La montaña se veía imponente desde la distancia. Un gigante furioso de roca sólida que albergaba en su interior toneladas del valioso oro. Un monumento natural que debajo de su piel albergaba riquezas que hacían soñar a los más aventureros.
El explorador había dejado todo atrás para ir en busca de su destino. De nada sirvieron los consejos y advertencias de amigos y parientes que procuraban lo mejor para él. Su objetivo estaba trazado, sus pensamientos eran firmes y obstinados. Subiría a la montaña a picotear su corteza para llenar sus bolsillos del polvo amarillo.
La escalada duró horas enteras. Sus manos sangraban por los bordes filosos que lo recibían en cada pendiente. Ráfagas de viento soplaban en su cara, un viento helado que le congelaba los huesos. Su insistencia todavía no arrojaba resultados. La montaña parecía reacia a dar sus productos internos, sus entrañas valiosas parecían reservadas solo para algunos afortunados.
Decidió subir más arriba, revisar la cumbre, el pico adornado de Sol, la más selecta aventura.
Un par de golpes a la roca escarpada, y el aliento se le escurrió entre los guijarros desprendidos cuando comenzó a caer montaña abajo. Cientos de metros de soledad y temor, no pudieron las alas de la codicia levantarlo en el aire ni el amor por las riquezas salvarlo de los brazos amargos de la muerte.
Nunca se halló su cuerpo, se dice que la montaña lo reclamó para alimentar sus leyendas de héroes avariciosos.
"Hay una cosa segura con la avaricia... carece de compasión"
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