El viaje | Cuento inédito | Primera parte

Feliz día para todos los habitantes de esta comunidad. Espero estén muy bien. Con este post les dejo la primera parte de un cuento inédito sobre los viajes necesarios que nos aproximan cada vez a la madurez y al conocimiento íntimo de nosotros mismos y de los otros. ¡Ojalá lo disfruten!


El viaje | Primera parte


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El dilema se le presentó al muchacho ocho días antes del viaje, cuando ya todos los preparativos estaban resueltos y solo faltaba que él y su madre hicieran las maletas según las estipulaciones de la lista que acompañaba el folleto azul. Era una lista que pecaba de detallista en algunos casos, pero que daba una idea de rigor y orden como nunca antes los había experimentado. Sabía de la rigurosidad de los curas y las monjas en estas cosas porque en su propio colegio las religiosas se encargaban de mover los hilos que posibilitaban que todo funcionase bien, de la mejor manera; pero la lista iba muchísimo más allá, de una forma que el muchacho no hubiese sospechado antes. El folleto azul tenía algunas fotos del colegio, de paisajes y rostros de una época distante y ajena que nada decían de lo que sería su vida futura; una promoción del colegio con muy poco alcance o de deficiente efectividad estratégica, dirían los entendidos del marketing.

Aquella lista y el folleto eran parte del dilema. Esas dos hojas –una blanca, otra pálido azul– constituían hasta ese momento su único contacto con el internado en el que estudiaría el bachillerato, lo que sería su mundo en los próximos años. Las mismas hojas con las que su madre pasaba revista cada noche a las cosas que habían comprado y las que faltaban por comprar. Otras las había resuelto, como ella misma solía decir, tomándolas prestadas de los hermanos mayores del muchacho, o pidiéndolas a sus propias hermanas. Los pantalones de gabardina azul marino, por ejemplo, eran los que habían usado los dos hijos mayores en sus graduaciones de bachillerato, y le habían hecho algunos ajustes para adaptarlos a la talla del muchacho. Las camisas azules medio desgastadas eran las del hijo inmediatamente mayor a él, y que el próximo año usaría camisas marrones. Para las sábanas compró la tela y una vecina costurera que le debía un favor le hizo dos juegos para colchones individuales. De esta manera las hojas fijaban el itinerario de ambos, y cada noche se ponían a repasar lo que tenían y lo que faltaba.

El dilema no era otro que el muchacho ya no quería irse; se había arrepentido de su decisión ocho días antes del viaje, con los pasajes comprados y con casi todas las cosas de la lista reunidas. Pero no se atrevía a decirlo a la madre, que hasta parecía entusiasmada con aquel ritual nocturno de pasar revista a lo que habían conseguido y planificar lo que buscarían al día siguiente. Cómo decirle que quería quedarse con ella y sus hermanos, cuando ella misma se emocionaba cada vez que contaba a los vecinos y sus amistades que su hijo se iba a Mérida, a estudiar en un colegio que era de lo mejor en su tipo, que se va no por mala conducta, sino por estudiante destacado, que es casi una beca, una oportunidad que no se da todos los días. Cuando la mujer le dice esto a sus vecinas, él percibe cierta arrogancia en su voz, como si quisiera restregarle en la cara a las otras madres que su hijo no es como los suyos, que es especial o, cuando menos, diferente.

El muchacho sabe que aunque su madre le pregunte todos los días por la seguridad de su decisión, si de verdad quiere irse, en el fondo quiere que él se vaya. No porque no lo quiera sino porque su arrepentimiento le destrozaría el orgullo. Algo de eso han de percibir sus hermanos, que se burlan de él asegurando que cuando se vaya no durará dos semanas en llamar rogando por volver, que le depositen el dinero del boleto y vayan a esperarlo en el terminal de pasajeros. Pero también sabe que si él decidiera no irse, o peor aún, si hiciera como dicen sus hermanos, se va y regresa arrepentido, ella se lo reprochará hasta el día de su muerte; será como un infierno en pequeñas dosis bien administradas, con rigurosidad y paciencia. El gasto, el sacrificio, el esfuerzo, la oportunidad desperdiciada, las posibilidades truncadas; todo sería parte del mismo recetario de recriminaciones y reproches cotidianos.


