El día que la abuela Victoria le informó al abuelo Mateo que empezaría formalmente su carrera universitaria, el abuelo le salió con el patatín rayado de siempre, «que tú estás loca», «que quién atenderá a los niños», «que qué iba a pasar con él»; con esto último que dijo, la abuela no lo midió con la vara del machismo con que se medía a los hombres de su época, le pareció tierno que en su desespero acudiera a este recurso para intentar doblegarla y siguiera dedicándose solo a la casa, a los hijos y a su marido.

     Pero la abuela había decidido y esa noche él tuvo que elegir entre dormir en el mismo cuarto con la futura maestra o dormir en el chinchorro colgado en el corredor.

     Con los días se intensificaron las quejas, «que los niños están descuidados», «que la casa perdió el calor de la madre», «que al matrimonio se le apaga la llama»; y la abuela se levantaba más temprano, pedía a las tías que cuidaran los niños, al más pequeño lo llevaba con ella, y hasta llegó a dormir en el chinchorro para no escuchar el patatín rayado del abuelo antes de tirarse a la cama a roncar como un león.

     El tiempo pasó; el abuelo ese día se puso su corbata, su traje especial y llegó con la abuela a misa y más tarde a la graduación. Para ese entonces la selfie hubiera sido algo ridículo, y como lo que había eran esas cámaras que no repetían la misma foto tantas veces como ahora, el abuelo se acomodó al lado de la abuela y junto a los hijos, que para entonces no habían nacido 2 de los 9 que tuvieron, posaron para una bonita foto que aún se conserva en la antigua casa familiar.
     El abuelo también le hizo la celebración. Y cuando se marcharon los invitados, le dijo:
     ─Bueno, ya te graduaste, ahora puedes volver a ser la de antes.
     La abuela corrió al cuarto, regresó, le puso el chinchorro en las manos y le deseó las buenas noches.