Orbes: misteriosos compañeros de camino

Shakespeare fue un hombre adelantado a su tiempo. Bien sea porque cuando nació la Musa le marcó con una estrella en la frente o bien porque esa fuerza partidista y sin duda interesada que llamamos Providencia tuviera algún interés especial en encauzar los surtidos arroyos de su imaginación hacia la fuente universal de la Sabiduría, parece, a juzgar por el contenido de sus obras, que tenía unos conocimientos bastante más que inusuales para su tiempo, cuando menos en lo que a los Grandes Misterios se refiere. Por eso, no debe de extrañarnos que en boca de uno de sus personajes más conflictivos, neuróticos –siglos antes del nacimiento de Freud y Jung- y a la vez más conocidos por el público en general –Hamlet, infortunado príncipe de Dinamarca-, pusiera esta enigmática, pero significativa sentencia: ‘Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que se pueden ver a simple vista’. La imaginación, bendito tesoro cuando se alía con la intuición, es un inestimable auxiliar, que lejos de salir corriendo, como esa encopetada y casquivana dama que es la certeza, permanece fiel y ofrece un punto de apoyo a todo aquel que, lejos de amedrentarse por el espectro no menos volátil y veleidoso de la incertidumbre, se arriesga a continuar valientemente hacia adelante, aun cuando el motivo de su exposición amenace con colisionar con la razón –que quizás, aparte del método científico, sí que produzca monstruos, como afirmaba ese gran psicólogo metido a pinto que fue don Francisco de Goya y Lucientes-, amenazando algo tan subjetivo, después de todo, como es la credibilidad.
DSCN4381.JPG
Objetivamente conjurado, pues, el miedo de que ésta pueda llegar a quedar en entredicho –siempre podré acudir a aquél refrán que dice que no hay mayor ciego que el que no quiere ver, a pesar de que ya Oscar Wilde dejara muy claro aquello de la importancia de llamarse Ernesto- y liberada la lengua de esa quemazón que la hiere, la llaga y la angustia cada vez que el miedo –incluido el del ridículo, que suele ser mucho más corriente de lo que parece, hasta el punto de que podría llegar a considerarse como una pandemia de alcance mundial- le impide expresarse, para bien o para mal, pero con toda libertad, puede ser un momento realmente oportuno –o así lo creo-, para sacar a relucir un tema científicamente denostado, machacado y desprestigiado pero empírica y prácticamente vivo, dispuesto a convertirse, metafóricamente hablando, en una calavera similar a la que Hamlet mantenía en sus manos dubitativo, preguntándose eternamente –como el monje tibetano con su molinillo de oraciones y la vista perdida en las imposibles cumbres del Himalaya-, aquél desgarrador mantra del ser o no ser, dado que ese es el fondo de toda cuestión. Porque esta historia, ya les prevengo, es precisamente digna de Hamlet y como a él, seguramente a todos nos dejará navegando en los revueltos ríos de la incertidumbre, aunque puede haber alguien que no posea ésta generalizada enfermedad y esté tan seguro de todo, como lo está del aire que respira.
DSCN1231.JPG
En realidad, el aire tiene mucho que ver. No dejando de ser, metafóricamente hablando, vehículo por donde circula libremente el espíritu –como ya avisara el propio Cristo-, que podemos sentir pero no ver, poco podemos saber –a excepción de lo medible en una probeta-, qué clase de naturalezas imperceptibles para el ojo humano –ya saben, ese que a veces nos hace equivocarnos cuando intentamos salirnos de los senderos previamente trazados por el cartesianismo tomasiano del ver para creer-, puedan solidarizarse con él, campando inadvertidos por cualquier sitio, como lo hacen los supuestos aviones invisibles norteamericanos por los cielos de cualquier país hostil. Son los orbs u orbes, en sus acepciones anglófila y latina: diminutas esferas de luz, que repito, el ojo no capta, pero sí el objetivo de una cámara fotográfica, incluido aquéllos que lleva cualquiera de los