Numancia en primavera

‘...me gusta ir a Numancia cuando zumba el viento, cuando cae frío de las alturas, cuando todos los elementos cooperan en hacer triste, espantosa e inerme a la ruina...’ (1).
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Quien de verdad quiera llegar a conocer Soria de la raíz a las puntas –parafraseando ese conocido anuncio de las bondades de una conocida marca de champú- debe empezar conociendo parte de la obra de José Antonio Gaya Nuño, en lo referido a la figura de ese entrañable personaje, surgido de los charcos insondables del pasado, que es el santero de San Saturio y las ruinas de Numancia.
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Ahora bien, a diferencia de éste –que literariamente tuve el enorme placer de conocer hace muchos años, cuando comenzaba a patearme alegremente esos imprevisibles caminos de la Celtiberia soriana- yo prefiero ir a Numancia en primavera, apenas recién dejados atrás los rigores aqueronios del invierno, que hacen de los yermos anexos a las ruinas más yermos todavía y aprovechar ese momento tan particular, por no decir especial, en el que la tierra despierta al fin de su prolongado letargo y entre hipos, estiramientos y bostezos nos cuenta, con gratificante expresividad, los sueños que ha tenido, cuando se sumergió en el estado alfa a finales del otoño.
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De esta manera y visión –que seguramente le hubiera sugerido a Van Gogh una lluvia de estrellas en los campos- quiero pensar que Numancia, aun no siendo una insula Pomona como la Ávalon o Isla de las Manzanas de las leyendas artúricas, sí es, no obstante, una insula Amapolis o insula de los Sueños –a tenor de la adormidera que circula alegremente por sus corolas- donde año tras año y siglo tras siglo se desarrolla una justicia poética, que pinta el alma con gratificantes colores psiquedélicos, los cuales sugieren, después de todo, que quizás las almas de los numantinos reposan definitivamente en paz; que después de su terrible y ejemplar holocausto, fueron feliz y providencialmente acogidas en ese Nirvana celtíbero que se encuentra más allá de la sangre y las espadas y que ese fatídico año 133 a. de C., no marca el fin de su existencia, sino el comienzo de su inmortalidad.
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Notas:
(1) Juan Antonio Gaya Nuño: ‘El santero de San Saturio’, Editorial Espasa Calpe.

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