Una vez más me acomodo en el asiento de mi nave del tiempo y despegó para viajar en ese universo de mis recuerdos. Hay quienes dicen que cuando se supera la barrera del medio cupón los recuerdos se desvanecen. Pienso que eso les pasará a los despistados o cortos de memoria. No lo he querido expresar de mala forma, por favor tómalo de buena gana.

Yo puedo trasladarme hasta los cuatro años. Te pudiese decir que puedo ir más allá, hasta la competencia, la carrera del que llegara y fecunda al óvulo, pero no me lo vas a creer. Por ello vamos a quedarnos en los cuatro años para acá.

A los nueve años ya estacionaba el carro de papá en el garaje de la casa allá en Maracay. Eso lo hice gracias a mi empeño en jugar muchos años con mis Hot Wheels o con mis Matchbox o los camiones Tonka. Pero en mis juegos, no solo hacía que mis carritos fueran a velocidades astronómicas, sino que me fascinaba jugar a que los estacionaba. Eso era una adición. Mientras mis hermanos hacían volar los carritos por las pistas, yo me esmeraba en medir el vehículo, el espacio y estacionar. Retroceder los camiones y vaciar cargas. Eso era lo máximo. Jamás hubiese pensado que eso me ayudaría para luego aprender a conducir. Lo otro fue que me comí al derecho y al revés el manual del carro de papá, llegando a darle respuestas a mi padre. Me sentía poderoso.

Por mis manos pasaron un juego de microscopio y uno de química. Era todo un genio científico creando cualquier cantidad de mezclas y la que más recuerdo fue la tinta invisible. Cuando el microscopio llegó, perseguí a media familia para puyarles los dedos y así examinar la sangre. Eran días que afirmaba que sería médico.

Pero lo más maravilloso, la cumbre de mis juegos fueron los LEGO. Hice casas, carros, monstruos, naves espaciales y cualquier cosa que pasara por la mente y que se ajustara a esos bloques. Tremendo invento ese. Esas piezas me hicieron considerar la ingeniería como profesión.

En ese paréntesis, que cubría los carritos, los bloques y los juegos de científico loco, también estaba el contar historias inventadas por mí. Yo era el cuentacuentos de mis hermanos, uno de mis juegos favoritos. Mamá que amaba escribir, supo despertar en mí el amor por escribir y me hizo verlo como un juego. Así logré escribir mi primer cuento que trataba de príncipes y princesas. Ese primer cuento no sé a donde fue a parar, pero nunca se me olvidó por completo. El príncipe Chor y la princesa Chan llegaron a mi blog en HIVE. Lástima que una profesora de lengua y literatura que no supo ver mi potencial (digo yo), con su mal criterio, me alejo de la escritura. Me sentí que no servía para ello. Hasta que un día el buen amigo @nahupuku con su sabiduria despertó con un comenatrio al escribe cuentos: yo y mis locuras.

A medida que vamos creciendo, la sociedad nos llena de exigencias y responsabilidades que intentan matar la ingenuidad y, por lo tanto, los sueños y alegrías. Yo sumergido en mi concha, he tratado de mantener ese espíritu de niño. No me da vergüenza expresarlo, soy un niño viejo, algo así como “Jack”, la película que protagonizó Robin Williams.

Ese toque de locura, esa cosa rara que vive en mí me fascina, me hace sonreír porque siento que nunca deje de ser un niño lleno de sueños. Hay quienes me critican, se burlan, pero en mi inocencia protectora esas palabras de envidia o malintencionadas no me hacen ni coquito.

Soy un niño viejo y feliz. ¿Quieres jugar?