Cuentos fantásticos: El curso de invierno.

Cuando conocí a Ignacio las cosas iban mal. Ya sabía yo que la única manera de salvar el curso era sacando la puntuación máxima en el último examen. En esos tiempos turbios muy pocos podían darse el lujo de la educación. En los periódicos se hablaba de invasión extranjera con mucho orgullo como si fuera una proeza. Perder el curso antesala a la universidad era perder la matrícula. Lo que equivalía a no estudiar más.

Pensando que un cambio de profesor me ayudaría, me trasladé del turno de la mañana al turno de la noche. Además, había encontrado trabajo en una telefónica que me tomaba todo el día en un cubículo asfixiante. Las clases impartidas en el salón número doce de aquel enero congelado, eran terroríficas, la iluminación era un eco amarillento y lo que al principio de semestre era una nutrida clientela de estudiantes, pronto solo dejó las sobras de una soledad angustiosa que te recordaba a los caídos. Esto me desanimaba un poco porque siempre he sido muy conversador, siempre me ha gustado entablar conversaciones con personas desconocidas. Aunque en aquel garito solo quedaban una docena de promesas. La mayoría ya tenían la seguridad de que tendrían su cupo y los demás éramos una pandilla de esperanzados.

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Cuando todos salían del salón pregunté si alguno podría ayudarme a estudiar para lo que sería mi entrevista con el patíbulo. Algunos se voltearon, pero nadie dijo nada. No tenía muchos amigos. Al cambiarme en la última semana de suplicio imagino que ya todos tenían su estrategia armada y yo solo era un intruso. Acomodaba mis cosas para irme a estudiar a la biblioteca cuando llegó Ignacio. Este era un muchacho que yo había visto antes, pálido, ojeroso y con una chaqueta negra que le caía sobre los hombros como un hábito monacal. Su voz era repulsiva, áspera, como una serpiente reptando a tus oídos.

—Yo puedo ayudarte si no tienes inconveniente—dijo mirándome estoico. Sus ojos eran dos huracanes, que en su centro, brillaban y desaparecía una extraña luz roja. Como en esas fotografías donde los ojos parecen prendidos en fuego. Quizás es el efecto de la luz.

—Claro, hermano. Necesito toda la ayuda posible—mi voz sonó fría, como el aire que entraba por las ventanas.

Por un consenso de estudiantes y alguna que otra disputa con el plantel, se determinó dejar las puertas de la Biblioteca Central abiertas las veinticuatro horas. Aun hoy recuerdo las noches bajo los anaqueles de libros. Las largas hileras y las mesas vacías carentes de estudiantes daban la impresión de un cripta recién descubierta. Muy pocas personas se les veían a esas horas hendidas por la noche.

Dentro del aire sucio, lleno de polvo, que parecía dominar toda el área, Ignacio estudiaba silencioso, pasando las hojas con calma. Disfrutando. Calculaba las raíces cuadráticas muy rápido y en trigonometría era un prodigio. Pero no fueron sus habilidades grises lo que me llamó la atención sino lo que hizo en la clase siguiente.

A la luz de lo que parecía una antorcha leve Ignacio producía una imagen aterradora. Un visitante de esas horas vampíricas hubiera encontrado semejanza con un perturbador, un allanado que de pronto hubiera hecho de la biblioteca su refugio. Aunque en calma, de él se desprendía una obsesión, un estado febril que lo dejaba a uno pensando que pasaría detrás de esos ojos negros. Después me di cuenta que cada vez que entraba Ignacio, los pocos que se quedaban con un libro abierto, recogían sus cosas apresurados y se marchaban.
Dos semanas después, luego de haber pasado algunas veladas estudiando, Ignacio me confesó que podía leer la mente. Hablábamos bajo ya que no queríamos que el profesor nos amonestara. En ese auditorio vacío nuestras voces se cosían en el silencio de los aleros chirriantes y el silencio ruidoso de la noche. Le dije que eso era imposible, pero yo ya había advertido que Ignacio era un ser raro, retraído. Nunca lo vi conversar con más nadie que fuera yo y creo que así fue durante todo el curso. Como si esperara a alguien para...

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Me lo confesaba como un niño pequeño que duda si le creerían:
—No me crees pero vas a ver. Ese de ahí piensa en que sería bueno tener una solera ahora mismo. Ese de allá piensa que está perdiendo el tiempo, que nunca pasará.

Las palabras de Ignacio causaron en mí lo que causaba la trama de un buen libro. Le creía. Era una imposibilidad. Pero dentro de esa voz cansada, que relataba lo que la pasaba en la mente a cada uno como cualquier cosa, se notaba una sabiduría como un pozo. Calló. Entonces el hechizo mago-lector se destruyó. Volví a encontrarme bajo esa luz mortecina y oyendo los silbidos de los caminante en la oscuridad. Nadie hablaba. Solo se oía la voz del profesor como una sonrisa de ultratumba. Le dije que era muy fácil imaginar cosas y crear historias a cada uno.

