El Cine y la Literatura, son una excelente hemeroteca, metafóricamente hablando, donde encontrar situaciones –o si se prefiere, paralelismos- relacionados con la enseñanza oculta que se puede intuir más allá de ese, en apariencia, simple conjunto de atractivas estampas, que en el fondo mucha gente considera que son los naipes que conforman la baraja del Tarot.
Uno de los Arcanos Mayores que más suspiros suscita, posiblemente motivado por esa fuerte carga emocional, que en mayor o en menor medida, a todos nos alcanza en algún momento determinado de nuestra vida, no es otro que aquél que vulgarmente se conoce como ‘los Enamorados’, pero cuyo nombre, al parecer, originalmente era el de ‘los Dos Caminos’.
Independientemente de que Waltari tuviera o no conocimientos, por rudimentarios que fueran, acerca de éste fascinante universo contenido en unos naipes de misterioso origen y propósito, lo cierto es que la historia de Sinuhé cuadra a la perfección con los considerandos simbólicos añadidos a este Arcano Mayor, que se corresponde, numerológicamente hablando, con el número seis. Quizás le añada mayor interés, saber que la historia se desarrolla en un periodo apasionante del Antiguo Egipto, durante las convulsas postrimerías de una Dinastía, la XVIII, que legó a la posteridad gobernantes de leyenda, alguno de los cuales –el joven Tuthankhamón- disparó las alarmas de la arqueología moderna, no sólo por la delicadeza y fastuosidad de su máscara mortuoria y los fabulosos tesoros encontrados en su tumba, sino también, porque trajo a colación uno de los temas que más ha dado que hablar a partir de los años veinte del pasado siglo: la supuesta maldición de los faraones.
Llegados a este punto, bueno sería poner en marcha nuestra imaginación y observando el naipe que se nos presenta, intentemos ver en ese atribulado hombrecillo que permanece indeciso en medio de dos mujeres, a nuestro protagonista, a Sinuhé. Ignoren, si quieren, el resto de la carta y en su lugar, imaginen que frente a ustedes se abre un escenario extraordinario. Han retrocedido dos mil años en el tiempo y ahora se encuentran en una ciudad esplendorosa; una ciudad que tiene magníficos palacios, con largas avenidas flanqueadas de soberbias columnas y sansónicos obeliscos, donde no faltan, además, impresionantes estatuas que reproducen un fantástico panteón de dioses con cuerpo humano y cabeza de animal. Hay también mercados, con puestos llenos de colorido que ofrecen multitud de mercancías, incluidas las ricas y olorosas especias procedentes de lejanos países del exótico Oriente. E imaginen, algo más lejos, barriadas aledañas, más humildes, con sencillas chozas de adobe, y ya puestos a imaginar, piensen en barrios más humildes todavía, enclavados en el extrarradio, acariciando los yermos fronterizos del desierto, donde los esclavos hebreos sufren contemplativamente su cautiverio, celebrando el Sabbath en lo más recóndito de sus tabernáculos, mientras los ingenieros egipcios se afanan en planificar fastuosas pirámides. Y hay, además, un puerto, donde las aguas del Nilo, fecundas como las lágrimas de Isis, acarician las escolleras con susurros de inmortalidad y grandes celebraciones cuando, aparte de las fiestas de jubileo del Faraón, cada quince o veinte años regresan las expediciones del misterioso país del Punt, con las bodegas repletas de tesoros y una marinería deseosa de contar mil y una historias y aventuras en la sombrías tabernas del puerto.
Pero lejos de parecer un escenario tan idílico, en el ambiente se presienten nubes de tormenta. Los sacerdotes del todopoderoso e incognoscible dios Amón, están revueltos. El nuevo soberano, Amenofis IV, más conocido como Akhenatón, ha cometido una grave herejía al proclamar a Atón, el dios Sol –posiblemente aquél mismo Sol Invictus que siglos después se le apareció a Constantino en forma de cruz y la frase in hoc signo vinces (con este signo vencerás), la víspera de su batalla contra Magencio en Puente Milvio- como dios único y verdadero, pretendiendo que su culto se convierta en la religión oficial de Estado.
Actual, como puede serlo hoy en día, Sinuhé pertenece a esa barriada más humilde que está lejos de los palacios y los barrios residenciales y gracias al esfuerzo de sus padres –cuyas únicas ambiciones en la vida, eran que su hijo se convirtiera en un médico eminente y a ellos no les faltara una humilde tumba o morada del Más Allá- y a ese malicioso fatum o destino, que hace que su camino se cruce con el del ambicioso general Horemheb –que más tarde, usurpará el título de Faraón- nuestro hombre emprende una brillante carrera en la Corte. Se olvida de sus padres, que mueren habiendo perdido sus opciones a adquirir una morada eterna; se olvida, también, de esa muchacha sencilla que bebía los vientos por él y que hubiera sido la esposa perfecta y se deja llevar en volandas por el éxito y el placer, en los brazos de una voluptuosa cortesana. Se equivocó: lo pierde todo, y al hacerlo, la conmiseración y la ruina más absoluta se apoderan de él y con amargura, comprende que hizo una mala elección.
Ésta es, después de todo, la mejor moraleja que puede ofrecernos este Arcano: éxito o fracaso –no sólo referidos a la vida afectiva- dependerán, exclusivamente de la rectitud con la que hagamos nuestras elecciones. Pero esa, también, es una lección vital, que nos indica que nada en ésta vida es regalado y que para ir creciendo y desarrollándonos como personas, tendremos que despojarnos de nuestro vano egoísmo, de nuestra propia futilidad, aceptando las consecuencias de nuestras decisiones.
Triunfos y fracasos, como tituló Petrarca a su poema, del que algunos autores suponen que deriva el simbolismo de estos fascinantes naipes, son, en definitiva, esa sal y esa pimienta, que han de determinar los aspectos más generalizados de nuestra existencia.
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