Capítulo 39 | Alma sacrificada [Parte 1]

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Enterarme que habría sido padre de un bebé de Andrea, me sacó de mi amada zona de confort. Habría dado cada órgano de mi cuerpo para complacerla, y ella de la nada me comentó que había perdido al hijo que engendramos con amor, eso sin mencionar que no podría tener más hijos por un problema en su organismo. En ese instante quise convertirme en piedras, ser lanzado al mar y ahogarme en el fondo del océano.

Me tomó todo ese día reponerme de lo que ella me había dicho, hasta llegada la tarde, cuando regresé al rancho e hice de tripas corazón. Ella merecía un poco de felicidad en su vida, así que me prometí a mí mismo hacer de esos días los mejores. La llevaría a un hermoso lugar, cenaríamos fuera y la haría reír por todos los años que lloró en mi nombre o en nombre de ese amor que perdimos en el camino.
Le pedí a Charles que me iluminara al visitar su tumba ese día. Me senté en la grama y hablé con él como años atrás, cuando llegaba al rancho con un six de cerveza y hablábamos sobre los amores de dos hombres con el corazón roto o sobre la mujer que había lanzado a la basura después de tener sexo con ella. La diferencia notable al paso de los años, era que ese amigo que tanto necesitaba, ya no estaba para aconsejarme.
No valoré los años de escarmientos en los que Charles repetía una y otra vez lo que era hacer lo correcto. Comenzó cuando estábamos en la escuela y yo salía con cuanta falda pasara frente a mí, sin importarme nada. Y ahí, en ese instante, deseé que estuviera a mi lado, con su irritante tono de voz y esos consejos que nunca seguía. No valoré tanto como debía los momentos que estuvo con él, y llegué a necesitarlos demasiado.
La primera noche que nos quedamos en el rancho, le pedí dormir con ella y accedió sin detenerse a pensar que quizá haría algo al respecto. Cabe destacar que me porté como todo un caballero, excepto el instante en el que me elevé un poco de la cama y susurré en su oído lo mucho que la quería. Debía decirlo en voz alta, y a ella en persona no podía, así que se lo susurraría hasta que los cuatro días terminaran.
El día siguiente, desperté temprano y preparé nuestro desayuno. Andrea me ayudó a rellenar los sándwiches mientras preparaba un poco de café. Ella estaba diferente que el día anterior, cuando lloró en mis brazos. Hasta ese momento el plan iba tal cual quería: hacerla feliz, sin importar nada más. Le pregunté si me ayudaría a mover algunas cosas de lugar, y asintió, con su boca llena de comida y una mano en sus labios.
Una vez que terminamos de desayunar, ella me comentó que subiría a cambiarse de ropa. Aproveché esos minutos para tender un plástico en el suelo, cubrir la mayoría de los muebles y mesas en la sala con sábanas sucias y preparar la pintura en los baldes respectivos para cada uno. Estaba batiendo la mezcla en uno de ellos, cuando escuché sus pasos descender por la escalera y la mujer más bella llegar hasta la sala.
Se veía preciosa con esa braga y una franelilla blanca bajo los tirantes.
—¡Mierda!
—¿Qué? —preguntó ella con la mirada en su ropa.
—Te ves hermosa.
—Solo es un jumper —comentó al tocar su cuello.
—Siempre es más que la ropa —finiquité con su mirada sobre la mía.
Ella aplacó el flequillo y desvió la mirada. Se ruborizaba con mis palabras como una adolescente. Me encantaba eso. Me hacía sentir como si su estado de ánimo dependiera de mí, y no de algo interior. Andrea ajustó las tiras de su jumper y buscó una brocha sobre la mesa de la pintura. Había mucho silencio dentro del rancho, por lo que caminé hasta un viejo radio y busqué una de las tantas emisoras que funcionaban a esa hora.
