El paladiciano: derrota | Relato corto |

El paladiciano: derrota

Este relato es una continuación de El paladiciano: decisiones, y el fin de esta historia

   

    Mandilor atacó primero, embistió al paladiciano de frente, ignorando la advertencia previa de Ragor. No logró acercarse siquiera. Sus armas tenían un alcance mucho mayor que las nuestras. Recibió un tajo desde la ingle hasta el pecho. Cayó con las tripas por fuera, creo que estaba muerto para cuando tocó el suelo.

    —Mandilor… imbécil —masculló Baltazar. Konstanz casi vomitó y Ragor hizo una expresión de asco.

    —Repetiré mi oferta —hizo unos movimientos con las armas y de un momento a otro las dos se fusionaron como una, por si quedaba alguna duda de que tenía conocimientos arcanos —, márchense y conserven sus vidas.

    Ragor le ignoró: —Tú y yo por la izquierda —me dijo. Atacaríamos dos por cada costado —, ¡Konstanz, Baltazar, por la derecha! ¡Hoy cenaremos sopa de lagartija!

    Rodeamos al paladiciano, se suponía que yo y Baltazar distraeríamos por el frente mientras Ragor y Konstanz atacaban por detrás, una maniobra que habíamos puesto en práctica en varias ocasiones. Cargamos contra él. Respondió golpeando el suelo con el filo de su arma, la tierra debajo de nuestros pies se alzó a medio metro de altura de golpe; Konstanz, Baltazar y yo nos apartamos en el instante justo, pero Ragor no reaccionó a tiempo y voló por los aires, sonó como un durazno aplastándose contra el piso al caer de un árbol. A Baltazar lo cortó por la mitad, una única estocada, un corte limpio, antes de que tuviera tiempo de levantarse otra vez.

    Caminó hacia mí, tomé mi hacha y alcé mi escudo para detener el primer impacto. De no haber sido por Konstanz probablemente habría muerto al segundo. Él atacó por detrás al paladiciano, este bloqueó el golpe, pero se descuidó conmigo, vi la oportunidad para herirle, se apartó justo a tiempo para que mi hacha no se le clavara en la costilla, sin embargo pude lastimarlo, la sangre manchaba su túnica a la altura del pecho.

    Lo tenía distraído, Konstanz lo notó y estuvo por asestarle lo que podría haber sido el golpe de gracia, de no ser porque un virote, disparado desde atrás del paladiciano, entró por la parte trasera de su cabeza. La mitad le salió por el ojo. Sus últimas palabras fueron mi nombre y «¿qué?», luego se desplomó. A la distancia, escondido detrás de unas rocas junto con las dos mujeres, el bastiano comerciante sostenía una ballesta.

    —¡Cabrón! —le grité — ¡Cuando acabe con tu réptil amigo iré por ti! —eramos cinco al principio de la batalla y ya solo quedaba yo, tenía que escapar pero no tenía cómo. Tanto el paladiciano, con un hechizo, como el bastiano, con un virote, podrían haberme disparado por la espalda si intentaba huir. Mi única salida era pelear. Ganar y vivir o perder y morir.

    Procuré mantenerte en la misma línea que el paladiciano para bloquear la visión del comerciante. A menos que fuese más estúpido de lo que parecía, no dispararía arriesgándose a herir a su escolta.

    —¿Estás esperando a que yo ataque primero para destriparme como a Mandilor, es eso? —pregunté. Ahí estaba, con la guardia en alto pero sin articular movimiento o palabra alguna — Bien, no contestes.

    Le lancé mi hacha, la esquivó, para ser grande era condenadamente ágil y veloz. Corrí hacia el cadáver de Mandilor, cogí la espada que tenía y le ataqué. Mi espada contra su arma bailaron por minutos que parecieron ser horas, en un par de oportunidades estuve cerca de clavársela en el estómago y él estuvo a centímetros de decapitarme. Rompió mi escudo, el golpe de su hoja bastó, y el brazo comenzó a sangrarme. Me tumbé al suelo y le arrojé arena en los ojos, tiré una estocada a sus tobillos y la saltó, me levanté, seguimos peleando. Los pulmones me ardían, los brazos me dolían, seguía sangrando, sin embargo él sangraba también y estaba notablemente exhausto.

