Recuerdos Peregrinos

¿Casualidad o nostalgia?. No lo sé, pero anoche tuve un presentimiento y decidí acudir al baúl de los recuerdos. Situado en esa imaginaria ínsula custodiada por las terribles Escila y Caribdis, a las que C. G. Jung llamaba ánima y ánimus, su visión me produjo un pálpito en el corazón y por un feliz momento, dejé de ser tigre en la rayadura de mi propia jungla. El baúl, hecho con tiras de cartón, material algo más fuerte, que no mejor que el papel en el que mi admirado poeta don Antonio Machado botaba los barquitos en los ríos de su niñez, estaba tal cual lo recordaba de la última vez que acudí a él en busca de consuelo: solitario en el centro del laberinto, mostrando una nota –a la que se adhería una flor marchita, que sinceramente, no recuerdo si fui yo o mi complementario quien allí la depositó y tampoco cuándo- que decía simplemente: ‘ábreme y te llevaré hasta Ítaca’. Mi mano, temblorosa, se dejó llevar y cuando las yemas de mis dedos se posaron sobre la rugosa superficie de la tapa, sentí que una corriente eléctrica me recorría el cuerpo de la cabeza a los pies. Ante mí apareció -como el No-Do que nos tragábamos cuando íbamos al cine los españolitos que veníamos al mundo para que una de las dos Españas nos helara el corazón- una pequeña porción de mi vida, que en forma de película de apenas unos minutos de duración, llevaba por título, sencillamente, ‘Recuerdos peregrinos’.
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Mis comienzos en ese incognoscible Juego de la Oca, que es el Camino. Unos comienzos, donde sobraba entusiasmo y faltaba experiencia. Unos comienzos inocentes, tambaleantes, como los primeros pasos de un infante. Lejanos y a la vez, paradójicamente cercanos. Un mes de julio, especialmente caluroso; todo dispuesto para el viaje y en el último momento, un gremlin malicioso decidió que era su oportunidad dorada para provocar una avería en el aire acondicionado del coche. Órdago y embido, ventanillas abiertas y aliento de dragón dorándonos la piel. Mi compañera por aquél entonces –y recalco lo de compañera, para subrayar su sentido amistoso- estuvo a punto de rajarse. Posiblemente hiciera más efecto la cara de estúpido que se me quedó, que todas las disculpas, maldiciones y me ‘cagosenlaleche’, que ininterrumpidamente y hasta que ella se dio por vencida, salieron por mi boca, posiblemente a la misma velocidad con la que Linda Blair, la chica del exorcista, giraba su poseída cabeza. No sé por qué, pero en aquél momento me acordé de la famosa frase de Winston Churchill: sangre, sudor y lágrimas. El viaje, pues, iba a tener un aliciente añadido: la penitencia.
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Con la penitencia a cuestas, o cuando menos, entrando a raudales por las ventanillas del coche, se hizo camino al andar. Ya lo creo que se hizo. Después de pernoctar en Zaragoza, nuestra verdadera ruta santiaguista comenzaba algunos kilómetros más allá de Huesca: en un hermoso pueblo llamado Santa Cruz de la Serós –con su antiguo monasterio de donas, si bien menos elegantes que no importantes que sus homólogas lucenses de Vilar y su interesante ermita mozárabe de San Caprasio- y media docena de kilómetros más adelante, en ese aparente Montsalvat oscense, que es el monasterio de San Juan de la Peña. O si lo prefieren, el monasterio del Santo Grial, objeto sacrosanto, que recaló aquí en el siglo IV, después de que los bárbaros de Alarico tomaran Roma por asalto y el diácono Lorenzo –no pretendo hacer un chiste, pero quizás desde su peculiar martirio se renovara en Europa la afición por la parrilla- lo pusiera a salvo, acción que se vio recompensada con la santidad.
