El día que me iban a robar pero al final no

Como ya deben saber, vivo en Venezuela, un país difícil de describir sin entrar en una intensidad pasional indeseada. Y si no lo sabían, no debe ser para ustedes ninguna sorpresa, dado que la mitad de la comunidad en español de Steemit reside en estas tierras. Es lo que pasa cuando tu moneda vale menos que el dinero de World of Warcraft.

Para nadie es un secreto que Caracas es una ciudad peligrosa, muy peligrosa, y a todos los caraqueños de más de diez años los han asaltado en alguna oportunidad, o al menos lo han intentado. El que diga que no, está mintiendo... o es un superhéroe. Como yo no soy un mentiroso —ni un superhéroe— admito públicamente que me han robado y me han intentado robar en repetidas ocasiones; más de dos. Pero este es un país donde la gente con traje escarba en la basura y los perros callejeros se trasladan en metro, así que un robo venezolano no podía ser una cosa normal tampoco.


Voy a poner esta imagen de un gatito robándose un pizza, que encontré en una página de dudosa legalidad, para apreciar lo lindo que es y olvidarnos por un momento lo horrible que son los robos de verdad.

El sentido común nos llevaría a pensar que un ladrón es un espécimen similar a este mapache; se acerca silenciosamente, hace su trabajo con gran habilidad e impresionante maestría, para marcharse lo más rápido posible. Tiene sentido, ¿no? Están haciendo algo en teoría ilegal. Pero a los choros venezolanos les chupa un huevo la ética de trabajo. De cierta forma a uno le gustaría que lo robaran con la elegancia del mapache, pero hasta eso nos niega este degenerado país. Nuestros ladrones no han perfeccionado nada, no lo necesitan; no importa cómo lo hagan siempre se saldrán con la suya. No obstante, en ocasiones su falta de experiencia les juega malas pasadas, lo cual puede llevar a situaciones un tanto bizarras, y que quedan en la memoria de uno como anécdotas graciosas para contar si tienes un blog y no se te ocurre nada relevante que escribir.

Recuerdo en especial una historia de hace unos tres años. Fue un día de noviembre, yo volvía del liceo con mi franela arrugada porque en la mañana no había electricidad para plancharla, y todo lo que pude hacer fue ponerme un suéter por encima para ocultarla, aun cuando hacía un calor de muerte. Alguna que otra brisita rezagada de la temporada de lluvias me refrescaba la cara empapada de sudor. Yo venía saliendo del metro con los audífonos, conectados al celular en mi bolsillo por un extremo y a mis oídos por el otro, visibles a todo el que quisiera mirar.

Iba a cruzar la calle, mi forma de escapar de la masa de gente que se acumula a las puertas del metro, cuando noto a un chamo de unos 20 años, tez morena, de pelo muy corto, alto —más alto que el yo de 13 años— y con una camisa que brillaba de lo blanca que estaba. Sinceramente, no parecía como alguien que vieras y pensaras «Ve, un ladrón», pero como yo soy bien paranoico supe de inmediato que el tipo me estaba siguiendo. Sin embargo, la presunción de inocencia exige a la víctima presentar pruebas del caso, así que yo necesitaba pruebas de que en efecto se trataba de una persecución y no simplemente de una casualidad en que dos personas caminan hacia el mismo sitio a la misma velocidad. Crucé la primera carretera y él cruzó a mi lado hasta alcanzar la acera que divide los distintos sentidos en la avenida. Era mi oportunidad. Me detuve momentáneamente para dejarlo seguir y adelantarlo por la espalda, una maniobra un tanto extraña, pero se trataba de una situación desesperada. "Si sigue de largo es porque no me estaba persiguiendo y yo podré continuar mi camino tranquilo". No siguió de largo. Se detuvo casi a la vez, y sólo entonces pude notar que, de hecho, el señor ladrón me estaba observando. Me esforcé mucho en no crear contacto visual. "Ya está, pruebas". Seguí mi camino, y, como activado por un interruptor, él caminó de nuevo.

—No te asustes chamo, no te voy a robar ni nada —me confesó, y a día de hoy aún no sé si lo decía en serio o si me estaba mintiendo descaradamente. También procedió a ponerme la mano sobre el hombro, cosa que, lo admitiré, me puso bastante nervioso—. Coño chamo estás pálido. Tienes los labios morados. Cálmate menor, que no te voy a hacer nada.

