Una charla en el bar | Relato corto |

Una charla en el bar

 

    Esa noche el lugar estaba más solo de lo normal, aquello no le importaba a Abraham. «Total, estoy acá para beber, no para charlar» pensó al ver a la bartender y dos ebrios en la barra. Pidió una botella de vodka.

    —¿Quieres matarte Abraham? —preguntó la bartender, una chica joven que trabajaba ahí todas las noches para pagar sus estudios, aunque sonaba más a regaño —. La última vez tuve que sacarte con ayuda del taxista.

    —Agradezco tu preocupación, Carla —respondió él con una risotada seca —, pero tuve un mal día. Necesito algo fuerte —cogió la botella y se alejó hacia la mesa más retirada, donde las luces del establecimiento y cualquier posible borracho conversador no lo molestarían, o eso creía.

    Cuando se disponía a darse el primer trago uno de los ebrios caminó hasta él. Le espetó: «Lárgate, vengo hasta acá para que no me molesten» con gesto de asco en su rostro.

    —¿Qué pasa hermanito? ¿No quieres platicar?

    Hasta ese instante no lo reconoció. Los años le habían pasado factura, eso era obvio, su rostro demacrado, un par de cicatrices y el cabello entre sucio y canoso, al igual que la barba, así lo evidenciaban. Le sorprendió pensar en que aquel hubiese sido su hermano alguna vez.

    —Moisés —lo miró, aún incrédulo pero intentando no demostrárselo —. Cuánto tiempo.

    —14 años, pequeño gusano.

    —No me llames así —comentó y posteriormente hizo un ademán de levantarse de la mesa, tenía la intención de irse y beber en la calle, sin embargo Moisés le frenó y se sentó frente a él.

    —¿Qué pasa, hermanito? Hace 14 años que no nos vemos. ¿No crees que deberíamos hablar? —preguntó, sonriendo. Esto dejó ver a Abraham su dentadura amarillenta y con varios dientes faltantes.

    —No tengo nada que hablar contigo, Moisés —los recuerdos de un pasado, hasta entonces olvidado, regresaban a su mente a cuentagotas. Todos, incluso el de la última noche se vieron —. ¿Cómo es que no estás en la cárcel?

    —Soy un hombre libre —respondió él. Su tono de voz se tornó más serio —. 14 años son más que suficientes —aseguró y se sirvió un trago de la botella de su hermano.

    —No tratándose de un doble homicidio —murmuró —. La justicia no existe, ¿verdad, Moisés?

    —Si existiera, tú y yo no habríamos nacido nunca. No es justo traer niños al mundo para que sufran como nosotros —afirmó, y bebió otro trago.

    —¿No te arrepientes? ¿Ni siquiera un poco?

    Abraham seguía pensando en aquella madrugada ruin. Se recordó al bajar por las escaleras, más dormido que despierto, y cuando percibió el hedor a ron típico de su antigua sala. Aunque esa vez, además de alcohol, otro olor había viajado hasta sus fosas nasales: sangre, olía a sangre, olía a muerte; solo que aún no lo sabía.

    —No —respondió Moisés, sin atisbo de duda —. Si pudiera lo haría otra vez, hermanito.

    Tal grado de sinceridad hizo sentir un poco enojado al hermano menor, pero se contuvo. Apretó la botella, se sirvió un trago y bebió.

    En su memoria la escena seguía siendo igual de dantesca: primero encontró al hombre en la entrada de la cocina. De la cabeza solo le quedaban restos pegados al cuerpo, lo demás estaba regado entre el suelo y la pared. A pesar de estar muerto sostenía una botella de licor rota. Más adelante, en la sala, la mujer yacía en un charco de su propia sangre, apoyada contra el sofá grande; todavía podía sentir su cuerpo caliente cuando la tocó. A su lado, sentado en una silla, estaba Moisés, su hermano mayor que se había fugado de la casa hacía una semana. Sostenía un cuchillo en la mano derecha y un rifle sobre sus piernas. «Hola, hermanito» le dijo.

    —¿Por qué volviste para matarlos? ¿Por qué no desapareciste y ya? —preguntó, sin dejar de apretar la botella.

    —Porque estaba lleno de odio —afirmó, haciendo una mueca de lo que a Abraham le pareció arrepentimiento, hasta que prosiguió —: porque se lo merecían. Se merecían eso y mucho más.

    —Eran nuestra familia, Moisés —le reprochó, enojado —. ¡Eran nuestros padres!

    —Eran un par de malditos, Abraham —el hermano mayor no alzaba la vista por sobre el sucio piso de la taberna —. Para papá nunca fuimos nada más que sacos de boxeo y máquinas de comprar cigarros; y para mamá solo éramos un par de alimañas que terminaron de desgraciarle su ya desgraciada vida. Claro, aunque cuando se drogaba ni siquiera sabía diferenciarnos uno del otro —todo aquello era cierto, Abraham lo sabía. Moisés tomó la botella y bebió de ella a pecho.

    —Sí —admitió —… eso eran —arrebató el vodka de la mano del mayor y tomó con él por el resto de la noche. No se dirigieron palabra alguna, hasta que el otro comentó:

    —Un tribunal me concedió clemencia, tengo cáncer terminal. Probablemente muera pronto.

    Ninguno habló más, solo bebieron. Al alba ambos se retiraron, al mismo tiempo, sin despedirse. Un mes después Abraham recibió la llamada del hospital notificándole que habían encontrado el cadáver de su hermano en la banca de un parque, «gracias por avisar» dijo él y colgó el teléfono.


Foto de Pixabay | Autor: Free-Photos

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