De Ítaca a Montserrat: la metáfora del viaje iniciático

Hablemos de Ítaca. O mejor aún: hablemos de viajes. Detengámonos un minuto en repasar esa oscura emoción que subyace en el alma, condicionando los deseos del Ulises que todos llevamos dentro y abandonemos Troya con la vela del palo mayor apuntando hacia el horizonte. Y al hacerlo, recordemos, como un pequeño tributo a Homero, esos viajes especiales, trascendentes e iniciáticos que encaminan los pasos del hombre hacia lugares donde el tiempo –soberano regidor de los subterfugios de la paradoja y el engaño- parece haberse detenido. Hablemos, también, puesto que figuran en nuestra ruta, de caminantes y de santuarios. Recordemos esas rutas sagradas, cuyo polvo especial ha de pegársenos para siempre a los ligeros talones del alma, mientras recorremos la espiral del juego mágico, avanzando de oca en oca y volviendo a avanzar, porque el fatum o destino dice que así nos toca.
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El viaje ha de procurarnos sorpresa y emoción, sin importar cuán largo o corto sea. De tal manera, que de emoción en sorpresa y de sorpresa en emoción, imaginemos que en nuestro arduo caminar, hemos llegado a una montaña muy especial, donde compramos tiempo o maná para el espíritu. Pero no ese tiempo, intrascendente como una baratija, que malgastamos a diario con espléndida indiferencia; sino aquél otro tiempo, real y valioso como el oro, del que nos hablaba Mircea Eliade en su novela autobiográfica La noche de San Juan, donde Jano, el dios de las dos caras, nos ofrece la oportunidad de casar pasado con presente, dotándonos de la sensación de tener a nuestra disposición, ese utópico eufemismo denominado sambô.
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Como sambô, espacio o lugar privilegiado, Montserrat y su santuario son como esa corte de arbitraje –comparativamente hablando- donde la Magna Mater hace que uno se reconcilie consigo mismo y haga las paces con el tiempo, dejándose arrastrar por ese irresistible magnetismo telúrico, que ya en el pasado atrajo, empujados por ese terrible Arcano que es la Rueda de la Fortuna, a desventurados navegantes. Tal sería el caso de Remondín, desafortunado fundador de la casa de Lusignan y su malograda historia de amor con la sobrenatural Melusina. Remondín terminó sus días como ermitaño en Montserrat. En cuál de las innumerables ermitas que se levantan como luciérnagas alrededor del santurio, lo ignoro. También ignoro si fue el agua, con su danza y su canción –como afirmaba Rabindranath Tagore- y no el hombre y su martillo, quien pulió las rocas hasta darlas una forma caprichosa, paraidolia fácil de comprobar, sobre todo en aquellas que semejan un mono y un elefante.
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Sea a través de ese corazón hermético en el que mora la Magna Mater –Nigra est, hijas de Jerusalén, porque a pesar de estar en su cueva también la ha tostado el sol-, o una de sus facetas, transfigurada en esa mentalista tejedora de ilusión, que es Circe, sus besos telúricos obnubilan los deseos de peregrinos, caminantes y navegantes, que una vez superados los considerables riesgos de esa Escila y Caribdis que son sus propios miedos, arriban al lugar. Un lugar que se siente, que transmite, que aporta esa poco conocida impresión de estar en paz con el mundo hasta de haber firmado un armisticio con las entrañas, al contrario que la guerra que arrostraba consigo mismo el inmortal bate u odiseico poeta Don Antonio Machado.
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Breve crónica de una Ítaca llamada Montserrat.
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