Nadie le creyó a Daniel cuando dijo que vio luces extrañas en el bosque. Una fila de luces poco brillantes que se movían en procesión, demasiado acompasadas para ser naturales. Se fue armando de valor, y varios días después decidió buscarlas. Se puso su abrigo, guardó en su morral una linterna, una botella de agua, su brújula y su celular y se fue al bosque. Esa noche no vio las luces. Tampoco las siguientes cuatro.

La quinta noche, después de una hora de caminata, divisó las luces a lo lejos.

Corrió con cautela hasta estar lo suficientemente cerca de las luces para ver qué las emitía. Era algo que reptaba, parecía un gusano mecánico gigante, que usaba el lecho del río para esconder las huellas de su paso. Daniel empezó a sacar su celular de su bolsillo cuando sintió un pinchazo en su nuca.

Se despertó, rodeado de aparatos extraños que emitían zumbidos, y atado a una mesa de tobillos, muñecas y cuello. Desde su posición podía ver por una ventana gigante, donde veía cómo transcurría la vida diaria de unos seres con apariencia de lagartos en una caverna formidable y llena de adelantos tecnológicos desconocidos para él.

Debió hacerle caso a los foros de Internet. Se burló tanto de los paranoicos. ¡De por si era muy ridículo creer en extraterrestres! Jamás se le habría ocurrido pensar que los intrusos ya vivían en nuestro planeta desde quien sabe cuándo.

Que ya estábamos invadidos por intraterretres.