    Intenté detener uno de sus ataques con mi espada, los trozos de acero volaron por toda el área al recibir el envión, uno me cortó por sobre el ojo y por poco perdí el brazo derecho. Tomé distancia y saqué mi navaja, con ella no podría hacer mucho. Perdí, estaba consciente de ello. Un hombre que pierde su arma, pierde la batalla.

    —Esto se termina ahora, bandido —dijo. Estaba magullado, no tanto como yo, en ese instante pensé que, al menos, moriría tranquilo sabiendo que di buena pelea —. Luchaste con valentía, aunque por una causa despreciable.

    Recitó unas palabras, no entendí el idioma, supongo que sería Slootir, la lengua de los paladicianos, y de sus manos se formó una bola de fuego. Imaginé lo horrible que sería morir quemado. El sonido del acero atravesando la carne, acompañado por un grito de agonía, evitó mi destino. Ragor, devuelto de entre los muertos, estaba de pie, a duras penas, detrás del lagarto y acababa de traspasarlo con su espada.

    —Pist, si no rematas a tu enemigo siempre existe la posibilidad de que este se levante otra vez, lagartija —masculló.

    —Ragor —no podía creer que siguiera vivo —, nunca antes me alegré tanto de ver a un cadáver caminando —bromeé y lo abracé, realmente estaba muy feliz de verle, acababa de salvarme la vida.

    —Vamos —dijo —, a por el botín —señaló hacia donde estaban los comerciantes, muertos los tres. Ni yo ni el paladiciano nos dimos cuenta de cuándo los mató.

    Se dobló para coger las armas del abatido, otra vez se habían separado en dos, eran increíblemente pesadas, ninguno de nosotros podría usar eso en combate, sin embargo algún valor debían tener, y registramos el equipaje de los comerciantes, las piedras preciosas estaban en el saco de la mujer más joven.

    De pronto escuchamos un sonido y vimos una barrera formada alrededor de donde estaba el paladiciano. Pregunté a Ragor si aquello sería magia, me respondió que no podría ser otra cosa. Un par de minutos después el bastardo salió de la barrera, de pie, sin ninguna herida visible.

    —Un hechizo de curación — era una caja de sorpresas que no terminaba nunca.

    —Y uno muy hábil —corroboró Ragor. Solo los hechiceros agremiados eran capaces de adquirir tales destrezas.

    —¿Qué hace un graduado del gremio trabajando como escolta para unos comerciantes? —pregunté, el lagarto ya estaba lo suficientemente cerca como para escucharme.

    No respondió, en cambio formuló otra pregunta: —¿Dónde están los bastianos?

    —Sus cadáveres están por allá —Ragor señaló en dirección a la roca dónde se escondían.

    Aquella respuesta pareció impactarle mucho; corrió de inmediato. Por un momento creí que nos embestiría, Ragor alzó la ballesta, que pertenecía al comerciante, para disparar un virote; sin embargo nos pasó de largo.

    —¡Nooooooooo! —gritó, arrodillado frente a los cuerpos de los areneros, aunque fue más un aullido que un grito, y repitió varias veces: —He fallado, les fallé, he fallado, les fallé, ¡Oh, padre Slootirez! —ese día descubrí, por las lágrimas que salían de sus ojos, que los paladicianos lloraban.

    Estábamos malheridos, por lo cual no tenía sentido provocar otra vez una lucha contra el lagarto, que de seguro habría podido vencernos aún usando solo sus propias manos. Ragor y yo nos marchamos de Linderión con las piedras y lo dejamos ahí, lamentando a sus muertos.



Foto original de Pixabay | Rollstein

   

XXX

   

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