Muruzifiink, el último dragón | Relato corto |

Muruzifiink, el último dragón

   

    Despertó luego de una ventisca, aún era de noche, ¿durmió unas pocas horas? ¿O acaso fueron una noche y día completos? Desde hacía mucho tiempo que la noción del tiempo dejó de parecerle algo a que prestarle atención. «Fue el frío —notó —. El frío perturbó mi sueño», se sacudió las alas y esquirlas de hielo volaron por los alrededores. Esa noche era más gélida que la anterior, era la cuarta noche consecutiva que seguía ese patrón; significaba una cosa: «el invierno llegó».

    Miró hacia el cielo y contempló la luna. Recordó los días de antaño, en los que sus camaradas colmaron el firmamento a cada hora, en cada una de las cuatro estaciones. «Pero eso fue en el pasado» escuchó decir a su consciencia. Inhaló profundamente y exhaló sus frustraciones en forma de una llamarada. «¿Qué es un dragón solo en el mundo?» se preguntó antes de alzar vuelo.

    Desde arriba todos en el suelo parecían pequeños puntos difuminados entre las nubes: humanos, gigantes, cabras, mamuts, lobos y zorros por igual, sin embargo, arriba era todo lo contrario, ahí estaba la luna, mientras más alto volaba ella se hacía más grande, más brillante, más hermosa y, si lo que las escrituras antiguas rezaban era cierto, ahí vivían las almas de sus compañeros, de sus amigos y familia. «¿Por qué he vivido tanto, por qué solo yo?». El helado ventarrón no le respondió.

    Luego de una hora de vuelo, cuando pasaba por sobre el bosque de los árboles aulladores, algo llamó su atención, a tal punto que le obligó bajar. Hollín y cenizas, árboles consumidos y bestias chamuscadas, con el característico aroma del fuego muerto. Intrigado, alzó la voz y exclamó: «¡Animales, acérquense! No les haré daño, lo prometo. Ahora respóndanme, ¿qué ha pasado aquí? ¿Qué ocasionó el fuego?». Pasó un minuto hasta que una anaconda llegó arrastrándose.

    —Mi señor, Muruzifiink —dijo —. ¿De verdad no sabe que ha pasado aquí?

    —No, serpiente —respondió Muru, intrigado —. ¿Por qué habría de saberlo?

    —Pues, mi señor, porque usted es el… último de su… dinastía —aquel comentario le resultó ofensivo, aunque no sabía por que, por lo cual prefirió no perturbar a la criatura de su relato —, y lo único que alcanzamos a ver fue el fuego desde el cielo, ¿quién más podría haber sido?

    —¿Me acusas de algo, serpiente? —la anaconda palideció y se escabulló tan rápido como había llegado. En otras circunstancias la habría quemado viva, pero ya había prometido no hacerle daño a nadie así que le ignoró y alzó vuelo otra vez.

    ¿Sería posible que otro dragón anduviese por ahí? No, no podía ser. En dado caso ya se habría dado cuenta. Ya antes tuvo falsas esperanzas, además los bosques se incendian frecuentemente, trató de convencerse de ello. ¿Pero por qué la anaconda estaba convencida de que aquel incendio lo causó él? «No vale la pena, soy el último» concluyó, para no darse falsas esperanzas, y fue de vuelta a su montaña.

    Soñó con el pasado, en otrora, cuando la vida le sonreía, cuando regentaba al clan y Muruzifiink era un nombre que inspiraba respeto entre todos sus iguales. En ese sueño el grito de los dragones retumbó por todo lo alto, música para los oídos de cualquiera merecedor de escucharlo, y continuó así por varios segundos.

    Era un sonido tan vívido, tan real… demasiado. Despertó y escuchó el inconfundible alarido del dragón a la distancia. «Imposible» pensó, incrédulo por un instante. No obstante, luego estuvo seguro de lo que escuchaba. Por primera vez en cien años, otro de su especie surcaba los cielos.


Imagen de Pixabay | lhotsky

   

XXX

   

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Ecency