After Dark: divagaciones de madrugada

Fuente

2:59 am. La madrugada me rodea, cae sobre mí y se amolda a mi cuerpo. Inconscientemente, sé que fuera de mis audífonos —que reproducen música de Ryo Fukui— hay un silencio que muchos describirían como asfixiante. Me encuentro sentado frente al monitor, viendo fijamente el reloj porque soy idiota y me gusta observarlo cambiar de hora; siento que estuviera viendo algo prohibido, algo que nadie ve y que el reloj no quiere dejar ver. Además, no hay nada más bonito que verlo pasar de la imperfección más profunda, a la armonía más pura, la hora exacta. Pero me estoy orinando. Dato curioso de los relojes: si te les quedas viendo, el minutero tarda más de un minuto en cambiar. No sé si pueda aguantar todo el tiempo que al reloj le parezca apropiado. Y todos los días tienen 24 horas; 24 oportunidades de apreciar el tiempo pasar. Mejor voy al baño.

Esta parte prefiero no narrarla porque creo que todos hemos ido al baño en repetidas ocasiones, describir la experiencia no aportaría nada al relato. Salgo del baño. Paso de largo mi computadora y me dirijo a la cocina a tomar un vaso de agua —un hábito que adquirí en algún punto de mi infancia. Acto seguido, me dirijo a sentarme frente al monitor de nuevo, resignado a haberme perdido el cambio de hora. Vuelvo para descubrir que nunca me levanté de la silla. Ahí estoy, sentado, con la mirada fija en la pantalla. La primera preocupación que atraviesa mi mente, más que la incoherencia de la situación, es que el Wilderman ahí sentado no vaya a orinarse en mis pantalones. Me acerco y analizo mejor la escena. El reloj aún marca las 2:59 am. Aparentemente, no tendré que preocuparme porque el yo de la silla no alcance el baño; ahora tiene todo el tiempo del mundo para ir. Relajo el cuerpo, antes tenso ante la idea de orinarme encima, y me decido a terminar de leer el libro que empecé hace unos días. Si de repente el universo me ha otorgado tanto tiempo, he de utilizarlo sabiamente. Agarro el kindle y me siento en el sofá, a espaldas del Wilderman congelado. After Dark. Ese es el nombre de la novela que estoy leyendo, y fue escrita por Haruki Murakami, un japonés que parece conocer más de cultura americana que de su propio país. Soy de leer rápido, así que ya lo tenía muy adelantado, y lo acabo en poco y nada. Las últimas líneas del libro son:

La noche se ha acabado por fin. Aún falta mucho tiempo para que nos visiten de nuevo las tinieblas.

Muy intenso el señor Murakami. Algo que no me convence de su prosa es que a veces se vuelve extremadamente deep, pero de mala manera. Aquella con que piensas «Bonitas palabras pero me estás diciendo poco». Tampoco es algo que criticarle mucho porque estoy seguro que yo caigo constantemente en la misma práctica. Sólo hace falta leer la oración que abre este escrito para notarlo.

En fin, que quiero tomar este tiempo que me ha dado el destino para hablar sobre la obra que acabo de leer. After Dark es una novela corta en la que se narran los bizarros sucesos que ocurren en el transcurso de una madrugada de la vida de diversos personajes, cambiando de punto de vista y estilo narrativo con cada capítulo a medida que avanza la noche. Y no quiero contar mucho más porque yo entré virgen a leer esta novela y me parece la mejor forma de hacerlo. Saber aunque sea un poco de la trama le roba una pizca de interés a los primeros capítulos del libro.


Desde que me dejan quedarme despierto hasta tarde, la madrugada es algo que me ha fascinado. Es un momento del día que parece perdido, ahogado en un limbo entre un día y el siguiente. Cuando estás despierto a esta hora no sabes si hoy es hoy o es mañana. Y eso lo amo. Por un instante parece que no exista otro ser vivo a mis alrededores. Incluso en un barrio en medio de Caracas, todo se encuentra en silencio bajo la oscuridad de la noche. La hora en la que me encuentro ahora mismo estancado es mi favorita, justo en el medio de la transición entre el día anterior y el próximo amanecer. Si veo al cielo a esta hora, veo al borde del Sistema Solar, veo hacia el universo mismo. Y nadie más que yo lo sabe, porque aquí sólo existo yo. Pero eso es mentira, alguien más lo sabe. Murakami lo sabe. Y me gusta que así sea, en parte porque evita que me sienta incomprendido, pero también porque permite que la belleza de esta hora del día sea expresada por alguien con mucho más talento que yo.

