El viejo solitario | Relato corto |

El viejo solitario

 

    Miguel Ángel y Ángel Miguel eran gemelos, algo fácil de notar por su apariencia además de sus nombres. Nacidos y criados en el seno de un gueto, aprendieron a temprana edad que en las calles no existía más ley que la de la supervivencia del más apto, una cuestión de ser presa o cazador. Hacía un año su madre había muerto. Su tío, bajo cuyo cuidado quedaron, les dijo había tenido una sobredosis o, como él lo llamó, una «mierda de esas con el crack», ahora vivían con él y los Moros, la organización que tenía el control de la zona.

    Ese día los chicos cumplían quince años, la edad en la que «los niños se hacían hombres», según decían quienes hacían vida con los Moros. Su tío puso la pistola sobre la mesa. «Hoy se convertirán en Moros, oficialmente —les dijo —. Hagan lo que tengan que hacer». Ellos sabían qué hacer, la misión era simple: entrar a la casa de un viejo y robar algunas cosas de valor. Dinero, unas joyas, lo que fuese. Lo harían en la noche, sin hacer ruido, nadie tendría que salir herido y les permitirían ir a los dos juntos; una iniciación relativamente sencilla.

    Todo se puso en marcha, aunque no había lo que pudiera decirse un 'plan' elaborado, solo se quedaron a las afueras de la casa, caminando por los alrededores, a la espera de que el anciano entrara, ya que toda la tarde/noche estuvo sentado en una mecedora en el frente, y apagara los bombillos. Esto último sería la señal, el viejo se iría a dormir y ellos entrarían. En este tiempo Miguel era quién llevaba el arma, Ángel no quería tenerla cerca. Aunque no tendrían que usarla, por lo cual Ángel trató de convencer a su hermano de no llevarla, Miguel insistió: «Puede haber algún problema, hermano —dijo, muy convencido de cada palabra que pronunciaba —. Puede que al viejo lo visiten y tengamos que asustar a alguien». No lo visitaba nadie, ambos lo sabían, tenían semanas viéndolo, su tío lo había elegido específicamente a él para que pasaran la iniciación sin contratiempos y sin tener que mancharse las manos.

    Había llegado la hora, la casa estaba a oscuras. Caminaron hasta ella y saltaron la pequeña reja, de poco menos de un metro y medio de alto, confiados del amparo que les brindaría la oscuridad. Cada uno caminó por un lado de la casa, el que encontrara una ventana abierta u otra forma de acceder debía volver para avisar al otro. Fue Miguel el que precisamente abrió una ventana con el seguro flojo.

    —Esta casa huele a cadáver —dijo Ángel al entrar, llevaba puesta una máscara de cerdo, una baratija de una tienda china, la de su hermano era de perro. Miguel le dio un golpe en la cabeza y le hizo seña de que se mantuviera callado. En efecto la casa tenía un olor particular, pero no de cadáver sino ese aroma extraño que desprende algo antiguo, que se ha mantenido guardado en una misma posición por mucho tiempo.

    En la cocina y el sótano no habían encontrado nada interesante por lo cual supusieron que lo valioso estaría en el cuarto del viejo, arriba. Era extraño que un anciano viviera solo en una casa tan grande, cuatro habitaciones vacías, dos baños, un sótano para un hombre solitario. Ambos subieron las escaleras; Miguel entró primero, con una mano abrió la puerta al tiempo que sostenía la pistola con la otra, adentro no había nadie. Ángel sintió el tacto frío de dos cañones en la espalda.

    —Si te volteas mueres, muchacho —el viejo sostenía una escopeta pegada a su espalda. Miguel volteó de inmediato y amagó con apuntar con su arma —. ¡Haz algo estúpido y verás las tripas de este desparramadas por todo el lugar!

    —Miguel... —el miedo en los ojos de Ángel se veía a través de la máscara.

    —Ah, así que te llamas Miguel —¿por qué había dicho su nombre? eso había sido una estupidez, ahora Miguel estaba preocupado y molesto con su hermano —. Muy bien, Miguel, ¿qué te parece si bajas el arma y la pateas hasta acá, lentamente —la bajó, no obstante no se la dio.

    —Por favor, amigo. Nos iremos, nos iremos, te juro que nos iremos y ya —repetía Ángel una y otra vez. Las piernas le temblaban casi tanto como las manos, parecía estar a punto de defecarse encima.

    —¿Qué edad tienen? —preguntó de pronto. «Quince» respondieron los gemelos al unísono —. Quince años... oh Dios. Ustedes no deberían de estar aquí. ¡Largo!

    Los chicos salieron de la habitación, apuntados en todo momento por la escopeta del hombre que les decía que no quería volver a verlos por ahí nunca más. «No me importa que sean niños, los llenaré de plomo si vuelvo a verlos» espetó. Bajó con ellos las escaleras hasta la ventana por la que habían entrado, cuando finalmente salieron y el viejo soltó el arma para cerrarla dos manchones rojos, acompañados de un par de detonaciones y trozos de vidrio desperdigados, aparecieron en su pecho y estómago. Ángel estaba tan incrédulo como el vejestorio al desplomarse contra el suelo, mientras Miguel volvía a guardarse el arma.

    —¿Qué hiciste? —preguntó Ángel, aún atónito.

    —Lo que había que hacer... vamos —respondió Miguel, con un semblante sombrío, señalando la ventana rota. Ambos entraron a la casa nuevamente.



Foto de Pixabay | sluehr3g

   

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