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De manera que deja que pasen los días con la esperanza de que el tiempo le ayude a decantarse por alguna decisión. En más de una ocasión se sorprende a sí mismo frente a las cosas de la lista que ya tiene –un par de zapatos negros casuales, otros blancos deportivos, el uniforme de clases, las sábanas hechas por la vecina costurera, la bolsa con los artículos de aseo personal, una braga azul para el taller, el par de cobijas para protegerse del frío, el uniforme de educación física...– pensando en sus posibilidades. La conclusión es siempre la misma: en realidad no tiene salidas; se sabe atrapado por sus propias decisiones, ellas lo han llevado adonde está. La madre, su padre y los hermanos lo sorprenden también junto a las cosas de la lista y lo creen emocionado, entusiasmado ante la llegada inminente del viaje.

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Aunque la hora de salida era las doce del mediodía, la madre había decidido que lo mejor era estar en el terminal por lo menos tres horas antes y así se aseguraban de que nada los retrasaría, a pesar de la insistencia del padre de que era demasiado tiempo de anticipación y terminarían fatigándose sin necesidad. El muchacho se quedaba cuidando las maletas mientras la madre iba y venía de un lado a otro, hablaba con el empleado de Expresos Mérida, pagaba las tasas de salida, verificaba la fecha y hora exacta de salida del bus, comprobaba que todo estaba en orden con el permiso de viaje del menor y los otros documentos, repasaba de memoria las cosas que había preparado para comprobar que no olvidó nada importante. Solo cuando el vehículo arrancó pareció caer en cuenta del viaje que emprendía con su hijo, como si no hubiese tenido tiempo de hacerlo entre tanta ocupación que había tenido o se había inventado, precisamente para no pensar en aquel momento y en los que vendrían. Ahora fijaba la mirada en el muchacho, que veía por la ventana el paisaje de la ciudad cada vez más empobrecida. Sí, quizá había estado evitando ese encuentro con él, quedarse a solas los dos.

El muchacho se sentó del lado de la ventana, aprovechando su condición privilegiada por ser su primer viaje largo. Ha ido a casa de una de sus abuelas, a hora y media de carretera; ha acompañado al padre en una que otra salida de trabajo, a dos horas de la ciudad; pero nada como el viaje de hoy, que lo llevará al extremo opuesto del país, recorriéndolo veinte horas abordo de este largo bus. Estaba encantado con todo desde que llegó a la pista del terminal la enorme unidad, distinta en todo a las que viajaban incluso a Caracas. Los asientos estaban nuevos, o al menos bien conservados, y el aire acondicionado presagiaba que haría falta un buen abrigo y cobija para pasar la noche. Luego ese olor a desodorante ambiental que lo impregnaba todo, que recorría la cabina con el aire acondicionado. Las novedades que más lo sorprendieron fueron los televisores y el baño; una porque no se aburriría tanto como pensaba si al menos podía ver películas, la otra porque no tendría que aguantar horas interminables las ganas de orinar, estimuladas por el frío y la humedad del bus.


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Después lo sorprendió el silencio meditativo que atrapó a su madre apenas el bus se puso en movimiento, ese arrobamiento, aquella tranquilidad tan diferente al ajetreo y la hiperactividad que la caracterizaban y que hasta hacía un momento la tenían ocupada yendo de un lado a otro, resolviendo los últimos pormenores. Desde entonces supo que algo había cambiado en ella, que ya no era la misma. Incluso había cesado el parloteo que a diario mantenía con los hijos y el marido, con los vecinos más cercanos. O quizá solo era el encontrarse los dos, así sin más, sin las intervenciones y el bullicio del padre y sus hermanos, sin esas otras presencias que habían imposibilitado aquel encuentro. Ella estaba fuera de su contexto, alejada de la cocina y de la conducción de la casa, de las labores domésticas y el cuidado de los seis hijos, aquello que constituía su mayor trabajo. Posiblemente también su presencia la incomodaba de cierta manera. Le resultó desconocida, ajena, una extraña; quizá este viaje sería una posibilidad, una oportunidad para conocerse.