tamagochis –perdón, móviles quise decir-, con los que mucha gente se entretiene sacando fotografías o perpetuándose a sí mismos, mientras airean por unos instantes a su complementario Narciso, practicando esa nueva modalidad de arte descafeinado llamado selfie. Pequeñas esferas de luz, que cuando vemos en las fotografías nos indignan, como primera reacción –sobre todo, si te has ido lejos a sacarlas-, pensando que se nos han echado a perder; pero que también nos desconciertan, cuando observamos que van apareciendo progresivamente y comenzamos a intuir en ellas ciertas peculiaridades, que nos hacen dudar de la motita de polvo adherida al objetivo de la cámara, o de esa diminuta, infinitesimal rasgadura o arañazo en el dichoso objetivo –que te tienta a pensar en jubilar la cámara y comprar una nueva-, explicaciones éstas con las que el racionalismo empírico del dios del futuro, la Ciencia –como lo oyen y a quien no crea esto último, le recomiendo que preste especial atención a la lectura de la saga Fundación, de Isaac Asimov o si todavía es joven, tendrá ocasión de verlo por sí mismo dentro de algunos años-, nos deja con un canto en los dientes, o dicho de otra manera, nos da con la puerta en las narices.
149161_1674565551206_1680846_n.jpg
Ahora bien, a medida que nos los vamos encontrando en nuestras fotografías, sin importar el lugar donde éstas hayan sido tomadas –interior, exterior, domicilio, iglesia, antiguos lugares de culto, campo abierto, bosque o pequeñas poblaciones, por poner algunos ejemplos-, y comienzan a llamar nuestra atención, vamos observando una serie de detalles, que motivando nuestra curiosidad nos inducen a sospechar que algo desconocido se esconde detrás de su inquietante presencia. Por ejemplo: no siempre tienen la misma intensidad de luz, sino que, pálidos y apenas perceptibles en muchas ocasiones, en otras, sin embargo, se muestran con una energía luminiscente esplendorosa, como diminutas lunas que han alcanzado la plenitud de su zénit. A veces, también, semejan pequeños cometas, mostrando una pequeña cola; y no siempre parecen caer, sino que también parecen despegar del suelo, como si obedecieran a una inteligencia capaz de realizar movimientos extraordinarios. Pero hay más detalles. Cuando la curiosidad va en aumento y se nos ocurre ampliar la imagen, veremos cosas realmente sorprendentes: a veces, en su núcleo o centro, aparecen curiosas formas geométricas; no obstante, en otras ocasiones, y esto es lo más sorprendente y a la vez lo más desconcertante, aparecen extraños rostros. Y les aseguro, que no digo nada que no lo puedan comprobar ustedes mismos, con paciencia y revisando sus colecciones de fotos. Dejando a un lado, evidentemente, el gran número de supuestos orbes que sí pueden responder a la motita de polvo o a factores comprensibles de humedad, temperatura, etcétera, ya les prevengo de que muchos de ellos parecen obedecer a algo más. Algo mucho más serio y con posible inteligencia, adoptando incluso otras formas de energía mucho más intensa. Y esto es lo desconcertante, hasta el punto de hacernos llegar a pensar: ¿qué convive con nosotros y el aire que respiramos?. ¿Han leído esa excelente recopilación de imaginación e ingenio de Ray Bradbury, titulada El hombre ilustrado?. Como globos de fuego describía, en un relato precisamente así titulado, a una parte de la civilización marciana. Que nadie se asuste, no he perdido la cabeza ni tampoco quiero meter en el presente saco a los famosos foo-fighters que tanto dieron que hablar a los pilotos aliados que sobrevolaban los cielos de Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Pero sí les aconsejo que revisen sus colecciones de fotos y cuando reparen en alguna toma que contenga este tipo de inesperado visitante, intenten estudiarla con atención. Quién sabe, a lo mejor, hasta se sorprenden de lo que pueden encontrar.

Vídeo relacionado:

H2
H3
H4
3 columns
2 columns
1 column
Join the conversation now
Logo
Center