Sufre conmigo | Relato corto |

Sufre conmigo

   

    Poco a poco fue recobrando la conciencia. Sentía los parpados pesados, la mandíbula y espalda adoloridas y las muñecas y tobillos magullados. Tardó unos segundos para volver en sí del todo y descubrir que estaba sentado, atado a una especie de silla metálica. Intentó librarse pero se dio cuenta de que no tenía caso hacerlo, las correas de cuero que lo mantenían ahí podrían haber aguantado a un hombre mucho más fuerte, él sabía de eso.

    Entonces trató de adivinar dónde estaba, sin embargo toda la iluminación del lugar consistía en un bombillo que emitía un escaso foco de luz a su alrededor, todo lo demás era oscuridad y el sonido del viento, que no logró descifrar de dónde provenía, aunque concluyó que sería de una ventana rota o puerta abierta detrás de él. Seguía en sus pensamientos cuando oyó unos pasos.

    —Ah, bienvenido, Benjamín —entre la penumbra apareció un hombre caucásico y delgado, joven, con la camiseta, que alguna vez fue blanca, curtida por el sol y sudor, y con el rostro y manos llenas de polvo y mugre. Se le veía descuidado y agotado.

    —¿Te conozco? —preguntó Benjamín haciendo un gesto de asco. Su cara le parecía similar, pero había visto muchas caras en su vida y jamás se esforzó en recordarlas.

    El hombre misterioso no respondió, volvió a cubrirse en la oscuridad y regresó trayendo una mesita rodante con diferentes artilugios, todos ellos perfectos para torturar.

    —Dime algo, Benjamín, ¿en verdad no sabes quién soy? —tomó un martillo de mango largo de la mesa y lo paseó de una mano a otra.

    —En mi vida me gané muchos enemigos —dijo —, supongo que eres uno de ellos.

    —Supones bien —comentó al tiempo que le asestó dos golpes con el martillo, uno a cada lado de la rodilla izquierda. Benjamín solo alcanzó a mascullar un par de maldiciones hasta que, apuntándole con el martillo en la cara, el hombre le espetó: —¡Nos conocemos, maldito bastardo! Y yo te conozco muy bien, de hecho. Sé que después de la muerte de Meléndez perdiste tu "trabajo" como matón y terminaste siendo el triste borracho que eres ahora —en cólera, le alzó la cara agarrándolo por el cabello y preguntó: —¿María Colmenares? ¿¡Te suena ese nombre!?

    «Colmenares, Colmenares, Colmenares» Benjamín escarbó en su memoria hasta que logró recordarla: una mujer en sus veinte y tantos, una de las “novias” de Ernesto Meléndez, el mafioso local para quien trabajó; Él y su compañero, Francis, eran los encargados de hacer la limpieza para Meléndez. Hace veintidós años la chica, María, le dio problemas al jefe, por lo cual tuvieron que eliminarla. Todo debería haber sido un trabajo normal y rápido, un disparo a la mujer en su habitación bastaría, como de costumbre, sin embargo él cedió ante sus mórbidos deseos y, antes de asesinarla, la poseyó contra su voluntad hasta aburrirse. Ni siquiera Francis soportó estar ahí, por lo cual salió de la habitación. Al terminar, cuando estaban a punto de largarse de la casa, algo sonó en el clóset.

    —Tropezaste con una caja dentro del armario —relató Benjamín, mirando al suelo como si le ayudara a recordar mejor —, estabas ahí, escondido sobre un charco de tus meados. María no le había dicho a nadie que tenía un hijo. Yo… yo —se detuvo, respiró hondo y maldijo su propia estupidez en silencio —... le dije a Francis que tenía que terminar el trabajo. Yo maté a la mujer, a él le tocaba el niño.

    —Pero no lo hizo, me acogió, y me mantuvo bajo el cuidado de alguien de su confianza. No era un monstruo como Meléndez, como tú —afirmó, y cogió un par de varillas metálicas sujetadas a unos cables, que Benjamín no podía divisar hasta dónde llegaban —… o como yo —y le clavó las varillas en las piernas —. No te bastó con matar a mi madre, antes tenías que hacerla sufrir. Ahora tú, por fin, sufrirás.

    El dolor que penetró en sus piernas se extendió por todo el cuerpo. Un impulso lo obligó a tratar de liberarse mientras maldecía y apretaba los dientes, pero sabía que todo aquello era en vano.

    —¿Esto es lo que creo que es? —preguntó, se le salía la saliva por el dolor y, aunque aparentaba no mostrarse asustado, el miedo marcado en sus ojos le delató, él sabía muy bien qué función cumplían esos dos punzones de metal.

    —Tú eres el experto torturador, deberías saberlo.

    —Mírame a los ojos cuando lo hagas, muchacho. Estás a punto de matar a un hombre de verdad —aseguró él y le escupió. En respuesta, el hombre le partió la mitad de la dentadura de un martillazo.

    —No, estoy a punto de matar a un cerdo —dijo, y volvió a adentrarse en la oscuridad.

    Se escucharon unos pasos, una puerta rechinó al abrir, llaves, ¿una palanca?, varias pequeñas luces amarillas y rojas se encendieron frente a él; casi al instante le llegó la sensación: una continua descarga eléctrica pasaba por todo su cuerpo.



Foto de original de Pixabay | Ella_87

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