AMORES DE SIGLO XXI

La modernidad fue un proceso de lenta agonía del hombre para separarse de las teocracias, es decir, para sacar a Dios del poder y sentarse solito, como Rey de la nada, en un mundo que recibe extraños silbidos cósmicos que pudieran dar respuestas a ese vacío significante, llamado vida.


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En ese espacio desprovisto de alma, surgió el romanticismo, que a pesar de su encuentro trágico con la felicidad perenne y el regreso a la campiña idílica, trajo el amor bonito como un sentido de la esperanza, para quienes habían descubierto que la tierra no era el centro del universo y que posiblemente, en ningún lugar existía un coro de ángeles.

Comenzando el siglo XX, enamorarse tenía sentido, el amor era estable y la familia lo era todo. Las imágenes de corazones, de San Valentín, de regalar flores y de las cajas de bombones daban sus primeros pasos a lo que se convertiría en la gran industria del amor. La televisión y el cine fortalecieron un estereotipo de belleza y felicidad. Nos gritaban que todo era una lucha permanente por el amor perfecto. Las telenovelas, en Latinoamérica, se convirtieron en la maquinaria de la felicidad de los otros, del éxito de los otros, de cómo la gente linda y distante alcanzaban sus metas, mientras que en el rancho, las penurias de los televidentes no se podían ocultar.

Pero la modernidad nos mantenía dentro del sentido de la esperanza que daban los proyectos a largo plazo. Estudiar una carrera universitaria, comprar una casa, buscar un buen empleo para trabajar toda una vida y recibir una jubilación, tener hijos, verse abuelos, sembrar árboles en un patio, echar raíces en el “mismo lugar y con la misma gente” era la gran meta de todos. Pero todo eso desapareció con el fin del siglo, con el fin del milenio y hasta muchos pensaron, con el fin del mundo.


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Aún era carajito, cuando una madrugada escuché el sonido de una guitarra, frente a mi casa, acompañada de los cánticos improvisados de un alma enamorada que le traía una serenata a mi hermana mayor. Fue mágico, era como estar dentro de una mala película mexicana en blanco y negro. Mi hermana suspiraba, mi padre, estoico, asumía su actitud de patriarca, mi madre preparaba café para celebrar el amor y yo, que comprendía perfectamente lo que estaba pasando, deduje, sin ningún error de percepción, que del amor a la estupidez, solo había que dar un paso, al ritmo de una guitarra desafinada.

El amor hermosamente inútil, existió y supongo que sigue siendo de alguna manera; “cuchi… lindo” pero el amor, como un hecho sólido, como esa realidad alterna de vivir feliz con una pareja para toda una vida, es ya una cosa ilusoria del pasado.

El romanticismo tuvo que enfrentarse a un Freud, hurgando en el basurero de todas las pasiones ocultas del animal humano. Tuvo que enfrentarse con los neurocientíficos que explicaban que el amor no era más que un proceso químico entre hormonas y ganas. Tuvo que enfrentarse a la Revolución industrial y quedar atrapada, como el Charlot, en las ruedas giratorias de las fábricas y hasta confrontó a dos guerras mundiales. De todo eso, sobrevivieron las estúpidas canciones de Armando Manzanero y el guitarrista de mala muerte que embarazó a mi hermana y se perdió del mundo para siempre.

Mi familia había cambiado, las familias del mundo habían cambiado. Las mujeres tuvieron que abandonar los hogares, la crianza de los hijos y asumir también el rol de proveedoras. Pronto la generación de los niños abandonados y criados en guarderías, tomarían las batutas de un mundo sin ese amor originario. Ganaría el mercado, ganaría el neoliberalismo, ganaría la publicidad, todos nos volvimos productos, incluso el amor. La gente gratificó todos sus abandonos con la adquisición de bienes, de peroles, de carros, de objetos inservibles y por supuesto el amor, ya estaba en todos los supermercados, en todas las historias de las revistas del corazón, es todos los libros de autoayuda, en todas las canciones de amor de la industria de la música y del entretenimiento. Y el amor, que parecía estar en todos lados, había fabricado una generación de gente solitaria.

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La Modernidad, ya sin Dios, se auto-aniquilaba dentro de un mundo globalizado, impersonal y en un vacío absoluto, como una mercancía más, como un objeto más del mercado, donde la calidad dependía de sus compradores. Ya no se sabía lo que era bueno o era malo, lo que era lindo o era feo, lo que era culto o era profano, lo que era eterno o era mundano, lo que hacía digno a la humanidad o lo que la degradaba. Al morir todos los parámetros culturales, se dio inicio a la posmodernidad que significó, el fin del amor.

El SIDA puso un freno a la revolución sexual que venía galopando, y les dio pie a los conservadores y a los fanáticos religiosos que andaban desperdigados por el mundo para decir: “bien hecho, plátano hecho” retaron a Dios y les “quemó el culo a todos los maricos del mundo” Esa dicotomía que ocurría a final de la década de los 80´s, estaba dándole forma a todo lo que vendría.

Los hombres gays comenzaron a cuidarse, a usar preservativos, a ir a los gimnasios, a verse saludable, hermosos, depilados, tatuados, intocables, distantes, puros, virginales, a competir en concursos de belleza… a volverse una imagen de cristal. Esa imagen entró a Hollywood, a la televisión y pronto, todos los hombres ya eran metrosexuales. Muchos sociólogos observaron que la sociedad se feminizaba y se domesticaba. Los hombres ya no estaban para las luchas y en el caso de Venezuela, incluso, entre hombres comenzaron a llamarse “maricos” en lugar de amigos o panas.