—Coño mano es que uno nunca sabe y tiene que andar es alerta por la vida —Obviamente armé de inmediato mi acto, y me transformé en un chamito medio malandroso que no estaba nada asustado. No sé si es algo común pero me gustaría pensar que no soy el único que aprendió a hablar el idioma de los choros, sólo porque podría ser útil en algún momento, y te hace parecer más preparado para la calle, menos vulnerable. Al menos a mí me hace sentir así, y eso me pone un poco más tranquilo.

—Sí menor pero tampoco así. Tienes que andar pendiente por la calle pero te vas es a desmayar. Quítate esos audífonos. ¿Vives por aquí? ¿Dónde vives?

"Claro que te voy a decir dónde vivo". Comenzamos a cruzar la segunda carretera, su mano aún sobre mi hombro, y yo echando creatividad. Pensaba qué decirle para no compartir dónde vivo pero sin sonar sospechoso. Obviamente no quiero que un ladrón crea que soy una persona desagradable que anda por ahí mintiéndole a desconocidos.

—No güevón yo no vivo por aquí. Vine a visitar a un pana, voy un pelo apurado.

—Chamo necesito un favor tuyo. Quédate aquí un rato, pásate para acá —Su mano izquierda fue suficiente para jalar a un niño de 13 años y ponerlo a su lado, según él para que no me atropellaran como un imbécil, pero yo sabía que era para evitar que saliera corriendo.

—No puedo jefe, mala mía. Ya llamé al pana este y no lo quiero hacer esperar como un güevón —Último intento de escapar sin mayor altercado. A lo mejor era cierto que él no me quería robar, y de verdad necesitaba ayuda. Si ese era el caso me dejaría ir, y yo me sentiría inmediatamente mal porque no había ningún amigo esperándome, y yo habría rechazado ayudar a una persona en necesidad.

—No seas marico, tú sabes que no te vas a ir. Mira, esto es lo que vas a hacer. Te vas a quedar quieto aquí hablando conmigo, haz como si yo fuera tu hermano, actúa normal. Nada de gritar, no vas a correr, tú no eres estúpido ni vas a hacer ninguna estupidez, ¿estás claro? ¡Chamo te van a atropellar! —Mientras me explicaba las reglas de aquel juego al que nunca accedí a jugar, yo, no muy disimuladamente, me comencé a escabullir y acabé estando frente a él en lugar de a su lado, en una posición en la que podría salir corriendo si así lo quería. Pero al parecer no fui suficientemente sutil, y el señor se acabó dando cuenta. Me volvió a colocar en mi lugar.

—Chamo no entiendo, ¿me vas a robar en medio de la avenida? No me puedes robar —Mientras decía esto obviamente fui por mi segundo intento de escapar. Volví a fallar. Me jaló por el brazo.

—Quédate quieto mamagüevo. Yo tengo una navaja aquí en el bolso pero no te quiero hacer nada porque eres apenas un carajito de liceo. Y no te estés jamaqueando cuando te agarro. Somos hermanos.

—Los hermanos pelean a veces, y no me voy a estar dejando agarrar por un carajo que ni conozco. ¿Qué quieres? Voy apurado —La verdad me estaba empezando a cansar del acto de hermanos, y mi supuesto amigo me estaba esperando en su supuesta casa. Simplemente quería que me dijera que le diera el celular, y se acabara todo ahí.

—Cállate esa boca si no quieres que te de una puñalada —Y se quedó callado él. Parecía pensativo. Comenzó a ver hacia los lados, diría que incluso con un poco de frustración. Yo aproveché la oportunidad para llevar a cabo mi tercer intento de huida. A mitad de camino su consciencia volvió, y me agarró por tercera vez del brazo, pero esta vez no hubo ningún tirón—. Mira, esto... esto es lo que vas a hacer. Y quiero que hagas lo que yo te digo, si te intentas hacer el inteligente te mueres —"Me va a pedir que le esconda una pistola o que le lleve una droga a alguien o algo así"—. Tú te vas a ir caminando, a un ritmo normal, nada pasó, y no te vas a voltear en ningún momento. Dale, pira de una vez.

