La rutina del viejo Andrés

En el pequeño pueblo de San Isidro, todos conocían al viejo Andrés. Cada tarde, puntualmente a las cinco, Andrés entraba en la cafetería del barrio. Saludaba con una sonrisa y un saludo amable, y tomaba su lugar habitual junto a la ventana. Pedía lo mismo siempre: un café con leche y una galleta de chocolate.


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Para Andrés, esta rutina era más que una simple merienda; era un momento de contemplación y conexión con el mundo que lo rodeaba. A través de la ventana, veía pasar las estaciones, los rostros conocidos y los nuevos. La cafetería, con su aroma acogedor, se había convertido en su refugio.

La gente del pueblo lo admiraba por su constancia y su espíritu afable. Los niños le pedían historias, y Andrés nunca decepcionaba con sus relatos llenos de aventuras y sabiduría acumulada a lo largo de sus 94 años.

Pero una tarde, Andrés no apareció. El reloj marcó las cinco, las seis y más tarde las siete, pero su silla junto a la ventana permanecía vacía. La preocupación se apoderó de los habituales de la cafetería. A la mañana siguiente, la noticia se confirmó: Andrés había fallecido en su casa de un infarto, silencioso y sereno, como había vivido.

La pérdida de Andrés dejó un vacío tangible en San Isidro. La cafetería, aunque llena de clientes, parecía extrañamente silenciosa sin su presencia. Sin embargo, sus historias y su legado de amabilidad perduraron. Cada tarde, a las cinco, alguien pedía un café con leche y una galleta de chocolate, en honor a Andrés. Era su manera de mantener viva la memoria de un hombre cuyo simple hábito se había convertido en el corazón latente del pueblo.





Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.

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