A medianoche, el tiempo transcurre de una manera especial —aclara el barman. Con un fuerte chasquido, enciende una cerilla de cartón y prende un cigarrillo—. Y es inútil oponerse a ello.

Las palabras que elige para describir las horas más profundas de la noche son una maravilla que no podría ni soñar alcanzar. Al menos no en un futuro cercano. Por ahora las palabras que yo uso para describirla son vacías, faltas de originalidad. "fascinante", "mágica". Cualquiera puede pensar en una descripción así de aburrida. Por su parte, Murakami incluso aprovecha la ambigüedad que representa la madrugada para tomarse libertades como narrador, y así sumergirnos en acontecimientos y descripciones oníricas, que no tienen mejor sitio para existir más que la noche de su relato.

Dejo el kindle a un lado y me levanto. Compruebo que aún me encuentro sentado frente al monitor. Así es. Aún tengo tiempo de tontear. Me coloco un suéter —porque incluso los narradores incorpóreos pasamos frío— y me dispongo a salir. Parado frente a la puerta que da a la calle me pregunto si en mi estado actual seré capaz de atravesar paredes, o si, de intentarlo, me estamparía como cualquier otro. Lo pienso un rato. Decido salir como una persona normal, abriendo la puerta, principalmente por aquello de evitarme la humillación en caso de intentar atravesarla y fallar. Parado ahora en el balcón observo el paisaje. Un barrio cualquiera de Caracas, como muchos otros. Bajo el manto de la noche no se distinguen las casas construidas con bloques naranjas, que le dan un color distintivo al cerro. Sólo se aprecian luces, algunas amarillas, otras blancas. Y lo que más me gusta: no se escucha sonido alguno que perturbe el silencio de la madrugada —eso, claro está, siempre que no suene ningún disparo que me saque de este trance. Pero hace mucho tiempo que el reloj marca las 2:59, y yo sigo sentado frente al ordenador; dudo que suenen disparos por los momentos. Me sacudo los pelos de gato del suéter, y comienzo a bajar las escaleras para salir a la calle. Quiero ver Caracas de madrugada.

A las cuatro de la madrugada es cuando más tranquila está la ciudad. Sobre el pavimento hay esparcidas infinidad de cosas. Latas de cerveza, ediciones vespertinas del periódico pisoteadas, cajas de cartón aplastadas, botellas de plástico, colillas. Un trozo de faro piloto de un coche, un guante de trabajo, algunos vales de descuento. También se ven restos de vómitos. Un gato grande y sucio olfatea con avidez las bolsas de basura. Quiere asegurarse su parte antes que las ratas lo revuelvan todo.

Bonita descripción de una ciudad en medio de la noche. Lástima que no la haya escrito yo. Obviamente no la escribí yo, está en una cita. Esta es la forma en que Murakami describe las calles de Tokio en su novela. Todos sabemos que Caracas no está tranquila de madrugada. Además, mi madrugada no ha llegado a las cuatro todavía; yo me encuentro atrapado en algún sitio entre las 2:59 y las 3:00 am. Al final no pude bajar las escaleras. Tenía miedo. Incluso estando detenida en el tiempo, Caracas es una ciudad imponente. Sobre todo de madrugada. Y lo que menos quiero es arruinar mi deleite por este momento del día. No deseo descubrir que Caracas es una ciudad que alberga vida en medio de la madrugada. Vuelvo a entrar a mi casa. Prefiero seguir percibiendo este momento entre un día y el siguiente como algo mío. Solo yo soy capaz de ver lo que otros no. Mientras mis alrededores duermen, yo aprecio la belleza que esto representa para mí. Que los demás vivan su vida durante el día, yo me siento más a gusto rodeado de silencio y una oscuridad combatida con tecnología humana. Y estoy más a gusto sabiendo —o creyendo saber— que soy el único. Vuelvo rápida aunque silenciosamente a mi ordenador, y me siento en el lugar que antes ocupaba mi otro yo. 3:00 am. La hora cambia por fin, y sólo yo lo vi. Pronto comienza el ascenso al amanecer, los gallos cantarán, y se acabará la ambigüedad. Será evidente que otro día ha comenzado. Pero hasta entonces disfrutaré cada minuto de esta madrugada. Miraré el reloj para que los minutos duren más de un minuto.

El nuevo día está a punto de llegar, pero el viejo día aún arrastra los pesados bajos de su ropaje. Igual que el agua del mar y la del río compiten con fiereza en la desembocadura, el nuevo día y el viejo se disputan su espacio y acaban fundiéndose.

H2
H3
H4
3 columns
2 columns
1 column
Join the conversation now