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El monasterio de San Juan de la Peña es un sueño. Lo era en mis fantasías y formaba parte de mis deseos, hasta el punto de que si hubiera tenido en mis manos la famosa lámpara de Aladino, me hubiera dado voluntariamente el gustazo de gastar uno de los tres deseos que tradicionalmente te concede el Genio, en llegar allí. Y no porque me atrajera especialmente el vademécum histórico de que entre sus milenarias piedras reposa la flor y nata de la realeza aragonesa, sino porque ese lugar –tanto su continente como su contenido- es un poema a la fantasía. En la elaboración de los capiteles de su claustro trabajó arduamente el denominado Maestro de Agüero -aquél que sembrara las Cinco Villas de músicos y sensuales bailarinas- dejando detalles relevantes, como la maza de cantero con la que Caín está a punto de descalabrar a su hermano Abel o la mano de Judas intentando escamotear un pescado durante la celebración de la Última Cena, a los que habría que añadir los ojos de sus personajes, de los que decía ese gran investigador de la España misteriosa, que fue Juan García Atienza, que parecían contemplarte desde el infinito.
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Infinito parecía y sin embargo, después de todo, no lo es, el trayecto que va de Huesca a Navarra. Pasamos noche en un lugar realmente espectacular: el monasterio de Leyre. Leyre y su entorno, como San Juan de la Peña, son otro poema: mundos aparte –quizás parte de esos otros mundos que están en éste, según Paul Eluard- a los que se recomienda acudir con el hemisferio izquierdo en posición de firmes tras el toque de diana. Dianas debió de haber en su agreste y espectacular entorno. Y alguna de ellas debió de convertirse en xana, pues a cincuenta o cien metros del monasterio, la fuente de las Vírgenes, despide cierto tufillo heterodoxo que hace guiños en el demonio de la suposición a la hora de preguntarse por los motivos de elegir este lugar.
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Para llegar a Leyre, es necesario seguir cierto tramo del itinerario calistino descrito por Aymeric Picaud en su códice. Claro que, aunque todavía existe el pueblo de Termes o Tiermas –o al menos, su fantasma, puesto que hoy en día es un despoblado más- las termas se han visto anegadas por el embalse de Yesa y no hay muchos lugares en la carretera donde dejar el coche y echar un vistazo al lugar que antiguamente ocupaban. Según sea la luz y la perspectiva, uno pensaría, viendo el color de las aguas del embalse, que está viendo una copia natural de los paisajes shambhálicos pintados por Nicolás Roerich durante sus expediciones a los Himalayas. Pero Leyre y su entorno ocultan numerosos secretos.
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Uno de ellos, lo encontramos en la cripta, donde destacan los enormes capiteles que soportan las nervaduras sobre las que se levanta la cúpula. Unos capiteles, que parecen haber sido hechos por una legión de enanos o quizás de hobbits, migrantes a este lugar desde los puntos más remotos de la fantasía de Tolkien, pues caminando entre ellos, apenas alcanzan a la altura del pecho, como se puede apreciar en el vídeo. La cripta, además, conserva otro de esos misterios, cuya increíble circunstancia debería hacer que considerásemos a la Edad Media como algo más que una época inculta y bárbara. En ella se encuentra una reproducción del abad Virila, que según la leyenda, fue cuando menos uno de los precursores de la teoría de la relatividad enunciada por Einstein muchos siglos después. Cuenta la leyenda que un día Virila, meditando sobre la grandeza y la inefabilidad divina, subió al monte y se quedó dormido debajo de un árbol, escuchando el dulce trino de los pájaros. Lo que él consideró como apenas una siesta o un parpadeo, se tradujo en cientos de años y cuando volvió al monasterio, no sólo lo vio cambiado, sino que además no conocía a nadie y nadie le conocía a él.
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Felicidades aparte, se da la misma circunstancia a cientos de kilómetros de allí, en Armenteira, Pontevedra, donde las xentes del llugar sostienen la misma historia, pero referida a San Ero. A éste, se le venera en el monasterio de Santa María y a diferencia de Virila, Ero sostiene una hogaza de pan y un pajarillo en sus manos. Virila y Ero. Qué curiosos nombres: erotismo y virilidad. Hay que estar atentos, porque los nombres, bien sea dentro o fuera de los lindes tradicionales del Camino de Santiago, ocultan sorpresas y dobles significados. Pero sin duda, lo más inolvidable de mi estancia en Leyre, no fueron estas circunstancias, ni tampoco entrar por esa maravillosa Porta Speciosa que da acceso a su iglesia, sino que aquí, de un modo inesperado, aprendí a amar el Silencio. De hecho, creo que se me ocurrió pensar que tuvo que ser un lugar parecido el que inspirara a Simon & Garfunkel su extraordinario tema titulado The sound of silence: el sonido del silencio. Y a escasa distancia de Leyre, bueno es darse un paseo por la iglesia-castillo de Javier, donde naciera San Francisco Javier y dejarse llevar, siquiera por unos momentos, por la magnificencia del lugar.