Una estruendosa música comenzó a sonar por los parlantes, al mismo tiempo que Andrea movió un poco su cintura y hombros, de una forma sutil pero seductora. Me detuve a un lado del estéreo, con un brazo por encima de mi cabeza, apoyado en la pared, y la mirada perdida en esa hermosa mujer frente a mí. Los años no habían logrado que olvidara cómo me sentía estando con ella, como la electricidad comenzaba a correr por mi cuerpo y mi corazón bombeaba con tanta prisa.
Sonreí más para mí mismo que para ella, cuando de sus labios brotó la letra de la canción. Su superflua voz resonó en las gruesas paredes del rancho, mientras movía su cuerpo al ritmo de la melodía y pintaba la pared. El vívido color de su cabello compaginaba muy bien con lo blanco de la pared, junto al azul tan fuerte de su franela sin mangas y los zapatos de jean. Frente a mí, estaba la misma mujer de doce años atrás.
Andrea detuvo su movimiento de caderas y giró en mi dirección. Amplió sus ojos segundos antes de achinarlos, sujetar una brocha de la mesa, caminar hasta mí y estamparla contra mi pecho. Regresó por el mismo lugar y continuó pintando, mientras sostenía la brocha en mi tórax. Moví la cabeza en ambas direcciones, bajé el rostro y oculté una sonrisa, antes de detenerme al otro extremo de la pared y empezar a pintar.
Quería enfocarme en mi tarea, pero Andrea estaba demasiado cerca de mí como para pensar en algo más que no fuese besarla. Mis intenciones eran pintar y nada más, sin perder tiempo en banalidades, pero Andrea nunca fue una banalidad. Ella lo fue todo para mí, desde el instante que sentí ese amor en mi pecho. Y sí, estaba malditamente casado en ese momento, pero nadie podía arrebatarme lo que sentía por ella.
—¿Cuánto te pagarán por el rancho? —preguntó para sacar conversación.
—Más de lo que vale.
Observé por el rabillo del ojo como detenía la brocha en la pared y colocaba su mirada en mí. Detuve la mía por instinto y la devolví. Ella no quiso decir lo que en verdad pensaba desde un principio, pero era tiempo de ser sinceros el uno con el otro. A Skyler le importaba un pito si vendía o no el rancho, pero Andrea era diferente; ella me conoció en ese lugar, hicimos el amor allí y fue allí donde nos enamoramos.
Necesitaba su sinceridad, pero en su lugar recibí algo mejor.
—¡Eres un idiota! —gritó al lanzarme la pintura que tenía la brocha.
Las gotas impactaron mi piel, me llenaron el cabello, el rostro y la ropa. Fue como si de pronto una nube decidiera orinar sobre mí, pero solo unas pocas gotas. Bajé la mirada a la escena que Andrea había suscitado y noté el resultado de su travesura. Ella soltó una carcajada, seguida de otro par más, mientras yo intentaba procesar lo que acababa de ocurrir. Fue algo sorpresivo, de pronto, como un relámpago.
—No lo siento —farfulló entre risas.
—Yo tampoco —pronuncié al lanzar pintura sobre su cuerpo.
No era mucho lo que tenía la brocha, pero fue suficiente para pintarle mechones en el cabello de color blanco. Andrea abrió su boca y amplió los ojos.
—¡Oye! —vociferó al tocarse el rostro—. ¿Quieres guerra?
En sus ojos noté el brillo de la travesura bailando como un arlequín del carnaval. Dudamos unos segundos, pero al vislumbrar una sonrisa en sus labios, me apoderé de uno de los recipientes de pintura e inserté de inmediato la brocha dentro de él. Andrea hizo lo mismo con el suyo. Nos mantuvimos en guardia, como dos esgrimistas, con las manos en las brochas y un pie delante del otro. Moví un poco la mano y ella también.
—No te atrevas —pronunció más divertida que enojada.
—¿O qué?
—O terminarás como pared de callejón —advirtió con una sonrisa.
Me erguí y coloqué el recipiente en mi pecho. Ella notó mi cambio de posición, por lo que imitó mi movimiento. Fue algo que tardó solo unos segundos; segundos imperativos para mis planes. Respiré profundo, bajé la mirada al recipiente, removí un poco la brocha y elevé la mirada a ella. Andrea no tuvo oportunidad de esquivar la cantidad de pintura que arrojé sobre ella al extraer la brocha y batirla frente a ella.
