Llevo con un nudo en el estómago desde ayer tarde. Es visceral, un enjambre de nervios, un bullicio creciente de rabia e impotencia. Una furgoneta sin escrúpulos ni conciencia arrasó con el jardín de gentes que es la Rambla de Barcelona con tanto estruendo que perturbó mi apacible siesta convirtiéndola en pesadilla.
Primero fue la confusión. Imágenes de personas en estampida, corriendo sin saber bien donde, que dieron paso al reguero de sangre y dolor sembrado por el desconcierto. Más tarde supimos que era un atentado terrorista.
Los gritos no se escuchaban pero se veían. Esos que se escapan cuando la muerte pasa lista. Allí, sobre el tapiz de Miró. Unos paralizados por la consternación mientras otros llamaban ambulancias, pedían ayuda o se esforzaban por entender las palabras de aquellos que intentaban incorporarse. Hasta que llegó la Policía para vestir de seguridad aquel escenario desolado ya. Y lo hicieron con inmediatez, diligencia y eficacia.
Después llegaron ambulancias, voluntarios, mirones con móviles, periodistas, cámaras de televisión, helicópteros vigilantes y patrullas refuerzo que desalojaban las zonas aledañas al tiempo que buscaban a los asesinos. Para entonces el terror se había alojado por todas partes, aunque cedió a la solidaridad: personas que acudían a los hospitales a donar sangre, taxistas que trasladaban gratis a los desorientados, cafeterías que ofrecían primeros auxilios, comercios donde era posible cargar el móvil para avisar a la familia o vecinos que ofrecían sus casas a los turistas que se habían quedado sin alojamiento.
El silencio se instaló en el corazón de la cuidad que mira al Mediterráneo, donde por primera vez se han podido oír a los grillos, dicen sus habitantes. No hay palabras o quizá sí, lo cierto es que yo me quedé muda, congelada frente al televisor, mirando un carrito de niño tirado en el suelo, solo, y el tiempo se paró, como el de las vidas allí segadas por la guadaña del fanatismo.
Texto @gemamoreno
Foto Pixabay