Bajo escombros | Relato corto |

Bajo escombros

   

    El escuadrón llegó cinco minutos después de la llamada. Un grupo, de no más de veinte personas, esperaba delante de la banda amarilla. Tobías bajó de la camioneta y caminó hasta ellos. Caminar unos pocos metros, con el pesado traje que vestía, podía resultar muy complicado, pero él ya estaba acostumbrado.

    —¿Cuál es? —preguntó. Había tres automóviles aparcados en el estacionamiento del Hospital General.

    —El azul —señaló uno de los civiles. Los demás reafirmaron el comentario.

    —Bien. Apártense, por favor —les dijo.

    Observó los tres por un rato, dos estaban mal estacionados, en ángulos obtusos, aparentemente a propósito; sospechó que los autores de aquel intento de atentado, si podía llamársele así, lo hicieron con intención de reducir el espacio, en caso de que llegase el escuadrón antibombas.

    —Urdaneta, conmigo —era el recién llegado de la división, un hombre joven proveniente del grupo de Antidrogas, En lo que a Tobías respectaba, esa sería una buena ocasión para curtirlo. Este corrió a ponerse el traje también.

    Una vez preparados ambos caminaron hasta allá. Él no dejaba de ver el escenario: el sótano, que fungía como estacionamiento del hospital. Los autos reposaban muy cerca de la viga central, quienes lo hicieron de seguro sabían que una explosión lo suficientemente fuerte podría hacer caer buena parte de la estructura.

    «Aún así —pensó. Algo hacía sentir inquietud a Tobías —, ¿cuánto explosivo podrá haber en ese auto? Se necesitaría mucho poder de fuego para derribar estas vigas». Concluyó que debían revisar los dos vehículos de los costados, y luego irían al del centro, que es donde los testigos afirmaban haber visto la bomba.

    Dentro de los dos primeros no encontraron cargas de C-4, sin embargo ninguna estaba preparada para detonar. Aquello aumentó sus sospechas, parecía un trabajo demasiado errático, casi amateur, «Pero el explosivo plástico es caro. ¿Realmente desperdiciaron estas cargas así?».

    —Guarda distancia —ordenó al novato —, yo abriré.

    Se acercó, desde afuera pudo ver la enorme caja, cual sea el material del que estuviese hecha se veía resistente. Rompió el vidrio trasero y abrió; entonces notó el humo. «Esto no es caliente —se quitó un guante y confirmó sus sospechas: dentro del vehículo hacía frío —. Demasiado frío».

    Abrió la caja, abarcaba la extensión del maletero completo, contenía un montón de cilindros metálicos, al menos medio centenar, y a cada costado dos cargas más de C-4.

    —¿Qué son esos tubos, jefe? —Urdaneta, que ya estaba otra vez junto a él, lucía muy intrigado.

    —Creo que es hielo seco —el humo brotaba con mayor fuerza de la caja, por momentos el contenido se difuminaba —. Concentrémonos en el C-4. Veo unos cables ahí.

    —Mierda —exhaló de pronto el novato.

    —¿Qué pasa?

    —Jefe... corra.

    —¿De qué estás hablando?

    —Hace un par de años vi algo similar, fue una operación en la vivienda de un narco. ¡No es hielo seco! ¡Tenemos que salir de aquí ya!

    —Cálmate, muchacho —no entendía por qué estaba alterado —. Explícate.

    —¡Jefe es nitrógeno, lo de los tubos! ¡Tiene que ser algún compuesto de nitrógeno! ¡Los tubos están a presión, el calor disparará la presión! El calor de este estacionamiento. La caja cerrada los mantenía fríos. Tenemos que salir de aquí ya.

    Mientras hablaba retrocedía en pasos cortos, sin dejar de ver la caja como un niño que ve a un monstruo. Tobías también la veía, pero trataba de hallar una solución, en sus conjeturas no la encontró: «Fue una trampa —concluyó —. Probablemente alguno de los testigos es participe de esto, querían que el escuadrón antibombas lo detonase por accidente —se sintió estúpido, aún en sus años de experiencia era la primera vez que enfrentaba algo así —. El nitrógeno creará una reacción en cadena, activará el C-4... probablemente todo el sótano nos caiga encima y...».

    —Jefe... —interrumpió Urdaneta, cada vez más visiblemente asustado. Se había quitado el casco.

    —¡Corran, corran, corran! —gritó a los presentes en la entrada del estacionamiento. Estos, aunque confundidos, hicieron caso casi al instante —. Ponte tu casco, Urdaneta. No saldremos de aquí a tiempo.

    Así fue, mientras corrían hacia la salida el dispositivo se activó. Primero sonaron un par de golpes metálicos, luego una explosión tras otra. Escuchó el quiebre de la viga y, finalmente, los grandes escombros del techo cayeron. Uno de ellos lo tumbó, luego otros le hicieron presión encima.

    Todo quedó completamente oscuro bajo los cimientos. Tobías, acostado boca arriba, no sentía las piernas. Escupió un par de maldiciones y, con la ayuda de una pequeña linterna, notó que una vara metálica le atravesaba desde la pantorrilla. «Duele de mil demonios, de seguro me rompí el fémur», lamentó. Se preguntó si Urdaneta habría tenido mejor suerte.


Bajo escombros.png
Imagen original de Pexels | Carl Newton

XXX

   

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