El español del oriente de Venezuela

Como nativo de Cumaná, ciudad primogénita del continente, es inevitable tropezarme con términos que pertenecen a lo que se denomina español subestándar; más comúnmente se les denomina regionalismos y, en este caso en particular, “orientalismos”.
Tomemos varios ejemplos: tenemos a un muchachito en la escuela que es sumamente “bolero” (esto es, atrevido, respondón). Estás en un compartir o celebración y te sirven una pequeña ración de torta; como buen cumanés enseguida sales con “¿y me vas a dar esa ñinga? señalando el plato con cara de pocos amigos, pues consideras que te sirvieron muy poquito. Tu anfitrión, en respuesta a tu queja, ni corto ni perezoso, te va a decir “tu si eres ñongo” (esto es, delicado, sensible).
En medio de las conversaciones del compartir, es inevitable que a las féminas se les vaya la lengua en algún momento y oigas algo como esto: ¡Casilda, ven para echarte un cacho, mijita! Esa es nuestra forma de decir que te tengo un chisme buenísimo, que no te puedes perder.
En mi niñez, a los helados de paleta con forma cilíndrica les decíamos “polos” y si viajábamos a Carúpano, ciudad localizada al este del estado Sucre, era muy común saborear un “esnobol” (españolización del anglicismo “snow ball”), que era el helado de frutas en forma de hielo granizado cubierto con jarabe de diferentes sabores y leche condensada.
En Cumaná se les conoce como “raspados” una suerte de combinación de onomatopeya con analogía visual, pues el “raspadero”, título con el que se bautizó al señor que arrastraba su carrito hasta la puerta de la escuela para vender su helado refrigerio a los guarichos (a los niños en edad escolar) colocaba un bloque de hielo en un plato giratorio equipado con una cuchilla, que rotaba a punta de darle manivela y que dejaba caer frente a los ojos maravillados de los niños una cascada de virutas de hielo que el primorosamente recogía con su cucharón, la apilaba hábilmente en un vaso de cono de papel encerado y procedía a cubrirlo con el jarabe del sabor frutal que el niño escogiese. Quien no lo disfrutó se perdió de algo inolvidable.
Ciertas partes de la anatomía humana también han caído en la lengua de las féminas de mayor edad de la casa y, que levante la mano el macho al que no le han espetado esta frase cuando su señora o la “cachifa” están limpiando la casa: ¡Quita tus ñames de la silla!, cuando tienes los pies apoyados en una y más aún si estás varado en el medio cual ferry abandonado.
Los abuelos eran más directos y tenían su forma muy folclórica de hacérnoslo saber, especialmente cuando no obedecíamos o nos hacíamos los desentendidos: “este muchacho si es cabeza e’ ñame” y zuas! Te halaban la oreja para hacerte entrar en razón o prestaras atención a la explicación. Porque eso de que la letra con sangre entra…¡si funciona!
Los vendedores de pescado y otros frutos marinos solían circular por ciertas zonas de la ciudad, empujando su carretilla y ofreciendo de viva voz su mercancía. Hoy día lo hacen en bicicleta y el modernismo de tal artilugio los rebautizó con el mote de “bicicleteros” y ahora, además de vociferar su mercancía, hacen sonar una corneta de bombita, para que te des por enterado de su presencia.
Muchacho que no fue enviado a la bodega por sus padres a comprar algo que no se compró en el mercado, no tuvo infancia. Te daban los centavos enrollados en un papelito que indicaba lo que debías pedirle al “bodeguero”, verificar que te lo diera completo y cuidar el vuelto con mucho celo; regresar a casa derechito por la sombrita y poner el mandado en la mesa. Pero si al abrir la bolsa de papel tu mamá notaba que faltaba algo, era impelable que te dijeran: Pero muchacho bocabierta…¿no te fijaste? Y empezaba la retahíla: ajá, aquí está el quaker (la famosa marca de avena); las 2 ñemas (los huevos), el zumbí (el cambur verde)… y… ¡te faltó el cubito, muchacho gafo!
¿Vieron por qué les digo que era toda una aventura? Eso es parte del peculiar hablar del oriente del país.

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