Entre el placer y el dolor, elegir vegetar, es un método escéptico para la paz terrenal

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No hay peor yugo que la dependencia. Lo sabe el púber de diecisiete años que pugna cada fin de semana por una rumba. Y también lo sabemos quienes padecemos el hiperpaternalismo de un Estado totalitario. ¿Por qué el hombre, a pesar de calamidades, tragedias, pérdidas, destrozos, abandonos, mantiene un ímpetu tan erguido como la Torre Eiffel? Porque los hombres, desde que nacen, incluso, en el último minuto antes de morir, buscan el placer. El placer a toda costa. El cuerpo humano, fisiológicamente, está preparado para experimentar placer y para experimentar dolor; si tal cosa es dolorosa o si tal cosa es placentera, es la única aproximación que el hombre experimenta hacia la verdad. El placer y el dolor son la estructura quiasmática de la vida, de la búsqueda, y en base a ellos, se elucubra sobre el destino: ¿Quiero avanzar hacia el dolor o hacia el placer? Lo bueno y lo malo son reflejos del placer y el dolor. ¿Hacia lo bueno o hacia lo malo? He ahí el quid: sentir placer o sentir dolor. Y es una ironía que sólo sintamos placer o dolor, porque somos dependientes de estímulos estáticamente predispuestos. El yugo natura, diría cualquier escéptico.

Desde luego, nadie conoce exactamente el grado justo del placer o el dolor; porque no sólo existen fisiológicamente sino también metafísicamente. El púber que pugnó y tuvo éxito, encuentra placer en la rumba, pero ¿Cómo se traduce tal placer? Es más que conocido que el disc-jockey haría tronar en los huesecillos auditivos una melodía agudamente infatuada a base de remasterizaciones y combinaciones que muy poco tienen que ver con la quietud de la membrana timpánica. También, los elementos alcohólicos tienen portento de vorágine estomacal en el día siguiente ¿Hay placer en ello? Y no olvidemos el fastuoso sabor etílico que ahoga a las cuerdas vocales. Añadamos los capítulos vergonzosos y ya tenemos un quebranto aleccionador. El cuerpo en sí mismo, fisiológicamente no encuentra placer en las morbideces de los efluvios nocturnos, pero la mente, digamos ego —El yo—, sí. El placer es concreto y abstracto a partes iguales. Pero a ello es lo único que puede aferrarse el hombre; a esa elevación signada en la sensación o la idea.

En místicas o blasfemias, en pudores o desinhibiciones, en fanatismos o pluralismos, en ímpetu o desesperanzas, en optimismos o pesimismos, en abrazos o agresiones, en quimeras o realidades, en azares o fatalismos, el placer es lo único que importa, es la única búsqueda. Se rechaza el dolor, moral o punzocortante, por más apariencia de crisol que tenga. Y ciertamente, quién puede animarse a tal desatino para la carne o el ego, sí es en las elevaciones y no los hundimientos, donde conocemos el cielo y sus nubes. Muchos son los caminos trazados e imaginados para encontrar el placer, así sea algo natura, un fin *dado, como diría Aristóteles; no debería ser tal la extenuación para encontrarla, si, como las leyes de la física que están manifiestamente presentes, el placer está dado naturalmente en el vasto espacio en que camina el hombre.


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fuente

Aristóteles en “Ética a Nicómaco”, asevera lo siguiente:

”Todo arte y toda investigación e, igualmente, toda acción y toda elección libre parecen tender a algún bien. [...] Si, por tanto, de las cosas que hacemos hay algún fin que queramos por sí mismo, y las demás cosas por causa de él [...], es evidente que este fin será lo bueno y lo mejor. [...] Si es así, debemos inten¬tar determinar, al menos esquemáticamente, cuál es este bien y a cuál de las ciencias o facultades pertenece. Parecería que ha de ser la suprema y directiva en grado sumo. Esta es, manifiestamente, la política. […]Puesto que vemos que toda ciudad es una cierta comunidad y que toda comuni¬dad está constituida con miras a algún bien [...], es evidente que todas tienden a un cierto bien, pero sobre todo tiende al supremo la superior entre todas y la que incluye a todas las demás. Esta es la llamada ciudad y comunidad cívica. […]El hombre es el único animal que tiene palabra. Pues la voz es signo del dolor y del placer, y por eso la poseen también los demás animales, porque su natu¬raleza alcanza a tener sensación de dolor y de placer y es menester indicárselo los unos a los otros. Pero la palabra es para manifestar lo conveniente y lo perjudicial, así como lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio del hombre frente a los demás animales: poseer, solo él, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injus¬to, y de los demás valores”.


La ética y la moral son lo dado, y ellas son el espejo de las virtudes, pues, son lo único que dictamina el curso de la vida, y así, el placer inmediato, individual, ha de estar circunscrito en una concatenación lógica y vital, en los demás placeres del hombre. Es decir, todo placer ha de ser causa de otro placer, pues todo está enlazado a un principio individual que deviene colectividad, intrínsecamente. No obstante, la historia, a pesar de lo que esgrimieron Aristóteles y otros más, nos indican lo contrario. Tanto la ética, como la búsqueda individual de placer que sólo debiere inclinarse hacia el placer de otros, naturalmente, no es percibido como lo dado, puesto que el hombre no es naturalmente sabio o intelectualmente desarrollado cuando es expulsado a la luz. La cognición apenas comienza y todo resulta adquirido en el trayecto, y nada se parece a la reminiscencia de los griegos.

La vida, indistintamente de lo que buscan los hombres, que es encontrar el placer y evitar el dolor, es una plétora de transacciones; el placer de muchos equidista con el dolor de los otros, y todo no parece más que una pupila del mercantilismo sensorial y emocional. Ergo: mi placer no es el tuyo porque tu dolor no es el mío. Aunque las sociedades se alimentan recíprocamente, la intención que desencadena el acto no está enderezada a ningún tercero. Y en un mundo cada vez más sobre poblado, la ética aristotélica no es resorte de nada. A medida que en el mundo aumentan las masas, y por tal, la cantidad de hombres que buscan placer, pareciera que ésta última se tornara escasa. Entonces, unos inevitablemente conocen el placer, otros inevitablemente conocen el dolor. Las legislaciones de cada latitud tampoco benefician este supuesto de bien enderezado al bien de otros, al menos parcialmente, porque todo deviene entelequia. Y cada entelequia pugnará por lo que considera «placer», sucesivamente, hasta que el placer por el que lucha determinada agrupación en cuestión, signifique irremediablemente, el dolor para otro. Ideologías yuxtapuestas, políticas yuxtapuestas, sistemas yuxtapuestos, religiones yuxtapuestas; todo un sinfín de yuxtaposiciones que consolidan la felicidad o la bilis, o ambas simultáneamente. Terminamos enfrentados por el placer y el dolor es la única repartición en la guerra.

Si el hombre se deshiciera de este binarismo, sólo podría, en adelante, vegetar. Ser un vegetal. Que la lechuga se convierta en metáfora de lo dado.

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