Lo obedecí. No me dejó otra opción. Mucha amenaza para lo accesible que fue su petición, pero ese no era el momento apropiado para poner en duda el procedimiento del señor que por unos tres minutos fue mi hermano. Comencé a caminar, tal como él me pidió, y me metí por un callejón de mala muerte lleno de tiendas de todo lo que te puedas imaginar. A la mitad entre la entrada y la salida de aquel minimercado me di la vuelta, desobedeciendo así a quien 30 segundos atrás me amenazaba con apuñalarme. No me estaba persiguiendo. Comencé a correr. Dos cuadras más adelante disminuí la marcha y me centré en otras prioridades. No entendía qué había pasado, pero mi bendecida mente de paranoico comenzó a hacerse todo tipo de ideas, y fue entonces cuando me di cuenta que el peligro no había pasado aún. Me quité los lentes, guardé el suéter en el bolso y me saqué la camisa; incluso me cambié el pelo, porque sé que hacia un lado parece ser el triple de largo que hacia el otro, y me hace ver como una persona totalmente distinta. Se me había ocurrido que quizá el trabajo del de la camisa blanca era fichar, delante del metro, a las personas que se veían robables, y notificar a otros más adelante que serían los encargados del robo real. Si ese era el caso, ellos no se cruzarían con el mismo Wilderman que les describieran.

Afortunadamente logré llegar a mi hogar sin que me secuestraran, pero no por ello me pude quedar tranquilo. Aún no entendía lo que había ocurrido. De camino a mi casa me encontré con una tía cargada de bolsas; ofrecí mi ayuda como excusa para no seguir caminando sólo por la calle. Inmediatamente me preguntó por qué estaba tan sudado.

—Venía corriendo. Estaba caminando por la avenida y un tipo me sacó una pistola y me preguntó si yo era el hermano de un tal Alejandrito. Me estaba prometiendo unos tiros así que en vez de aclarar la situación y explicarle civilizadamente que ese no es el nombre de mi hermano, preferí salir corriendo —Mi confusión era tal que ni siquiera lo podía contar; sentía que, de compartir lo que me acababa de pasar, me ganaría un regaño o algo similar. Ante la situación de hablar sobre cómo alguien me acababa de ofrecer unas puñaladas, preferí contar que me habían ofrecido unos balazos, cosa que me había ocurrido unas semanas antes.

Reflexioné largo y tendido lo que había ocurrido y sólo llegó a mi mente una idea, una explicación. Comencé a quitarme y revisar sistemáticamente cada una de las prendas de vestir que traía puestas. Primero la camisa; no había mucho que buscar. Luego el pantalón, hurgando en cada bolsillo. Suéter, viendo incluso en la capucha por si acaso. Entonces me decidí a ver detenidamente cada bolsillo de mi bolso. Nada. No me habían metido droga. Me di por vencido, y me acosté a dormir sin comprender lo ocurrido.


Una semana más tarde, de nuevo volviendo del liceo, de nuevo en la misma estación de metro y de nuevo en un día caluroso, justo al salir del tren y dirigirme a las escaleras, lo vi. Tez morena, cabello corto, alto, un chamo en sus 20 con camisa blanca. Venía en el mismo vagón que yo. Lo noté de reojo. No sabe que lo vi pero yo estoy completamente seguro que me está observando. Hago el amago de subir por las escaleras normales, él se desvía conmigo sin quitarme ojo de encima. De inmediato recalculo mi ruta y me dirijo a las escaleras mecánicas. Me sigue. Pongo un pie sobre el primer escalón y comienzo a subir los peldaños ayudado por la moción de la propia máquina, hasta que el pánico me gana y comienzo a saltar para subir las escaleras de dos en dos. Llego a la cima, camino un poco y me doy la vuelta para ver que él también había apurado el paso, ya estaba llegando al final de la escalera. Salí volando. Creo que nunca había cruzado la salida de una estación de metro de primero, fue un paisaje un tanto extraño no verme rodeado por la gran masa de personas, pero no tuve tiempo de pararme a reflexionar. Fue entonces, afuera de la estación, en la mera calle, que se activó mi instinto de huida, y no me lo pensé dos veces antes de montarme corriendo en una camioneta que ya había comenzado a rodar, para que me trasladara hasta una entrada dos cuadras más adelante. Qué bonitos los tiempos en que existían los tickets estudiantiles y uno se podía montar en camionetas sin preocuparse por que los conductores lo mandaran a bajarse por ser liceísta. Si eso mismo me pasara ahora, estoy seguro que habría muerto; ya no hay en la calle camioneta que me salve de tan extraño acosador.

H2
H3
H4
3 columns
2 columns
1 column
Join the conversation now