LA SOPA
La señorita Hattie le embutió una cucharada más.
—Coma, madre.
Las agujas del reloj de pared caían pesadas sobre la mesa del gran salón. Las velas de la araña del techo vibraban a cada segundo.
La condesa negaba con la cabeza, con un extraño picor en la punta de la lengua. Tiraba del mantel bordado con lo poco que le dejaba su avanzada edad, acercando una campanilla que, sin embargo, veía brillar cada vez mas lejos.
Su hija le agarró de la trenza plateada y forzó la última.
—Una más, madre.
La condesa respiraba a duras penas. Notaba cómo sus músculos y tendones se apretaban y estiraban. Su cuerpo era un árbol seco a punto de quebrarse.
Hattie la observó de cerca, miró el reloj y sustituyó la sopera por el manuscrito de la nueva herencia. Colocó la pluma dorada en la garra de su madre y la movió con cuidado.
—Hache...
Los ojos de la condesa, fijos sobre el amplio ventanal, se envolvieron en un velo blanco. Los cristales temblaban en la noche.
—A...
Las pupilas rodaron en su cráneo. Su mano se endureció y pareció bailar sola. El ventanal se abrió con estruendo y el viento siseante dejó el salón a oscuras. La campanilla repicó con fuerza al caer al suelo.
El ama de llaves entró corriendo armada con una lámpara y gritó de espanto al ver a su señora. La muerte se abría paso hasta la condesa por una boca abierta en una tétrica sonrisa. “HA SIDO ELLA”, se leía en el documento.