Me mostró a alguien que copiaba sin ver, envuelto en su marisma de pensamientos. Me dijo que su madre estaba enferma. Postrada en una camilla. El estudiante levantó la cabeza, creo que se llamaba Marcos. Se le veía cansado, triste. Ni cerca de los diecisiete años que teníamos todos.

Recordé la vez que había ido a un circo cuando era pequeño. Me había llevado mi papá. Ya de vuelta nos detuvimos donde un mago que se anunciaba como mucho aparejo de luces y un cartel gigante. Adivinaba tu futuro. Usaba un turbante y la habitación estaba llena de humo ocre, que olía a fresa. Por los gestos de tu cara predicaba lo que te gustaría oír. Eso fue lo que dijo mi padre que pronto le encontró los entablados del juego. Pero este tipo, el mago, pensaba como si meditara mientras calculaba tus gestos. En cambio Ignacio soltaba todo como inducido en un trance. Muy lejos de mí como si de verdad viera cosas.
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Las semanas pasaron y ya casi nos acercábamos a mi juicio, a mi verdad. Después de aquella clase tan rara donde Ignacio me reveló su habilidad. Solo fuimos dos veces a la biblioteca y pude notar por qué la gente se alejaba de él como si estuvieran ante un leproso. El ambiente en su presencia parecía mucho más sensible. No puedo explicarlo mejor. Era como darte cuenta exacta, ahogado en un lago azul de brujo, de las motas de polvo, del aire. Era saber que eras mortal. Ya no podías engañarte con la droga, viendo televisión o cualquier cosa con que la gente quiera confundir a la muerte. Con Ignacio la sentías presente. Sabias que podías morir en cualquier momento. Era como caminar en una fina capa de hielo que en cualquier instante se abriría a tus pies, presentándote al vacio donde las voces ya no pueden hablar. En esos casos el tiempo se ralentizaba, se salía de su cauce y camina trotando. Y en los ojos de Ignacio había una falta de luz que daba miedo. Te recordaba al campus de noche. A los pasillos recorridos por escasos vigilantes y como tus pasos resonaban cuando el cielo era de un rosada triste en las madrugadas. Él tenía algo raro.

Cuando volvíamos caminando al pabellón de estudiantes, yo intentaba que me hablara de su vida. Se había criado en Ciudad Bolívar, en una familia humilde que sembraba e hizo de todo para conseguirle ese cupo. Dijo que su mamá era una india que soplaba el fugo, lo que quiera decir esto.

Dos días antes del examen, dejé de verlo. Nunca volvió a la universidad. Yo suspendí. Fui a dos clases más para ver si volvía a encontrármelo, pero no fue así. Sin su presencia todos sentían mas libres. La soledad que antes me había parecido deambular entre todos, se distendió. Quizás porque la tensión del semestre se había acabado. Ya en el último día, le pregunté al profesor mi referencia de notas para llevarla a otra universidad a probar suerte. Me la dio con gusto y me dijo que le hubiera gustado que pasara. Ya me iba cuando me devolví a preguntarle las calificaciones de Ignacio. Quería saber si tuvo alguna vez posibilidades de pasarlo. Me dijo que estaba bien y buscó en la lista con el índice deteniéndose en cada nombre. No estaba registrado.

Me encontré a Marcos y aunque no habíamos hablado nunca, le dije a quemarropa como se encontraba su madre. Se quedó viéndome receloso. Esperando la broma y yo le dije que no, que me había enterado que durante todo el curso había estado mal y quería saber. Él me contestó que una noche, el cáncer que le obstruía la garganta se alejó. Se espantó. Esas fueron sus palabras.

Tenía la sensación de que Ignacio me mentía, así que muchas veces lo acometía sin falta, de improviso, y captaba huecos en su historia. A veces utilizaba un lenguaje raro que de tanto buscarlo identifiqué lenguas centroeuropeas. Otras usaba aforismos y frases anacrónicas que son su capa de cura lo hacía parecer miembro de los Benedictinos. Una vez, mientras caminábamos por Plaza Venezuela y el cielo era unos volcancitos amarillos que vomitaban fuego, me dijo que él me contaba sus vidas. No una, todas. Y parados en medio del puente sus ojos eran antiguos, lejanos, como si hubieran rodado años por desiertos antes de incrustársele en las cuencas.

Al salir de la universidad y antes de irme del país. Pensé en un Ignacio muriendo y volviendo al mundo en otro cuerpo, quién sabe dónde.
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