A mi tierra

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El otoño es un tiempo para la nostalgia. Las tardes frías, las noches cubriendo las horas que hace poco eran blancas, el retorno a la rutina… nos invitan inevitablemente a la añoranza.

Esta torre solitaria, este campanario posado en tierra firme, es un recuerdo de tiempos tristes, cuando una presa reventó y sus aguas inundaron el valle en que estaba ubicado el pueblo de Ribadelago de Sanabria, dejando tras de sí un trágico rastro que aún perdura, cincuenta y ocho años después, en la memoria de los supervivientes. Para ellos, la torre de su iglesia, que fue trasladada y reconstruida en un pequeño parque, es un testigo de aquel día fatídico y un homenaje a quienes reposan bajo las oscuras aguas del Lago.

Pero para mí –desde el más profundo respeto y desde el amor a esta tierra– esta torre significa reencuentro, amistad, felicidad, pues era lo primero que veía al llegar al pueblo, donde abrazaba de nuevo a mis amigos, donde volvía a recorrer los prados y los montes sin horarios, donde con un bocadillo en una mano y el manillar de la bici en la otra, exploraba callejuelas y senderos.

La he dibujado con dos plumas, una con tinta negra y otra con tinta verde, y mientras lo hacía pensaba estas palabras:

Te saludo, tierra,
y recojo oro puro en las cuencas de mis ojos al mirar el centeno.

Contemplo tu cielo
y veo la Vía Láctea reflejada en el Lago,
nítida como un camino del monte agreste que me vio crecer,
y no distingo cuál es mi techumbre y cuál mi suelo.

Te nombro
y recorro el tiempo en un instante,
regreso a los días verdes, a los veranos largos y azules,
a las canciones de mi madre.

Tú sola, tierra,
llenas la alcancía de mi memoria antigua.

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