El bus solo tenía una hora rodando cuando comenzó a llover; los viajes largos son mucho más tristes si llueve. El muchacho no supo si fue aquella tristeza que también se le instaló en el corazón o el silencio monástico de todos los pasajeros o aquel recogimiento repentino de su madre, pero de su cabeza y su corazón se disipó cualquier duda pasada. Ya no hay marcha atrás, se decía. Y esto le trajo una paz que no experimentaba desde hacía mucho tiempo. Hasta se podría decir que estaba contento, satisfecho con su decisión.

De aquí en adelante el muchacho recuerda imágenes vagas y fragmentarias, dispersas e inconexas, a no ser por la unidad y sentido que le daba aquella ventana del expreso, especie de pantalla televisiva a través de la cual miraba escenas fugaces de los transeúntes en las calles y avenidas, de gente sentada frente a sus casas reposando el calor, de niños jugando pelotica de goma o trepando alguna mata de mango. El aire frío y perfumado con desodorante ambiental para carros parecía tener un poder somnífero que lo superaba. Dormía intervalos que no podía precisar. Cuando despertaba, medio dormido aún, con los ojos pesados, veía a su madre despierta y le preguntaba por dónde iban. Ella contestaba como guiada por un instinto cartográfico que él ignoraba hasta entonces. Él trataba de corroborarlo buscando algún letrero con alguna dirección que señalara el nombre del lugar, una pista o indicio; repetidas veces recorrió con el dedo la ruta que lo llevaría a su destino y había repetido los nombres de las ciudades y las poblaciones por las que tendrían que pasar en aquel viejo libro de geografía de Venezuela en el que se dedicaba un capítulo a cada estado. De repente, volvía a caer vencido por ese sueño pesado del que no podía deslastrarse.

Hicieron la primera parada antes de que cayese la noche. Las paradas en las carreteras son como los terminales terrestres y los aeropuertos; territorios que no pertenecen a ninguna parte precisamente por pertenecer a todas las latitudes. También porque suelen ser lugares grasientos inundados por el denso olor del combustible quemado, a los que con seguridad nadie quiere pertenecer, impersonales espacios cuya marca es lo transitorio, lo fugaz, donde no es posible la permanencia duradera.


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No paraba de llover y sin embargo mucha gente compraba en las ventas de comida: arepas con todos los rellenos imaginables, cerdo, res, chivo asados, frituras, cachapas de maíz, sopas de gallina y costilla de res, pollo asado o frito, ensaladas, jugos y frutas; todo se exhibía en los mostradores de vidrio ante los ojos asombrados del muchacho. Pero no tenía hambre, solo que lo maravillaba tal abundancia, tal variedad de comida, la cantidad de colores y texturas, de olores y sazones, incluso podía identificar algunos condimentos y especias en la brisa que le soplaba la cara.

La madre había previsto los elevados precios; todo costaba cinco o seis veces más que en la ciudad. Así que comieron de lo que ella preparó antes de la salida esa mañana: ensalada y pan con jugo de guayaba, de postre había traído unas galletas de coco, que eran las favoritas de la mujer. Nada pesado que pudiese estropearles el estómago, una cosa del todo inconveniente teniendo en cuenta el viaje. Se habían sentado en una de las mesas en las afueras del parador, junto a la pista de los buses. La mujer tomó un café después de la comida y encendió un cigarrillo mientras veía llegar los buses de diferentes líneas de transporte. La gente se bajaba de las unidades medio somnolienta y de inmediato iban a los baños curtidos de orines, después se paseaban por las vitrinas que mostraban la comida. Luego se paraban frente a la pista, muy cerca de donde estaban sentados ellos ahora, a esperar que los choferes tocasen corneta para subir otra vez y continuar. Era una rutina que ellos mismos repetirían en cada una de las paradas y que todos seguían con la rigurosidad de un ritual.