—¡¿Estás loco?! —gruñó al tocar su jumper y soltar un suspiro.
—Tú empezaste.
—Y también pienso terminar —afirmó con una diabólica sonrisa.
Sujetó con fuerza su brocha, la insertó en el recipiente de pintura y soltó una grotesca cantidad sobre mi cuerpo. Cerré mis ojos antes de sentir la pintura caer en mi ropa, cabello y piel, justo antes de Andrea soltar una carcajada. Sentía las gruesas gotas de pintura caer de mi cabello al suelo, mientras ella se arqueaba de la risa. Fue una escena que nunca borraría de mi cabeza, menos aun cuando tuve mi venganza.
Comenzamos a arrojarnos pintura como si de una fiesta infantil se tratara. Ella reía con fuerza, mientras la emisora cambiaba de cantante. El aire se atiborró del aroma a pintura fresca, el piso de tornó resbaladizo sobre los charcos de pintura húmeda y nuestros cuerpos fueron el principio de un cuadro abstracto. Me reí como hacía años no lo hacía, y me divertí como solo con ella lo hacía. Fue un momento para la historia.
Cuando el recipiente de Andrea ya no tenía pintura que lanzar, aproveché el descuido para correr a su cuerpo y sujetar su minúscula cintura. Ella lanzó sus brazos a mi espalda y arrojó su cabeza hacía atrás cuando comencé a girar con ella en mis brazos. Andrea elevó sus piernas y soltó estruendosas carcajadas que calentaron mi corazón. Era inevitable; amaba en demasía a la mujer entre mis brazos.
Cuando me cansé, detuve las vueltas y observé como su cabello se desordenaba en el aire. Su rostro estaba marcado por la pintura, pero sus labios seguían siendo los mismos rojos que observé desde el momento que bajó las escaleras. Deslicé mis manos por su espalda hasta llegar a su cintura. La bajé sobre sus pies y despegué mis labios al sentir su rostro tan cerca del mío. Podía escuchar mi corazón galopar como corcel indomable.
Ella subió un poco sus manos y tocó mi cuello, no sin antes tragar la saliva en su boca. Nuestras miradas se fusionaron en una sola; anhelantes, desesperados y con ese vasto amor que llevábamos más de doce años sintiendo. Yo nunca dejé de amarla, de pensarla o anhelarla, pero el peso de los años fue más fuerte que ese amor. Yo quería ser todo para ella, pero alguien más se convirtió en mi todo temporal.
Allí estábamos, tan cerca uno del otro que podíamos respirar en nuestras bocas abiertas e inhalar el aroma a pintura fresca del rostro del otro. Podía sentir su cuerpo caliente junto al mío, el movimiento de su pecho al respirar, el sutil toque de sus manos en mi cuello o lo que sus ojos me indicaban sin despegar nuestras miradas. Habría dado mi alma por un beso de su boca, pero no era correcto hacerlo, y ella lo sabía.
—Esto —comentó al tragar saliva—, es tu culpa.
Empujó mi cuerpo con sus brazos y arregló los tirantes de su jumper. Carraspeó su garganta y limpió un poco la pintura de su rostro con un pañuelo que guardó en el bolsillo frontal del jumper. Yo di media vuelta y cerré los ojos. Froté mis ojos con ambas manos y maldije ser tan débil con ella. ¿Por qué siempre caía en los brazos de Andrea? ¿Por qué nunca pude olvidarla, aun cuando me casé con otra mujer?
No sabía qué me estaba pasando, pero me estremecía con solo escuchar su voz. Mi corazón estaba confundido y enredado en esos hilos del destino que creí estaban tirando de mi meñique, sin saber que uno ni siquiera se enroscó en mi dedo. Creí que mi esposa era todo mi mundo, hasta descubrir que ese mundo era una utopía creada en mi cabeza sobre una fantasmal felicidad. Nunca sería más feliz, que lo que fui en ese momento.
Di media vuelta y la encontré mirándome, con las manos en sus bolsillos.
