Como recordatorios de un pasado rural que se nos antoja ya casi novelesco, los antiguos palomares castellano-leoneses adornan llanuras y sembrados, salpicando de nostalgia el horizonte claro.
Cuando los pichones alcanzaban un tamaño prudente para el sacrificio, llegado el verano, los palomares eran fuente de alimento para muchas familias, que nunca consumían más de lo que la naturaleza podía reponer, en un equilibrio conseguido durante generaciones por el mero sentido común. Ahora son considerados monumentos populares dignos de protección, y –por suerte– las administraciones se apresuran a sujetar piedras aquí o encalar paredes allá, para mantener en pie los que aguantan garridos las embestidas del tiempo.
Mi padre me regalaba, siendo yo una chiquilla, calendarios de aquellos que se sostenían sobre la mesa, con forma de prisma triangular tumbado, y que usábamos para apuntar exámenes, citas o cumpleaños cuando no existían los móviles. Uno de ellos era de palomares zamoranos, cada uno en un mes. Lo conservé durante muchos años –creo que aún está en alguna carpeta–, y hace poco pinté una de sus pequeñas láminas fotográficas.
Está hecho con acrílico sobre tabla, de una medida aproximada de 25 x 60.