La madre comenzó a hablar, como queriendo decir algo que no terminaba de salirle de la garganta. Daba consejos al muchacho, le indicaba cómo comportarse, el modo de conducirse con los profesores, las religiosas y sacerdotes, aquello que debía hacer y lo que estaba prohibido; en fin, le recordaba todas las enseñanzas con las que ella misma llevaba la casa donde había criado a sus otros hijos. Solo que ahora él estaría sin ella y debía demostrar si habían servido de algo aquellos años bajo aquellas normas, sometido al riguroso gobierno de sus padres. El muchacho callaba y asentía, sin llegar a procesar del todo cuanto la mujer le decía. Sabía por experiencia que cuando su madre hablaba era mejor prestarle atención, hacerle caso, seguir sus instrucciones; solo que en esta ocasión su madre parecía repetir mecánicamente lo que él ya sabía, como si de verdad quisiera decir otra cosa y trataba de llenar con palabras el hondo abismo que había entre los dos. De repente, el chofer sonó la bocina del bus y tuvieron que levantarse para retomar su viaje.

En el recorrido no dejaron de sorprenderlo los cambios que contemplaba en el paisaje que atravesaban. Nunca imaginó que pudiese haber tantos sitios diferentes a su pueblo, que ya le parecía lejano, disminuido por la distancia, empobrecido y tan poca cosa comparado con las amplias autopistas y los altos edificios, con las enormes construcciones que solo había visto en reportajes y documentales de televisión; a pesar de lo cual no dejaba de sorprenderlo aquello que miraba a través de su ventana. Ahora caía en cuenta de que extrañaría más a su pueblo ahora que estaría lejos. Es más, ya le daba nostalgia el recuerdo de las calles estrechas y los edificios bajos, el clima húmedo y caluroso, el olor salino de la brisa que soplaba a toda hora, la luz cálida e incandescente del paisaje y la línea del horizonte dominado por un mar azul intenso y pacífico. El recuerdo se le dibujaría nítido, con contornos bien definidos, se le fijaría en el corazón, henchido también ante la expectación de lo que sería el día de mañana, pues mañana estaría en un lugar diferente, uno muy distinto al que había abandonado al mediodía; amanecerían en una ciudad nueva, desconocida, que representaba el misterio y el temor que toda expectación suele generar ante lo nuevo y lo desconocido, ante el futuro. Pero por más interés que despertaban en él todas estos pensamientos y las cosas que veía a través de las ventanas del expreso, terminaba vencido por el peso de sus párpados, rendido por un sueño profundo, denso como una pasta viscosa en la que se sumergía con placidez.


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La madre siguió en su meditación durante el resto del viaje. Varias veces el muchacho despertó y la sorprendió despierta y comiendo algo de las cosas que había traído y le ofrecía; él rechazó todos los ofrecimientos a pesar de que en su casa tenía un apetito voraz que preocupaba a la madre ante la sospecha de que estuviese invadido por los parásitos, porque desde niña sentía un temor casi patológico por los parásitos. A la mujer el aterraban las historias que contaban sus padres de otros niños de su edad, que morían a causa de estos pequeños animales que colonizaban sus tripas, y durante el velorio las lombrices salían al exterior a través de la boca y las fosas nasales de los cadáveres. Un imagen que a ella le causaba escalofríos y la hacía persignarse repetidas veces. Pero la cabeza del muchacho estaba demasiado embotada por sus pensamientos, de modo que la comida había pasado a un segundo plano, y se habría olvidado de probar bocado de no ser por su madre, que estaba allí para recordarle la importancia de tener el estómago lleno a pesar de las circunstancias.

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