Las jornadas de Ciencias Experimentales estaban transcurriendo con éxito. Los asistentes, a pesar del cansancio del trabajo semanal, se mostraban encantados de haber acudido, pues tanto la organización del evento como los ponentes habían resultado magníficos hasta ese momento.
La jornada del viernes se había desarrollado íntegramente en la sala de conferencias, y nadie parecía desilusionado con las intervenciones. Además, la sala de aquel hotel era cómoda y espaciosa, y los medios audiovisuales permitían ver y oír perfectamente a los ponentes desde cualquier punto. Ya era noche cerrada cuando el último de los grupos de trabajo presentó sus resultados, por lo que los profesores que vivían fuera de la ciudad fueron invitados a pasar la noche en el hotel.
El sábado, temprano, concurrieron todos de nuevo en las aulas y laboratorios de un centro cercano, preparado para tal fin. Los diferentes talleres desarrollaron su labor intensa a lo largo de la mañana, aliviada por un pequeño descanso, que resultó casi tan fructífero como el resto de las sesiones: reencuentros, nuevas amistades, intercambios de opiniones…
Llegado el mediodía ya se acusaba el cansancio, pero la pausa generosa –tres horas– dio a todos la oportunidad de almorzar, relajarse y charlar frente al mar antes de afrontar el último tramo del programa, el más esperado por la mayoría: la conferencia del Dr. Amberais. Tal vez su presencia allí fuese el principal motivo del éxito de aquella convocatoria.