El abrazo perfecto

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Anna Alexes


Fue como si todo el aire desapareciera en un chasquido. Súbitamente la luz dejó de revelar cuanto había en esa habitación. Por ese pequeño instante nada existía. El tiempo no era más que una idea que no tenía ningún sentido. Lo único que podía confirmar como real en ese momento era el amor que sentía. Un amor inmenso que me colmaba por completo. Entonces abrí mis ojos y miré los suyos.

Oh, y fue glorioso. Todos mis sentidos fueron invitados al nirvana. Entré en un éxtasis divino y alucinante, y casi me pierdo en una zona completamente abstracta. Estaba en la absoluta nada siendo testigo de todo. Estaba perfectamente centrado en el punto exacto de la singularidad. Me hice dios entre sus muslos y, entonces, escuché su dócil gemido en la cumbre del placer. Había pasado un segundo.

Lo que sentía en su cuerpo no tenía precedentes. Era una energía tan potente como la gran fuerza primigenia. Y fue como si todo ese poder solo pudiera despertar al toque de mis manos. Ambos jadeamos al mismo ritmo, y escalé su abdomen hasta que pude inhalar profundamente el aire que rodeaba su cuello. Entonces mis brazos se estrecharon, e inmediatamente escuché que musitaba un último gemido.

Alcanzar la lámpara que estaba a un metro de la cama parecía una tarea imposible. ¿Cómo se podía romper sin remordimiento un abrazo tan perfecto? ¿Cómo se podía tener la voluntad de interrumpir una sensación tan placentera? Pero el interruptor fue alcanzado y el nuevo acoplamiento, sorprendentemente, parecía ser más perfecto.

Los besos insistieron en retrasar el sueño. Dormir no parecía correcto. Ese momento debía ser experimentado en plena consciencia. Porque eso quería. Nada más tenía importancia mientras estaba cumpliendo mi máximo anhelo. Estaba exactamente donde mi felicidad superaría cualquier concepto de límite.

Me enamoré mil veces de la deslumbrante maravilla que se empujaba contra mi pecho. Me enamoré mil veces de la voz sedosa que me declaraba amor mientras una decena de uñas se clavaron delicadamente en mi espalda. Por fortuna, me quedé sin una palabra para decir. Nada que pudiera pronunciarse hubiera sido mejor que ese pacifico silencio.

No hubiera podido describir nunca ni una nimia fracción del placer que sentía. Lo mejor era callar y no mover ni un músculo. Se hizo fácil anular por completo todo posible pensamiento. Vivía plenamente, vivía como nunca, vivía en ese instante y nada más que eso. Vivía en el aroma de su cabello, en la cohesión de nuestros cuerpos y su bendita compañía. Vivía como si cumpliera al fin mi máximo propósito.

Entre besos resolvimos para acobijarnos. Yo necesitaba de sus dulces labios como necesito respirar. Y los saboreé hasta saciarme y quedar suspendido en un suspiro. Quedó sobre mí, acariciando mi cabello; yo alcancé el suyo un poco después. Reposamos en silencio hasta quedarnos dormidos y, al despertar al fin, seguíamos abrazados y con la misma sensación de plenitud por saber que compartíamos una mutua pertenencia.

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