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La pared de los susurros | Relatos corto |

La pared de los susurros

   

    Era un día caluroso, las noticias posteriores dirían que fue el más caluroso del año, en los planes de la familia no estaba el mudarse en pleno verano, sin embargo el precio de venta de esa casa era una oferta que no podían haber dejado pasar. Tom fue el primero en salir del auto apenas llegaron, casi saltó por la ventana de los asientos traseros y corrió para dar una vuelta a la propiedad. Apenas iba por la mitad y ya estaba cansado, «es enorme» pensó.

    Para cuando regresó a la parte frontal ya sus padres habían bajado las maletas. Al verlo acercarse su padre preguntó sobre qué tal le parecía, «tiene mucho patio» respondió él con una sonrisa de oreja a oreja, aquello había sido un cumplido que causó gracia a sus progenitores. Ayudó con el equipaje, arrastrando una maleta, y los tres entraron juntos a la casa.

    Por dentro no era menos de lo esperado, a pesar de ser relativamente antiguas las paredes se veían en muy buen estado, alguien tenía que haberlas pintado recientemente, también parecía estar muy bien ventilada, no había tanto polvo como se imaginaban, estaba completamente amoblada y, para su sorpresa, en la azotea descubrieron un piano. «De seguro está dañado —le respondió su padre a Tom cuando preguntó por qué alguien habría dejado ese instrumento ahí —, nadie dejaría un piano funcional así como así, valen mucho dinero», sin embargo, a simple vista, se veía en óptimas condiciones, incluso lo habían encontrado cubierto por una lona.

    En el sótano, por el contrario, no se toparon con nada de valor. Solo oscuridad, el anterior dueño aparentemente no tomó la molestia de instalar un bombillo, y un detalle inusual: en una pared Tom descubrió marcas, una especie de borde, como si alguna vez hubiese existido una puerta en esa pared por debajo de la casa. No obstante, no comentó nada sobre el descubrimiento a su padre.

    La vida transcurrió en completa normalidad para la familia en su nueva casa los primeros seis días hasta que, una noche del séptimo día, Tom despertó repentinamente. Creía haber escuchado la voz de una mujer, pero no era una voz como la de quien entabla una conversación, sino como un susurro desde la lejanía. «¿Mamá?» preguntó, no recibió respuesta. Aún escuchaba la voz aunque no lograba descifrar lo que decía y las palabras comenzaron a camuflarse ante un nuevo sonido: tonadas de un piano. Somnoliento, saltó de la cama, dispuesto a encontrar el origen del sonido, que debía provenir de la azotea según dedujo.

    Caminó por el pasillo, la madera rechinaba mucho más que en el día ante los pasos del niño, hasta que llegó a la entrada a la azotea, de un brinco alcanzó el cordel que desplegó la escalera por donde ya había subido varias veces, en ese momento el sonido se detuvo. Subió y ahí estaba el piano, su padre no quiso moverlo por si los antiguos dueños pretendían reclamarlo algún día, aún lo cubría la lona con la que lo encontraron la primera vez. «¿Hola?» Tom sabía que ahí no había nadie, pero pensó que no estaba de más saludar. Para su sorpresa, la misma voz susurrante que escuchó antes le respondió: «En el sótano» y la música, que no provenía del piano que estaba frente a él, comenzó de nuevo.

    El niño bajó hasta al sótano al trote, pero allí tampoco había nada más que las cajas que sus padres habían dejado junto a una lavadora. «¿Dónde estás?» preguntó, las tonadas se escuchaban muy cerca ahora, «Aquí» creyó escuchar entre la música. «¿Dónde?» preguntó otra vez y caminó hasta el centro del cuarto. La voz susurraba «aquí… aquí… aquí», hablaba a través de la pared, donde le pareció que alguna vez hubo una puerta. «¿Estás ahí? —dio golpecitos a la pared y escuchó, repitió el proceso varias veces — ¿Cómo llegaste a allá?».

    «La derecha» escuchó, esta vez de forma mucho más clara que las anteriores. ¿Qué había a la derecha? Nada que pudiese ver en la oscuridad de aquel sótano. Palpó la pared con las yemas de los dedos, aunque era él quien hacia eso por cuenta propia se sentía como si alguien le llevase la mano, hasta que se detuvo en uno de los ladrillos, presionó y, cuando la pared comenzó a brillar, dio un par de pasos atrás. Los ladrillos, ahí donde aparentemente había existido una puerta alguna vez, cayeron uno por uno volviéndose ceniza al tocar el suelo, detrás de estos una luminiscencia cegadora emergió, «Ven» le invitó una figura femenina dentro de la luz, estirando la mano.

    Tom atendió y la pared se levantó otra vez apenas terminó de entrar. Al otro lado no había más luz, ni la mujer de los susurros, solo un viejo piano cubierto por una lona. Había llegado a la azotea en un abrir y cerrar de ojos. Oyó que alguien subía por la escalera plegable, era una niña, más o menos de su edad, abrigada con bufanda, guantes y gorro, como si hiciera mucho frío; él se quedó pasmado sin saber qué decirle. Tardó un minuto en darse cuenta de que la niña le ignoraba por completo.

    «¡Mamá, ven a ver!» gritó la pequeña, y una mujer llegó al lugar, Tom pensó que era idéntica a su tía, pero con el cabello del mismo tono rojizo que el de su padre, «¿Señora, quién es usted? ¿Qué hacen en mi casa?» preguntó, pero ninguna de las dos le prestaba atención. «Mira, un piano» dijo la niña, apartando la lona que le cubría. La escena era un calco de cómo Tom había encontrado el piano el día que se mudaron. «¿Por qué lo habrán dejado? Es muy bonito —dijo él para sí mismo, y la niña repitió la mismas palabras, luego siguió: —De seguro está dañado, nadie dejaría un piano funcional así como así, valen mucho dinero» Y la mujer repitió exactamente lo mismo.



Foto original de Pixabay | Kapa65

   

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