El día que lloré porque me limpiaron la sangre de las entrepiernas

Conocí a un hombre que disfrutaba ver mi cuerpo panorámicamente, sin omitir ni esconder ningún detalle. No cerraba los ojos cuando mis babas, mi sangre, mis labios resecos y mis pelos tenían zoom; más bien los abría tanto que sus cavidades orbitarias estuvieron a punto de quedarse vacías. La sincronía de sus gestos faciales admitían que esto era porque nunca se había imaginado que algo pudiese estar tan vivo, que algo fuese tan humano. Entonces yo le correspondí porque no sé cómo decirle no a las sutiles invitaciones de breves y eficaces talleres prácticos en los que se te enseña a dormir entre los brazos ajenos y a recordar los perfumes que adornan la piel. 

El último recuerdo que tengo de este hombre es su baño, sus manos en mis caderas y mis manos en la pared de su baño. Minutos precisos en los que empezamos a desdibujar el porvenir esperado, rasgando con ternura el “podemos intentarlo”, mientras nos atrapábamos con los brazos y las sustancias psicotrópicas nos hacían vivir una realidad de mentira en la que estábamos dentro del otro: sólo dos piernas tambaleándose fusionándose con un solo corazón moviéndose y derritiéndose. Todo estaba adornado de sinestesias: escuchábamos la luz llorar y veíamos el piso retorcerse entre tanto amor no correspondido.      

Me estaba quebrando por dentro, mi útero también lloraba y se retorcía de tanto estrógeno y de las caricias de melocotón. Sangré el Niágaras mientras me abrazaban por la espalda y el pelo, y sentíamos que éramos seres humanos siendo seres humanos que gozan de la naturaleza más pura que se conecta, se besa, se desnuda y se explora. Este hombre no tenía miedo de abrir los ojos, y si lo tenía, lo escondía muy bien en sus tobillos, allá donde yo no pudiese ver. Y cuando lo evoco en los recuerdo, instintivamente revivo ese momento en el baño, en el que usando las firmes punta de sus dedos, voluntariamente, me abría las entrepiernas con la suavidad de quien se está desprendiendo de cualquier creencia social que ubica a los hombres despreciándoles la etapa femenina más infértil.      

Eché a llorar sin que se diera cuenta, ahora el Salto Ángel saltaba de mis ojos porque me sentía querida por ser mujer, por ser de carne y huesos. La sensación de esa servilleta rozando mis muslos se quedó como un estigma pegado a mi piel que sólo yo soy capaz de ver cuando le evoco porque minutos después de guardármelo en la memoria por semejante acto, dijo, tan firme como las puntas de sus dedos abriendo mis piernas “no podemos estar juntos”.   

78.media.tumblr.com/b3a508ce4e953cc4c9cce6e52d251c3a/tumblr_ocqkjuFCym1v0joi9o1_500.jpg (link de la imagen)

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