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De oca en oca y tiro porque me toca. De Leyre a ese centro del Laberinto donde coinciden los caminos, que es Puente la Reina y por supuesto, a otro ansiado sueño: la enigmática y fascinante capilla de planta octogonal de Santa María de Eunate. Otro poema románico y si me apuran, byroniano, hecho realidad. Una fascinante construcción, levantada en mitad de ninguna parte, impertérrita al tiempo pero sobre la que circulan extrañas leyendas y persistentes rumores de monjes-guerreros. Como la reina Lupa de Galicia, Eunate tuvo también su reina desconocida, cuyos restos, descubiertos a principios del siglo XX, terminaron ignominiosamente en un osario anónimo. Y como Llibredón, Eunate tuvo también sus luces fascinantes, que se recuerdan en el nombre del monte frente al que se asienta: de la Estrella. Sin olvidar, por supuesto, el famoso puente de los peregrinos, de Puente la Reina y la iglesia templaria -¿también?- de Santa María dels Ortzs o del Crucifijo y su fantástico Cristo renano, cuya cruz no es la tradicional, sino esa runa de la vida que conoce bien todo peregrino, que es la pata de oca.
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Camino de La Rioja, y todavía en tierras navarras, merece la pena detenerse en el monasterio de Irache. Allí, el peregrino se encontrará con otra figura primordial del camino; otro santo, de heterodoxa circunstancia, elevado a Patrón de los caminantes navarros: San Veremundo. Repitan ‘veremundo’ despacio y después me cuentan a qué les suena. ¿’Ver el mundo’, quizás?. Nada más apropiado para aquél que se anima a dejar el sillón y copula –digo bien- con el consejo de Machado de que se hace camino al andar. En Irache descubrí que por culpa de los gorrones, pagan justos por pecadores. Las bodegas Irache, que se levantan enfrente del monasterio, tienen una fuente con dos grifos, uno de vino y otro de agua, que ponen a disposición del peregrino, o del caminante o simplemente del viajero. Pero claro, parece que en este país el que no corre vuela y frente a los abusos indiscriminados de la gente que acude hasta con garrafas, el grifo del vino lo cortaron, apenas tomé mi sorbo. Lo siento por el peregrino francés que esperaba turno detrás de mí, pero no por el otro individuo que le faltaban manos para sostener tanta garrafa.
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En La Rioja, indispensable es no pasar de largo por un pueblo ocarino, que lleva el cantarín nombre de Torres del Río. Allí, más o menos en el centro del pueblo, y rodeado de alberges y lugares de restauración, otro poema que debió parir la misma madre que Eunate: la capila ascensional del Santo Sepulcro. Con su planta octogonal, la formidable estrella de ocho puntas que configura su bóveda, su halo de misterio, como no podía ser menos, y un majestuoso Cristo románico, coronado –no de espinas, sino de oro- que no dejan indiferente.
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Y de aquí, dejando atrás también Soria, regreso a Ítaca. Recordando el entusiasmo de ese viaje, la alegría y la fascinación de esos comienzos, creo comprender por qué tuve ese presentimiento; por qué sentí ese pálpito. Quizás necesitara una cura de humildad para volver a sentir lo verdaderamente importante de la vida, consciente de que ésta forma parte de los escalones que conducen, al que se atreva a seguirlos, al palacio de Sophia. Luche quien quiera por el poder y la gloria. Este Viernes Santo el mundo se ha parado, milagrosamente, y yo me acabo de apear.
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That's all folk, amigos.
Feliz Vida y Feliz Camino

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