Las Redes Sociales reforzaron el distanciamiento del hombre con respecto al otro, hasta aniquilarlo. El otro es el malo, el enemigo, el sucio, el contaminante, el impuro, el feo, el indigno. Las mujeres, que ya conocían bien ese terreno, convirtieron a los hombres en sus “amigas” y la sexualidad, no solo perdió el sentido del misterio y de la pasión, sino que abrió las compuertas de la ideología de géneros, donde la sexualidad biológica se divorciaba de algo llamado la sexualidad cultural y cualquiera podía tener el sexo que le daba la gana. De hecho, ha surgido un espectro de “géneros” casi difícil de entender, y la minoría heterosexual está acompañada con los gays, lesbianas, transexuales, bisexuales, polisexuales, pansexuales, omnisexuales, skoliosexuales, demisexuales, grisexuales, asexuales, poliamorosos, intersexuales, agéneros, género fluido, bigénero, trigéneros, pangéneros y muchos más.

El amor, en este momento, se encuentra en una galería exótica de posibilidades, pero cuidado, toda esta variedad está en un enorme catálogo y se puede adquirir por Tinder, Grindr, Happn, Sapio, Hater, Whisper, Bristlr y eso incluye al Instagram, Twitter y Facebook.


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El filósofo surcoreano Byung-Chul Han, una superestrella del pensamiento contemporáneo, ha observado como la humanidad se refleja en la pantalla de su celular y así concibe al mundo, transparente, impoluto, limpio, impecable, solo imágenes donde el otro es inexistente. Dentro de las Redes Sociales, somos mercancías esperando ser comprados, vistos y gratificados. Estamos distantes del otro, ya que el otro es una simple información en imágenes.

En este enjambre virtual, la búsqueda del amor es del amor perfecto, con un IDEAL de alta exigencia. Pero hay una peculiaridad: el efecto ESPEJO. El que busca AMOR en las Redes Sociales y es casi todo el mundo, lo que ve reflejado en la transparencia de la pantalla es su PROPIA IMAGEN. Lo que indica que realmente no está buscando a nadie, está buscándose a sí mismo porque está profundamente enamorado de sí. Es la resurrección de Narciso con todas sus consecuencias.

El chico o el hombre buscará a alguien, en ese supermercado de imágenes, que sea igual a él, que tenga sus gustos, que tenga su imagen, que le haya dado Likes muchas veces a sus fotos y videos, que sea pulcro, transparente, envidiable… una imagen perfecta. Allí la sexualidad no importa. Es una relación pulcra, asexuada y las imágenes eróticas que pudieran surgir, se aproximarían al porno, donde en realidad, el otro no existe. Porque son los otros, modelos de fantasía, de cuerpos perfectos, los que fingirán pasión pero una pasión totalmente distante.

Ver pornografía, en la actualidad, no es una actividad pecaminosa, ni vergonzosa ni prohibida. Eso era antes, en la modernidad. En la Posmodernidad la pornografía es la ausencia del eros, porque le ocurre a otros, a través de las transparencias de las pantallas. Es sexo de fantasía, nada debe ser real.

La chica o la mujer que busca a alguien en el supermercado fotográfico virtual, busca al Ken de la Barbie o se busca a ella misma, entre todas las mujeres, para enamorarse de su imagen. Las relaciones lésbicas no consumadas, son cada día mayor y el amor entre chicas de Redes Sociales, es un amor entre gemelas, que se parecen, que llevan el mismo peinado, que les gustan los mismos cantantes, que visten iguales. Nunca tendrán sexo, el amor debe estar desprovisto de sexo porque la otra nunca existe. Esas chicas, buscarán afiliarse a chicos gays que se miran igualmente como chicas vírgenes, como intocables, como demasiados hermosos para ser contaminados. Si el otro se hiciera realidad, la realidad se volvería un enemigo, porque nadie es en realidad, lo que dice que es
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En la realidad solo convivimos con nuestra imagen y no pensamos, porque es una sociedad que no necesita pensar sino, estar informada. La realidad está frente a la pantalla, cautivos de sí misma, auto-explotándose, ganando dinero invisible y conviviendo con mascotas humanizadas que son los nuevos esclavos de los posmodernos, porque son dependientes, obedientes y sumisos.

Al estar híper-informados, descartamos de nuestra visual de pantalla, lo que no nos gusta, y como no nos gustan las injusticias, la gente comiendo de la basura, la contaminación de los mares, las especies en extinción, la corrupción de los gobiernos, las guerras, bloqueamos esas información y por eso, no participamos en nada, no nos involucramos en luchas sociales, no nos importa si todo la humanidad está a punto de perecer, al final, de todos modos, esa realidad se volverá un meme que arrancará carcajadas… en soledad.

El profesor de filosofía de la Universidad del Cabo, en Sudáfrica, David Benatar, sugiere el fin de la especie humana, e invita a todos, a una castración masiva, porque no vale la pena traer hijos a este mundo a sufrir, porque siempre van a sufrir en este charco humano que es una mierda y esa es una gran verdad.


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A lo mejor, tiene razón.

Rubén Darío Gil

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