Si hubo un perro bueno y tierno en esta vida, ese fue Bobby.
Un peludito con tan solo dos meses de edad, llegó a la casa de la abuela materna a revolucionar la paz de la otra perrita que ya existía: Linda. Pero Linda estaba deprimida por el fallecimiento de mi abuela y Bobby fue como la medicina para que ella se reactivara.
Tremendo como él solo, pero cuando se le llamaba la atención, empezaba a mostrar todos los dientes en medio de un ataque de tembladera. Una tan solo le decía: “¡Fuiste tú!” era símbolo de dejarlo en evidencia por cualquier cosa.
Cuando empezaba a temblar, provocaba abrazarlo, mimarlo y olvidarse de la tremendura.
Temblaba cuando sabía que lo íbamos a llevar al veterinario… ¡cobarde!
Temblaba cuando le decíamos: “¡Vamos a bañarte, Bobby!”.
En cualquier descuido, se montaba sobre alguna cama y se hacía el pesado para hacerlo bajar.
Le gustaba comer de cualquier chuchería que una estuviese comiendo. Particularmente yo, me le quedaba viendo a los ojos sin moverme. Él me ladraba en tono de: “Muévete, mija y dame de eso!”
Le gustaba las empanadas que hacía mi tía. Era el primer chicharrón en la puerta de la cocina cada mañana cuando mi tía le hacía el desayuno a mi primo. Una empanada segura iba para él.
Llorón, juguetón, sensible, amado, lambucio y sinvergüenza… un hermoso peludo que vivió 10 años.
Ese era… mi lindo Bobby.
Foto por: Lenys Carolina M.N.
Texto por: Lenys Carolina M.N. / @lenyscarolina