La ciudad: un derecho negado a las personas con discapacidad

Símbolo Internacional de Accesibilidad Fuente

Ya lo dijo Héctor Lavoe, la calle es una selva de cemento. Y por extensión, la ciudad. Pero en este caso no por los peligros y riesgos propios de la delincuencia sino por la frondosa frialdad e indolencia que la caracteriza.

Ellas fundamentan su desarrollo en cemento y acero. Se convierten en estructuras rígidas e inaccesibles para aquellos que, como yo, se atreven a enfrentarla desde una silla de ruedas.

Me desplazo por la ciudad de San Felipe con frecuencia o al menos eso intento. La Constitución de mi país dice que lo puedo hacer libremente y por cualquier medio, pero se olvidó de notificarle a los que construyen, a los que estacionan, a los que venden, a los que hacen de las aceras vertederos de basura, a todos.

No me extenderé y resumiré el viaje del día en un par de cuadras. Para comenzar una camioneta “full equipo”, pero sin conciencia, obstaculiza un mínimo intento municipal de accesibilidad. La pequeña rampa que me facilita incorporarme de la calle a la acera queda escondida detrás del vehículo. El responsable es propietario del establecimiento comercial de esa misma esquina, luego de bordear el estorbo y someter a mi madre al esfuerzo de subir mi silla de ruedas por el lado más alto de la acera, lo observo con cara de reclamo. Solo se encoge de hombros como diciéndome “¿qué quieres que haga?”.

Ya en la acera la situación no mejora. Toca sortear a vendedores ambulantes, los acostumbrados desniveles y agujeros en el concreto, y tomándole prestada una frase al cantautor Joaquín Sabina, a una nueva epidemia que sufren las aceras: los “smombies”, individuos, que sin empatía alguna por el resto de la especie humana, caminan despreocupados, sin prisa ni consideración, esclavizados por las pantallas de sus teléfonos móviles.

Con suerte llego a la próxima esquina. En la rampa otro carro, pero de venta de jugos. Solicitar el permiso necesario resulta más sencillo, pero mi cara de reclamo es la misma. Una alcantarilla a medio colocar, otro vehículo sobre el rayado peatonal, lo de siempre.

En la próxima cuadra entro a una entidad financiera, entiéndase banco. Necesito efectivo. Efectivo que me he ganado con mi trabajo, detalle que a los dueños y trabajadores del banco les interesa poco. Su misión, aceptada con profunda devoción, es torpedear las intenciones de sus clientes.

Para comenzar, como es típico, varios altos escalones me dan la bienvenida. No falta el extraño que me echa una mano. Adentro las personas entienden que tengo cierta prioridad, por ley, costumbre o amabilidad; sin embargo, las agudas miradas se clavan en mí con cierta recriminación o “envidia”.

Llego a las taquillas. La única identificada para atención a personas con discapacidad no tiene la altura adecuada. Esto me roba la posibilidad de deleitarme en la indiferencia del rostro de la persona que me atiende.

En esta selva de cemento que son las ciudades, los bancos forman un hostil ecosistema aparte. Con una cadena alimenticia propia, único lugar en nuestro país donde los dueños del dinero son el eslabón más débil. En la cima, distanciados y protegidos de cualquier contacto con la realidad, burócratas depredadores especialistas del caos. Pero ya ese es tema para otra canción.

As Héctor Lavoe said, the street is a concrete jungle. And by extension, the city. But in this case, not because of the dangers and risks of crime, but because of the coldness and indolence that characterizes it.

Cities base their development on cement and steel. They become rigid and inaccessible structures for those who, like me, dare to face it from a wheelchair.

I move around the city of San Felipe frequently, or at least I try to. The Constitution of Bolivarian Republic of Venezuela says that I can do it freely and by any means, but it forgot to notify those who build, those who park, those who sell, those who make the sidewalks their garbage dumps, everyone.

I won't go long and summarize the day's trip in a couple of blocks. To begin with, a "full equipment" van, but without conscience, obstructs a minimum municipal attempt of accessibility. The small ramp that makes it easier for me to get from the street to the sidewalk is hidden behind the vehicle. The person responsible is the owner of the commercial establishment on that same corner, and after skirting the obstacle and subjecting my mother to the effort of getting my wheelchair up the highest side of the sidewalk, I look at him with a grumbling face. He just shrugs his shoulders as if to tell me "what do you want me to do?".

Already on the sidewalk the situation does not improve. I have to avoid street vendors, the usual unevenness and holes in the concrete, and borrowing a phrase from the singer-songwriter Joaquín Sabina, a new epidemic that the sidewalks suffer: the "smombies", individuals who, without any empathy for the rest of the human species, walk carefree, without any hurry or consideration, enslaved by the screens of their cell phones.

With luck I reach the next corner. On the ramp another cart, but selling juices. Applying for the necessary permit is easier, but my complaining face is the same. A half-finished culvert, another vehicle on the pedestrian striping, the usual.

In the next block I have to enter a financial institution, I mean bank. I need cash. Cash that I have earned with my work, a detail that the owners and workers of the bank care little about. Their mission, accepted with deep devotion, is to torpedo the intentions of their clients.

To begin, as is typical, several tall steps welcome me. There is no shortage of strangers to lend me a hand. Inside, people understand that I have a certain priority, by law, custom or some kindness; however, sharp gazes are fixed on me with some recrimination or "envy".

I arrive at the lockers. The only one identified for attention to people with disabilities is not the right height. This robs me of the possibility of delighting in the indifference of the face of the person who attends me.

In this concrete jungle of cities, banks form a hostile ecosystem apart. With a food chain of their own, the only place in our country where the owners of the money are the weakest link. At the top, distanced and protected from any contact with reality, predatory bureaucrats specializing in chaos. But that is a subject for another song.


Foto de Ann H en Pexels

Traducción realizada con DeepL Translate

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