Javier y la mantequilla de maní | Relato corto |

Javier y la mantequilla de maní

   

    Las grandes letras rojas brillaban en lo más alto del local, “Marcomercado” podía leerse desde cuatros cuadras antes de llegar. Javier estacionó el auto, entró y fue directo al pasillo en el que siempre estaba la mantequilla de maní. Para su sorpresa esta vez el puesto lo ocupaban diversos enlatados. «Vaya —pensó —. Bueh, de seguro la movieron de estante» y buscó por los demás en el pequeño establecimiento, sin embargo no la encontró.

    Confundido, fue hasta una de las cajas registradoras y preguntó a la cajera, esta le respondió que ayer se les había terminado la mantequilla de maní. «Ah, gracias» dijo él, inconforme. Se retiró del lugar y fue hasta el próximo minimercado más cercano, ahí tampoco tuvo suerte. Comenzaba a sentirse frustrado, sin embargo conservó la calma, desde hacía años que no pasaba un domingo sin desayunar con mantequilla de maní y no dejaría que aquel fuese el primero, así que fue hasta un nuevo establecimiento inaugurado hacía un par de semanas.

    Llegó al sitio, el estacionamiento estaba solo, desde antes de entrar pudo ver la mantequilla en el primer estante, estaban ahí, alineadas una junto a la otra. Su corazón se aceleró, ya podía sentir el sabor del maní haciéndose agua en su boca, la mano le temblaba al acercarla a la puerta para empujarla, tanta era la emoción que no notó que dentro del local no había ninguna persona, ni siquiera trabajadores, y al intentar entrar terminó chocándose con el vidrio. En la ventanilla, a su derecha, un cartel rezaba: «Horario: lunes a sábado de 8:00 a. m. a 10:p. m.». Golpeó la puerta y se subió al auto otra vez, frustrado.

    Dándose ya por vencido, luego de visitar tres locales más, emprendió camino de vuelta a su casa. «Es inaudito que una ciudad no tenga mantequilla de maní» se dijo a sí mismo, cuando vio a la izquierda del camino un negocio pequeño, una especie de bodegón, jamás notó su existencia antes. «Qué más tengo que perder» pensó, con un poco de humor, ya no tenía esperanzas de conseguir su preciada mantequilla de maní, no obstante igual necesitaba desayunar, así que buscaría algún otro untable y aprovecharía para comprar cosas de uso diario. El local, que de por sí se veía pequeño por fuera, por dentro era diminuto, los pasillos angostos resultaban un poco incómodos, pero aquello no era mal de morirse. Cogió una jalea y la puso junto con las demás cosas que llevaba, de pronto vio algo, oculto al fondo del estante donde estaba el frasco que acababa de tomar: la mantequilla de maní, por fin pudo tenerla en sus manos.

    Lo observó por un rato, «¿dónde está la trampa? —daba vueltas al frasco esperando encontrarse que estuviese roto o el contenido caducado — ¿En serio solo la olvidaron acá?». Dejó caer la cesta y camino con pasos lentos sosteniendo su premio en una mano cuando escuchó a un niño decir: —Mami, mira, mantequilla de maní —tragó seco y volteó un poco la cabeza para ver de reojo a la mujer que iba junto a su hijo en dirección a él.

    —Disculpe, señor —preguntó la joven madre — ¿en cuál pasillo la encontró? Llevamos horas buscando en media docena de mercados —Javier se quedó viendo su sonrisa, embobado, hasta que finalmente volvió en sí y contestó.

    —Eeehm… era la última… la encontré escondida detrás de la jalea —respondió y vio la cara de desilusión en el niño cuando su madre le dijo que seguirían buscando.

    «Ah, qué más da» pensó antes de dejar el frasco en las manos del infante, que saltó emoción repetidas veces.

    —De seguro tú le darás mejor uso que yo —afirmó y cuando la mujer trató de decirle que no podía aceptarlo la interrumpió —. No se preocupe, créame este es el último frasco de mantequilla de maní en la ciudad.

    —Luis, ve haciendo la fila para pagar en la caja, ¿te parece? Te veré desde acá —la madre no terminó de hablar cuando el niño ya había llegado a fila —. Muchas gracias, en verdad me tenía dando vueltas por la calle desde hace dos horas. Es que los domingos siempre desayunamos con mantequilla de maní.

    —Tranquila, lo entiendo. Soy profesor de primaria. Sé cómo son los niños —aseguró —. Además, ¿me creerías si te dijera que también desayuno con mantequilla de maní los domingos? —preguntó y ambos rieron levemente.

    —Sí, te creo, te creo —afirmó ella, había algo en su sonrisa que a Javier le llamaba particularmente la atención —. Oye, no acostumbro a hacer esto pero, ¿te parecería bien salir algún día a comer?

    —Aaaah, claro, sí, perfecto, por supuesto —respondió él, tartamudeando.

    —Esas son muchas afirmaciones —dijo ella entre risas —. Me llamo Ámbar.

    —Yo soy Javier.

    —Bien, Javier. Este es mi número —le dijo extendiéndole un trozo de papel —. Nos vemos pronto.

    Ámbar pagó y se marchó del lugar junto con su hijo; por otro lado, Javier se quedó alrededor de quince minutos pensando en lo que había pasado. «Es hermosa» repitió en su mente. De pronto, por la puerta delantera vio a unos empleados bajando cajas y acomodando un estante vacío. En las cajas traían mantequilla de maní.



Foto de Pixabay | stevepb

   

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