—Genial —bramó ella al colocar las manos en su cintura—. Ahora hay que arreglar este desastre, producto de un hombre que olvidó sus cuarenta años.
Esa era la señal de que ella no quería hablar del tema. Estuve a un paso de besarla, de tenerla una vez más como años atrás, pero Andrea no pisaría ese inestable terreno una vez más. Algo que siempre me gustó de ella, fue que cuando decidía algo no se daba por vencida hasta cumplirlo. En nuestro caso, lo que se había propuesto era mantenerse alejada de mí, tanto como el tiempo se lo permitiera.
Sentía la pintura secarse en mi piel. La observé mover sus ojos por las paredes y el suelo, antes de tocarse los mechones del cabello. Estaba repleta de chispas de pintura, lo que la convertía en una pintura que no deseaba parar de mirar. Era tan perfecta que no podía dejar de mirarla. ¡Diablos! De nuevo estaba malditamente jodido.
—Tengo los materiales de limpieza arriba. —Rasqué mi cuello con una mano e inserté la otra en el bolsillo del pantalón—. Voy por ellos.
Mi intención era alejarme de ella antes de lanzarme contra su cuerpo y robarle un beso. Porque sí, moría por hacerlo. Pero también sabía que me arrepentiría demasiado si llegábamos a cruzar la fina raya de la amistad y la pasión. Ella estaba sola, pero yo tenía un maldito anillo de matrimonio en mi dedo anular, sin mencionar el cargo de consciencia que tendría una vez que terminara de besar a la mujer de mi juventud.
Carraspeé mi garganta y caminé hacia las escaleras, antes que ella me detuviera.
—Vamos por ellos —musitó al tocar mi pecho con su mano y terminar de hacerme temblar de pies a cabeza—. Deja de ser misógino, Eastwood.
Ella giró sobre sus talones y subió las escaleras. Hacía mucho que no escuchaba mi apellido real salir de la boca de alguien más. Me había acostumbrado tanto al nuevo, que escucharlo me traía un montón de recuerdos. Ese apellido fue el que me abrió paso en el mundo, pero Wilde me otorgó poder y dinero; la única diferencia fue que con Wilde no fui del todo feliz; no como lo fui con el simple apellido Eastwood.
Andrea era un cúmulo de recuerdos que no podía tolerar. Era devastador pensar en todo lo que pudimos ser y no fuimos. Y no podía seguir pensando en alguien que estaba enfocada en hacer su deber cívico de acompañarme a aun recordatorio; nada más. La seguí por las escaleras hasta el pasillo donde había dejado los implementos para limpiar la poca pintura que cayera. No contaba con que Andrea llenaría todo el rancho de pintura después de un momento de carcajadas y tonterías de niños.
Al ver los frascos de detergente, los paños y cepillos, fui por ellos al suelo. Andrea buscó un recipiente azul oscuro lo suficientemente grande como para llenarlo de agua y jabón. Tendríamos que fregar el piso para quitarle toda la pintura. Sujeté un par de cepillos de mano y el palo del cepillo de limpiar. Por el rabillo del ojo noté que Andrea se despegaba del recipiente y caminaba hasta la puerta de otra habitación.
Me detuve estático, con las manos ocupadas, al tiempo que ella giraba la manija de la puerta y asomaba la cabeza al interior. Estaba un poco opaco después de la llovizna de la tarde, por lo que era imperativo encender las luces. Al vislumbrar su cuerpo sumergirse en la habitación, solté los cepillos, crucé por encima del recipiente de agua y la encontré detenida frente a la cama, con las manos en sus brazos.
Ella observaba la inmensa caja que estaba sobre la cama desnuda, mientras mi garganta se encogía por la usurpación a un espacio que no debió volver a pisar. Andrea soltó sus manos y giró en mi dirección, con los ojos entristecidos. Tragué la saliva en mi boca, inspiré profundo y solté el aire por la boca. ¿Por qué de nuevo caíamos a ese vacío del dolor? ¿Acaso algún día dejaríamos de sentirnos así?

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