El tesoro de Aureliano | Relato corto |

El tesoro de Aureliano

 

    «¡Una gran fortuna: oro, joyas, billetes y antigüedades! —los ojos del abuelo Roberto se abrían e iluminaban cada vez que hablaba sobre ello —. El señor Aurelio Arconte escondió su tesoro cuando aún estaba lúcido, lo sé —afirmó, seguro de si mismo, como siempre; algo habitual en él —. Y lo hizo en estas tierras»

    Su nieto, el pequeño Matías, escuchaba atento, fascinado por todo lo que su abuelo le prometía que harían al encontrar aquel tesoro digno de leyendas urbanas. El niño, para nada tonto, preguntó: «¿Y cómo sabes eso, abuelo?»

    —Ah, excelente pregunta, Matías —dijo él, posando su mano sobre la cabeza del infante para alborotarle el cabello —. Verás, resulta que mi padre trabajo acá para la familia Arconte, lo contrató el mismísimo Octavio Arconte, padre de Aurelio, y terminó haciéndose muy amigo de este último.

    »Entonces, mi querido padre, que en paz descanse, me relató la noche en la que, mientras bebía con Aurelio luego de un día duro de trabajo, él le dijo: «Madre y padre descansan, mis hermanos descansan, no tengo herederos ni esposa, pero sí una fortuna que no podría gastar ni en tres vidas, estimado, y temo que esta única vida que tengo está por terminar», mi padre, sorprendido por tal derroche de sinceridad le preguntó: «¿Y qué hará, Aurelio? ¿Dará su dinero al gobierno?», Aurelio, luego de pensar en silencio por un minuto, finalmente respondió: «Donaré la mitad a algunos orfanatos y escuelas, aunque estoy casi seguro de que los políticos terminarán robándoselo. Y la otra mitad... quién sabe. Quizá la entierre en un cofre aquí, bajo tierra, en este granero en el que nos emborrachamos tantas noches, viejo amigo».

    —¿Lo entiendes? — Matías no entendió nada, sin embargo afirmó con la cabeza —¡Ese es mi nieto, jaja! Padre siempre creyó que aquella charla fue solo "un momento de habladuría de un hombre solitario, rico y ebrio", pero yo sé que no es así, sé que el tesoro está aquí, donde alguna vez se erigió ese granero, lo siento en los huesos —aseguró.

    «Ahora, tengo que seguir cavando» dijo antes de alborotar el cabello del niño otra vez y continuar largando tierra del hoyo que había empezado a hacer hace poco. Ese era el segundo agujero del primer «día de excavación», como solía llamarlo.

    En sus relatos Roberto omitía mencionar que, tras la muerte de Aurelio Arconte, la casa de la familia Arconte terminó siendo demolida, al igual que el granero, y sus tierras pasaron a ser terrenos ejidos. Más de medio siglo después él compró una porción de ese terreno: la parcela en la que alguna vez existió un granero, y gastó todos sus ahorros de vida en el proceso. Confiaba ciegamente en que daría con el tesoro algún día, aunque de vez en cuando se cuestionaba si lo que perseguía no era más que una quimera.

    Así el hombre, con miras a encontrar esa leyenda urbana que le haría vivir la dolce vita, asistió sin falta a su reunión con la pala, acompañado siempre de una botella de caña. Los primeros meses fue dos veces por semana, unas veces viernes y sábado, otras sábado y domingo. Casi todo el año siguiente fue tres veces a la semana, para ese punto amplió la zona en la que presumía podría estar el tesoro. Y al siguiente, cuando en un mes de marzo quedó sin trabajo, comenzó a ir todos los días por jornadas que variaban entre cuatro y doce horas. Algunas veces llevaba a Matías consigo, sin embargo cada vez era menos frecuente debido a que su relación con el resto de la familia se marchitaba paulatinamente y no querían dejarle ver al niño.

    «Tu padre cree que estoy loco —contó a Matías la última vez que se vieron, cinco años habían pasado ya desde que cavó el primer hoyo —, no lo culpo, pero siempre he sido un hombre decidido y sé que el tesoro está ahí, todavía lo siento en los huesos». El chico, que para entonces acababa de cumplir su treceavo año de vida, intentó convencerle para que desistiera, a pesar de que, en el fondo, aún le creía: «Si existiera lo habrías encontrado ya, abuelo». Roberto, con una sonrisa en su viejo y demacrado rostro, solo se limitó a responder: «Tú también perdiste la fe en mí, y no puedo culparte tampoco» y revolvió su cabello como acostumbraba a hacer. Un mes después enfermó; el doctor aseguró a la familia que no sufrió al morir.

 
 

    Diez años pasaron hasta que Matías regresó a aquella parcela, ahora cubierta por maleza, armado con un machete, pico y pala, y acompañado por una joven mujer con un niño pequeño en brazos. Encontró la vieja pala de su abuelo clavada en un hoyo a medio cavar y con una enredadera entrelazada y corroída por el paso de los años. «Empezaré aquí» pensó mientras tocaba la vieja y mohosa pala.

    —Si venderás la parcela, ¿qué hacemos aquí? —preguntó la mujer —. Los nuevos dueños podrán limpiarla, de seguro construirán.

    —No vengo a limpiarla, mi amor —respondió él —. «Solo lo intentaré hoy, si no encuentro nada sabré que nunca fue real» —dijo para sus adentros. Sacó de la tierra la vieja pala de Roberto y la lanzó a un costado.

    Con el machete cortó la mala hierba y con la pala dio la primera estocada, después la segunda. A la tercera escuchó un sonido metálico, algo que le impedía avanzar. «Es imposible» se dijo y volvió a golpear, definitivamente había algo. Con el corazón acelerado escarbó con las manos, ante la mirada extrañada de su mujer, hasta dar con una agarradera de la cual tiró con todas sus fuerzas sin poder mover el baúl, que ya era casi completamente visible, por lo cual tomó el pico y golpeó la oxidada cerradura hasta romperla. Dentro, en una caja más pequeña sobre una tela, reposaba un papel, él la cogió y revisó la firma: «¡Es una nota de Aureliano! —gritó con todas sus fuerzas — ¡Es de Aureliano Arconte! ». Rezaba:

 

«Escribo estas letras en el que probablemente sea mi último día de lucidez. Todo lo que alguna vez significó el legado de la familia Arconte se reduce a lo que soy mientras redacto esto: un solitario con una fortuna heredada, huérfano de toda felicidad y sin más amigos que las mucamas y el viejo granjero que conozco desde mi niñez, y con quien me emborraché con licor barato en más ocasiones de las que mi obsoleta memoria puede recordar; ahora condenado a ser víctima de la locura en mis últimos años, o quizá días, de vida.

Aquel que encuentre esta, que solo es una mitad de lo que fue la fortuna de mi familia, puede saberse dueño de ella. A mí no me trajo felicidad, ni alejó a la muerte de quienes amé, ni tan siquiera me ayudó a conservar la cordura. Anhelo con fervor que tú, mi nuevo amigo o amiga del futuro, puedas darle un mejor uso.
Aureliano Arconte, el último de la familia Arconte.»

 
 

    Matías dejó caer el viejo papel y apartó la tela del baúl. El tesoro de Aureliano Arconte era tal y como su abuelo lo describió.


Foto de Pixabay | Autor: mozlase__

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