La razón de mi ausencia

El aire gélido de la madrugada chocaba contra mi piel, erizándola por completo. Ahí estaba yo, sentada en la esquina de la cama preguntándome que voy a hacer ahora sin ti.

Se escuchan gritos, lágrimas y muchos por qués. Apenas parpadeo e intento entender algo. Intento que la muerte no me abrume, pero el sentimiento es más grande que yo. Intento decirle a mi mente, a mi corazón y a todos mis sentidos que ya no te voy a volver a ver, que mis manos no pasarán más por tu cabello suave y ondulado, que mis labios no tocarán más tus mejillas, y que mis oídos no escucharán más tu risa.

Ya. No. Estás. Aquí.

Ese día supe que por mucho que estudiemos, que intentemos entender, amar y vivir al máximo, nunca estaremos preparados para ver morir a alguien que amas. No importa si los síntomas ya estaban ahí, si el rostro, la actitud o el caminar de esa persona no eran las mismas; para sobrevivir, nuestro iluso corazón se aferra fuertemente a la esperanza. Esa esperanza que se traduce en imaginarnos un futuro al lado de esa persona, en sentir sus brazos rodeándonos en un día cualquiera, en escuchar su voz dándonos una palabra de aliento o un consejo vital en el momento más difícil; y sin duda alguna, lo que más imaginamos es su sonrisa gigantesca y su rostro lleno de orgullo a causa de nosotros.

Fueron casi dos años batallando con una cruel enfermedad, y en el día y de la manera más inesperada, nos dejaste sin siquiera poderte decir adiós y regalarte un último beso en la frente. No puedo comerme un helado sin pensar en que ese era tu favorito. Cada vez que llego a mi casa, espero encontrarte ansiosamente preguntándome como llegué. Y sobre todo, si escucho una canción, me acuerdo de como bailabas por toda la habitación irradiando felicidad y orgullo por todos los rincones. Y fue así como nos dejaste la casa y la vida: bien iluminada. Y fue así como tu ropa quedó regada por toda la casa, tu teléfono a veces suena y no hay un día en que no piense en ti.

cameringo_20170115_142437.jpeg

Me enseñaste tu fe inconmovible, tu entereza y valentía, que no hay lugar para las dudas ni quejas, porque cada segundo que pasa es valioso. Me enseñaste a amar hasta el final, incondicionalmente, sin reproches ni pedir nada a cambio; a amar a quienes no tienen como devolvernos amor, a gastarme por mi prójimo, a siempre poner la otra mejilla y a abrazar sin medida. Estoy segura de que culminaste la carrera con éxito y que todos tus propósitos fueron cumplidos.

A veces sólo creo que estás en otra casa y que un día te veré, durmiendo en mi mueble o tomando café mientras hablas por teléfono, quiero verte leyendo otra vez y escuchar el timbre de tu voz cuando a media sonrisa me decías que estaba loca. Quisiera volver a consentirte y darte todo lo que merecías, quisiera darte ese último abrazo y pedirte la bendición, quisiera no estar tan apurada y poder detenerme para decirte cuanto te amo.

Hasta siempre, abuelita. Espero volver a verte, porque tú eres mi destino final.

...

Después de dos años batallando incansablemente con una leucemia, mi abuela se fue de este mundo el 16 de enero a las 5:57 a.m.

¡Gracias por permanecer aquí y haberte pasado a leer!


Si quieres ojear cosas menos tristes, podrías probar con estos:
Cuando se seca el jardín
El canto de una puta

H2
H3
H4
3 columns
2 columns
1 column
Join the conversation now
Logo
Center