Preámbulo
A pesar de mis años, no tengo más remedio que confesar que hay algo en mi personalidad, que siempre se ha resentido a ser corregido: la vergüenza. Entenderán entonces, y a la vez me perdonarán ustedes, si al relatarles los pormenores que me han abierto las puertas a la membresía de esta noble institución, advierten que las palabras de mi discurso de ingreso resultan en algún momento forzadas, y alguna lágrima acude a unos ojos cansados por imperativo irresoluto de la vejez, que no, desde luego, por falta de interés para seguir contemplando tantas maravillas como –no dudo de que coincidirán también conmigo-, atesora ésta, nuestra pequeña y celtíbera patria chica. Y no me refiero solamente a las magníficas colecciones esmeradamente custodiadas en nuestro Museo Numantino, lugar del que, como todo soriano que se precie, me siento particularmente orgulloso. No, señores, me refiero a esos otros pequeños museos, bulliciosos de cultura y tradición, que son nuestros pueblos; y también, magnífica ocasión para decirlo, a esas perlas inapreciables con que la Naturaleza ha querido gratificarnos, con una abundancia tan especial. ¿Pueden creer, entonces, que siendo Soria una provincia tan pequeña, tengamos, no obstante, tanta Historia y tanta riqueza?. Frente a ello, les aseguro –y se me llena la boca de orgullo al decirlo- que poco me importa si fuera de nuestras lindes, nos comparan con Teruel y piensan que no existimos. Descubrirnos, después de todo, me consta que es amarnos; y ese amor, sin duda, se propaga por los cuatro puntos cardinales, consiguiendo que hacia nosotros se vuelvan miradas de golosa admiración.
Por otra parte, añadiré que soy de la opinión, de que las aventuras comienzan siempre allá donde uno nace, vive, se desarrolla y llegada la nave que no ha de tornar, muere y desaparece. No se trata de una frase hecha; ni tampoco de un manido y pomposo designio marcado por una egocéntrica personalidad, sino de una sencilla y a la vez íntima ley de vida que llevamos asociada con nosotros desde el mismo momento de nacer y que nos acompaña siempre, adherida como una segunda piel. Déjenme, pues, que sin más preámbulos, ni inútiles rodeos, proceda a hacerles partícipes de mi aventura personal. Y apelando a la susodicha ley a la que me he referido hace unos instantes, ponga debido orden en mi relato, situándolo en el punto exacto donde debe comenzar siempre una historia: por el génesis. Que ésta resulte buena, regular o mala, es algo que ya tendrán ustedes tiempo de juzgar. Y si el resultado fuere negativo, siempre podrán decir, mal que me pese oírlo, que el narrador no estuvo a la altura de su historia.