La habitación carmesí | Relato corto |

La habitación carmesí

   

    Primero todo era oscuridad y luego pum, una variedad de luces aparecieron: diferentes colores, tintineantes y alternadas. De un momento a desperté en una habitación desconocida, pintada completamente de carmesí, acostado en una cama con sábanas del mismo color. Las luces que me despertaron provenían de afuera, se colaban a través de la puerta entreabierta. «¿Dónde carajo estoy?» fue lo primero que pensé, obviamente. Concluí que tendría que salir para averiguarlo.

    De un salto me levanté y caminé hasta la puerta, a medida que me acerqué comencé a escuchar la música: los acordes de Chopin, inconfundibles. Apenas abrí no encontré a nadie. No obstante, a un lado, encima de una mesita de madera, había una máscara color ónice con la forma del rostro de un búho y, debajo de esta, una nota: «Bienvenido, Frederic».

    El papel tenía escritas otras cosas en letras más pequeñas, pero el constante cambio de luces en aquel sitio no me permitía leerlo. Quise regresar a la habitación donde desperté, pues antes noté una lámpara sobre la mesa de noche junto a la cama; para mi sorpresa, ya la puerta por donde salí desapareció.

    —¿Qué mierda está pasando? —me pregunté. Palpé la pared para comprobar que lo que veían mis ojos era cierto.

    Desconcertado, solté la máscara, que se rompió en decenas de pedazos contra el suelo, y seguí mi camino por el largo pasillo, al final divisé una escalera. A pesar de haber caminado al menos unos veinte metros no vi ninguna otra puerta, me di cuenta de que tampoco había reflectores, ni cornetas, ni nada por el estilo. «¿Cómo es que veo estas luces? ¿De dónde viene la música?», pensé que quizá se me pasó la mano con alguna pastilla o ácido y estaba en el transcurso de uno de esos "viajes" alucinógenos... no sería la primera vez, aunque esta sí se llevaba el premio a la más rara. Más aun cuando bajé por la escalera.

    Un montón de mujeres y hombres semidesnudos, vestidos solo con ropa interior y máscaras, todas de color ónice de diferentes animales, charlaban en pequeños grupos. Algunos sostenían copas de vino, aunque no vi que bebieran un sorbo nunca.

    —Disculpa, sé que sonará raro pero, ¿dónde estoy? —pregunté. La persona, una mujer morena y delgada, portadora de una máscara de cocodrilo, no respondió.

    Ella bailaba sola, en pasos cortos a un son completamente ajeno a la música del piano. Se detuvo segundos después de que hablé y volteó a verme, sin articular una palabra. Solo se quedó viéndome. No podía verle los ojos pero percibía su mirada a través de la careta.

    —De acuerdo... olvídalo —le dije, y me fui hacia la gran puerta al final de la sala. Esa debía ser la salida.

    Primero caminé lento, esquivando a los diferentes grupos de enmascarados. Sin embargo, sin importar cuántos pasos diera, no llegaba al final de la sala. Muchos de los presentes me observaban ya. La música terminó de golpe cuando por fin toqué la puerta. Estaba trancada: halé, no abrió. Seguí intentando, con todas mis fuerzas, una, dos, tres veces; todos clavaron sus vistas fijas en mí. Por fin la puerta cedió.

    Tras esta no había nada más que pared. Un gran muro pintado del mismo tono carmesí del cuarto en el que desperté. Comencé a tocar la superficie como loco, aquello no podía ser cierto. Volteé, la mayoría de esas personas esperaban no sé qué a pocos metros de mí.

    —¡¿Qué es todo esto?! ¡Quién carajo son ustedes, gente?! —leones, coyotes, serpientes, rinocerontes; ninguno respondió.

    De entre la muchedumbre sobresalió un hombre: más bajo que yo, espalda gruesa y musculatura detallada, su piel blanca quedaba oculta detrás de los particulares tatuajes que lucía en casi todo su cuerpo, la mayoría eran alusiones de animales domesticando y/o torturando a humanos. Tenía una máscara de gallo.

    —Hermano búho —me llamó. Al menos, entre tanto, me tranquilizó un poco escuchar otra voz que no fuera la mía —, ¿dónde está tu cara?

    —Escúchame, amigo. No quiero problemas, ni siquiera quiero saber cómo llegue aquí, solo regresaré a mi casa —debía ir con cuidado, ese sujeto podría haberme doblegado fácilmente.

    —Hermano búho, esta es tu casa.

    —A una mierda, no sé qué se traen ustedes entre manos, pero yo me largo —supuse que en algún lugar hallaría otra puerta.

    El cerdo me sujetó por el brazo. Me dispuse a clavarle un puñetazo en el rostro, él en cambio me clavó un puñal en el pecho. Caí de bruces, la sangre caliente se regó por el suelo mientras que intenté, en vano, ponerme de pie otra vez. Poco a poco todo oscureció.

    De pronto las luces, de diferentes colores, comenzaron a alternarse. Abrí los ojos, estaba en la habitación carmesí. Me levanté de la cama y salí. A un lado de la puerta, sobre una mesita de madera, la mascara de color ónice con la forma del rostro de un búho y una nota habían sido dejadas para mí. «Bienvenido, Frederic —rezaba al comienzo del trozo de papel —. Esta vez no olvides tu cara, por favor», concluía. Cogí la máscara y me la puse. Bajé por las escaleras al final del pasillo, deleitándome con el sonido del piano.


La habitación carmesí.png
Imagen original de Pexels | Skitterphoto

XXX

   

¡Gracias por leerme!

   

Posts anteriores:
Convicciones
Marea alta
Bajo escombros
Rehenes
Cuando todo acabe

H2
H3
H4
3 columns
2 columns
1 column
Join the conversation now