Que nunca falle, alguien que jamás nos falle

Que nunca falle, alguien que jamás nos falle


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El hombre se sentía disminuido por dentro; llevaba un morral de tela descolorida sobre sus hombros. Allí iba metiendo todo lo que encontraba a su paso, desechos que se convertían en sus mínimos trofeos. Entre ellos había muchos papeles, cartones, migajas de algún pan o casabe y una que otra cuerda que había hallado por ahí. Los ojos perdidos y lánguidos se empozaban en el asfalto, en la basura acumulada en las esquinas, en las canales a las orillas de las aceras. Sus ojos ya estaban acostumbrados a mirar lo triste, olvidado y sucio, así que fue fácil que aquel día sus ojos se toparan con aquel perro famélico, de rabo largo y marrón. Y sus ojos por primera vez, desde hacía mucho, rieron:

_¡Ven acá, Marrón! –dijo haciendo un chasquido con los dedos.

El animal, tan desacostumbrado a los afectos, lo miró largo y renuente. Luego se acercó como se acercan los animales: con hambre de cariño. El hombre le pasó la mano por el pelaje largo y le sobó una oreja. El perro le lamió la mano y se echó a sus pies.


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El hombre abrió su morral lleno de tesoros y sacó medio pan que le habían dado en la mañana afuera de un supermercado. Le acercó una parte al perro y la otra la agarró para él. La tarde era una luz consumida en la ciudad; desde la acera, el hombre sentado en una esquina miraba piernas apresuradas que pasaban sin detenerse. Los ojos menguados del hombre por momentos se cerraban y volvían a abrirse en espera de algo. Sentado con los pies encogidos y a su lado Marrón que le lamía la mano, respiraba sin escapatoria ante tanta verdad amontonada. Estaba allí, pero no había para él un lugar en el mundo.


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Ya la noche aparecía y el ruido de los carros disminuía. Desde hacía rato las aceras solitarias eran espacios llenos de inmundicia y hambre. Algunas personas se habían colocado en los postes y habían comenzado a hurgar entre la basura. El hombre se acercó a las bolsas apiladas y abiertas. Marrón también se acercó. No hubo suciedad que impidiera el bocado, tampoco el sedimento en los bordes de las botellas. Como buitres lanzaban las manos en búsqueda de la mejor porción, la menos agria, la más entera. Cuando las bolsas estuvieron vacías y los pocos despojos que quedaban yacían desperdigados por las cunetas y el asfalto, el hombre y Marrón volvieron a la esquina a sentarse en la acera.

El hombre empezó a acariciarle el lomo al perro y con suaves masajes le rascó la piel. Unas manos esqueléticas y débiles eran la pintura de un Dios olvidado. El hombre sonreía mirando el perro.
_Tenías mucha hambre, Marrón. Yo vi que tenías mucha hambre – decía el hombre mientras sonreía y trataba de que sus ojos no se cerrasen.
_Estás flaco y enfermo, Marrón. Flaco y enfermo… dijo así como cuando en un último respiro se hace un eco.
_Menos mal que estás conmigo, Marrón. Menos mal que me encontraste -y en mitad de la noche, cerraron los ojos, los dos...


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HASTA UN PRÓXIMO RELATO, AMIGOS


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