la tarde vendrán otros a hacer lo mismo. Esa es su rutina. Son decenas de ellos y van en todas direcciones. La mayoría no ha cumplido los doce, y rara vez se los ve con ropa de su talla o zapatillas limpias.

Sus modales rústicos han sido moderados por la necesidad de comerciar y no por su crianza. Todo lo que saben lo han aprendido en la calle. Lidian con los adultos tratando de no verse en desventaja y copian sus actitudes para sentirse cómodos entre ellos. Sin darse cuenta van desgastando su infancia, pero no tienen alternativa.

Los ves agrupados a veces decidiendo quién se subirá al siguiente autobús. La meta es volver a casa con una caja de golosinas vacía y la billetera llena. Hay oportunidad para cada uno, casi siempre basta con tener paciencia. No los verás discutir enérgicamente. Se respetan mutuamente. Ellos deben proteger sus intereses, y lo hacen mejor como colectivo. De ese modo todos ganan.

Por la noche, de regreso a casa, me encuentro con la misma historia en un escenario diferente. Alrededor de los semáforos y estacionamientos, se reúnen los limpiavidrios impulsados por la misma necesidad, pero aplicando un muy distinto método. Cada automóvil parqueado es una oportunidad de hacer dinero. Veo dos hermanos que vierten abundante agua enjabonada sobre un parabrisas. El chófer no se queja, por fortuna. Será mejor que esté de humor para pagar el servicio. Solo le costará lo que pueda sacar de su bolsillo.

El mayor, Iverson, ha afrontado insultos que no había escuchado nunca. Sabe que es parte del trabajo. Va a la escuela de día y limpia vidrios de noche. Si no lo hiciers no tendría que desayunar junto a su hermanito. Ellos van siempre juntos y suelen tener buena suerte, pero no es suficiente. Iverson lo sabe, pero no el pequeño Edi. No debe saberlo todavía.

El menor de los hermanos tiene un talento nato para cantar. Iverson piensa que cuando Edi crezca un poco más, gracias su voz podrá ganar su propio dinero. Sería más fácil si los dos trabajan en cosas distintas. Además, nadie insulta al niño que ofrece música.

Tantas infancias perturbadas por la pobreza. Tantas esperanzas resumidas en el deseo de cenar cada noche. Arrastrados de sus juegos a la vida laboral. Un prematuro despertar del instinto de supervivencia. Vidas que deambulan entre fantasías que se ocultan bajo una realidad de miseria que no parece tener fin. ¿Con qué soñaran los carameleros y los limpiavidrios?

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