Vivir aquí.

  Montarte en un camión “volteo” para llegar a tu destino porque la ruta de la universidad se accidentó dos veces seguidas y ya en la segunda se había dañado el repuesto. 

  Caminar por los túneles del metro porque el tren en el que venías empezó a fallar y el operador no sabía qué hacer, además de tener que salir por una estación que no conoces porque estás nuevo en la ciudad.

 Esperar dos horas por un autobús porque solo están trabajando dos.

 Esperar media hora en el andén sin saber si hay retraso o no porque nadie informa, por el altavoz solo dicen “mantente alejado de la franja amarilla”. 

  Pensar que la harina de maíz es oro puro. Y el dinero en efectivo también. 

  Caminar kilómetros hasta tu casa porque no quisiste gastar un pasaje exorbitante. 

  Ir al comedor de la universidad y verlo cerrado. Sin nadie que forme un alboroto por eso. 

  Ver los pasillos de tu facultad cada vez más y más vacíos.   

  Ir con el dinero escondido en partes donde no deberías tener dinero. Ir con cara de enojo aunque por dentro estés muerto de miedo. O quizás lo contrario, ya no le temes a nada. 

  No pagar el metro. Pagar por protección. No pagar por inscripción de semestre. Pagar por las notas. Pagar para tener dinero en efectivo.  

  Y aun así, despertar todos los días, con un ímpetu en tu espíritu que te hace pararte de la cama, hacerte el desayuno y querer creer que quizás hoy sea un buen día.    

Fuente

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23 de enero (Excursión al Museo Aeronáutico de Maracay)

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