El Maestro del Juego de la Oca (Novela) III

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En el pueblo había una escuela y también un Club Social, pero este último estaba, única y exclusivamente, destinado a los mayores. Por aquél entonces, la mayoría de edad no se alcanzaba hasta los dieciocho años, periodo que venía escrupulosamente marcado por la llamada a quintos, cuya notificación hacía que también apareciera por el pueblo un personaje peculiar y al que apenas veíamos durante el resto del año: el cartero. Recibir una carta, era algo tan extraordinario para nosotros, que cuando sucedía un acontecimiento tan inusual, los vecinos se arremolinaban en torno al destinatario, agasajándole como si hubiera sido el feliz ganador del Premio Gordo de la lotería de Navidad.
Ni qué decir tiene, que si bien Soria siempre había tenido fama de ser una de las provincias mimadas por la diosa Fortuna, en Señuela, quizás porque a veces nos gustaba llevar la contraria, o tal vez porque después de todo habíamos nacido estrellados, nunca había tocado ni una perra gorda, como se decía entonces, en aquéllos benditos tiempos en los que la perra chica, la perra gorda, la peseta y el duro formaban el grueso incombustible de nuestra añorada economía nacional. Y digo añorada, porque eran tiempos en los que la gente sabía valorar lo poco que tenía, y por defecto, conseguía bien administrarse a la medida de sus posibilidades, aplicando, con sabia determinación -como decían los viejos, con su sencilla aunque realista objetividad-, el concepto básico de toda economía que se precie: si tienes cinco duros y gastas seis, la economía se va al garete. Moraleja: no gastes nunca más de lo que tienes, o sufrirás las consecuencias. De manera que en Señuela, la economía había mantenido siempre su discreto papel, en unión de la prudencia y los sueños de grandeza -si es que alguna vez los habíamos tenido, que yo no lo creo- no habían pasado de ser precisamente eso: sueños. Quizá por ello, Caja Duero, o cualquier otra entidad bancaria, nunca tuvo intención de abrir una sucursal aquí. Los ahorros, pues, había que llevarlos a Almazán, o a Morón de Almazán, que eran las poblaciones que, por índice de población e importancia más cercanas, se adjudicaban automáticamente este tipo de servicios, aunque estoy seguro de que en Señuela, prevaleció durante mucho tiempo el recurso del colchón.
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A tal respecto, me gustaría añadir que, puestos a elegir, prefería siempre la sucursal de Morón a aquéllas otras de Almazán. Sobre todo, porque el banco se había hecho con la antigua casona del señor marqués de Camarasa, en cuya fachada, lejos de figurar los tradicionales blasones familiares, típicos de toda familia insigne –como los López de Haro, que en Soria la Reconquista y posterior repoblación trajo muchas y de muy variada condición, cuyas preces quedaron testimonialmente reflejadas a lo largo y ancho de la provincia-, figuraban una serie de indescifrables símbolos, que sugerían las aficiones poco cristianas del excéntrico noble. Había quien afirmaba, con una rotundidad pasmosa, que el marqués había sido un célebre nigromante, al que la Inquisición había terminado prendiendo y encarcelando allá lejos, en la brumosa ciudad del Santo Apóstol. Otros, por el contrario, decían que había sido un reconocido alquimista y que parte de su considerable fortuna había salido de los oscuros experimentos que hacía en su laboratorio secreto, donde se encerraba largas temporadas. Un laboratorio secreto que, por cierto, nunca se encontró, así como tampoco los formidables tesoros que también se aseguraba que había escondido en ese imaginario lugar ignoto de la casa.
Por supuesto, también había más de un maestrillo que afirmaba, dándoselas de lego –en todos los pueblos, como el tonto, es oportuno reconocer que siempre existe su contrapartida, es decir, el listo, detalle que puede multiplicarse por cien en las grandes capitales-, que, dado que entre los símbolos aparecía un león –animal de origen africano, como todo el mundo sabe- lamiendo una media luna, resultaba un detalle más que suficiente, como para llegar a la lógica conclusión de que el pérfido marqués había abjurado de su fe católica, para abrazar la religión de los infieles. Porque claro, todo el mundo sabía de buena tinta que la media luna –aquélla misma media luna que se representaba siempre a los pies de la Inmaculada Concepción, junto con la malévola serpiente- era el símbolo pagano por excelencia que lucían los estandartes de los invasores árabes que habían dominado España durante siglos, al grito de Inshallah. Pero, quizás, la persona que en mi opinión se había acercado más a la verdad, era mi padre. Recuerdo que cada vez que íbamos a Morón y pasábamos por la sucursal de Caja Duero y le preguntaba qué opinaba sobre esos símbolos tan extraños, que a mí tanto me fascinaban, invariablemente obtenía siempre la misma respuesta:

  • No son extraños, hijo. Simplemente, ocurre que no los comprendemos.

Primera Parte: https://steemit.com/spanish/@juancar347/el-maestro-del-juego-de-la-oca-novela-i
Segunda Parte: https://steemit.com/spanish/@juancar347/el-maestro-del-juego-de-la-oca-novela-ii

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