La bipolaridad, mi madre y yo (I)

¡Hola, gente de Steemit! En las siguientes líneas -y también en próximos post- relataré una historia de no ficción , con ella no aspiro a más que reconstruir los hechos que han transformado mi existencia desde hace 7 años.

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Foto: Pixabay

La noche del lunes 31 de enero recibí una llamada que cambió mi vida, estaba justo por sacar el carro del estacionamiento del periódico para el que trabajaba cuando sonó mi celular.
Era uno de los clientes para los que trabajaba mi mamá: Una contadora pública que se graduó a sus 27 años de edad, conmigo de cuatro años en sus brazos.
¡Mamá!... mamá es y será por siempre la mujer que más amo en mi vida, no importa lo que pase, no importa lo que nos pase, yo la amo de una manera tan incomprensible que hasta me he peleado con Dios.
Esa noche, el ingeniero Bujana, quien es dueño de una radio para la que mamá trabajó llevando la contabilidad por años, me llamó y, después de saludarme muy educadamente como siempre, me dijo:
-El vigilante del edificio donde está la oficina me llamó muy preocupado. Me dice que su mamá está abajo con una piedras en las manos, que está muy rara. ¡Él se siente muy nervioso!
Yo escuchaba en silencio, mirando prevenida para todos lados porque eran más de las 8:00 de la noche y ya saben cómo es Venezuela...
Luego, Bujana me preguntó:
-¿Usted la puede ir a buscar?
Le contesté que sí, e inmediatamente fui a buscarla.

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Foto: Pixabay

Mamá estaba en medio de una avenida muy transitada en la ciudad de Barquisimeto (Venezuela) justo en la isla de la avenida Los Leones. Estaba descalza y con dos piedras en las manos.

Cuando la vi, me estacioné, me bajé del carro y le hablé.

Recuerdo que solo le dije: ¡Mamá!

Esa frase bastó para traerla de nuevo a tierra. Me miró, soltó las piedras y me dijo que unos perros la estaban persiguiendo.

No le discutí -y con la serenidad que suele apropiarse de mi en los momentos de emergencia- le dije: Vamos, móntate en el carro.

Ya dentro del vehículo le pregunté por su cartera y sus zapatos y me dijo que estaban en la oficina.

Fuimos hasta donde está el edificio de Intercable, donde también está la oficina de la radio y abajo -cerca de las áreas verdes- estaban las carpetas, la cartera y los zapatos de mamá.

Recogí todo y nos fuimos a casa. En el camino solo atiné a preguntarle qué le había pasado. Me dijo que unos perros estaban en la oficina y que querían atacarla.

Le rebatí, le dije que era imposible, en esa oficina no hay perros, está siempre cerrada, en un quinto piso y que definitivamente nunca han habido animales allí.

Pero ella insistió en que era verdad.
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Foto: Mamá y yo

En casa, mamá no paraba de mirar por las ventanas, de preguntarme si había alguien afuera vigilando, husmeando, le dije que no y que intentara dormir. Su aterrador comportamiento consistía en abrir y cerrar constantemente las ventanas de la sala de la casa y en ocasiones deambular por la sala.
Ya presa de los nervios, llamé a un amigo para pedirle un favor:
-Cómprame unas pastillas de Zyprexa, le dije llorando angustiada.
Estaba encerrada en mi habitación, tratando de lidiar con una persona con un grave cuadro psicótico. Para entonces no sabía el nombre del episodio que enfrentaba, pero sí estaba segura de que ella no estaba bien.
Quizás, ustedes se preguntarán, ¿por qué pedí con tal precisión un antipsicótico tan fuerte?, y la verdad es que yo ya había llevado a mamá a una psiquiatra y ella me había recomendado darle esa pastilla.
Fue en 2008 cuando la llevé por primera vez a una psiquiatra. Yo sospechaba que algo andaba mal con ella. En ese momento yo no vivía ni trabajaba en Barquisimeto sino en una ciudad cercana llamada San Felipe, la cual queda a hora y media de camino desde casa.
Tenía 24 años y decidí llevarla -engañada- a aquella psiquiatra que le recetó 5 miligramos de Zyprexa Zidys, un antipsicótico que se disuelve rápidamente en la boca de quien lo ingiere.
En esa ocasión, compré el medicamento y le dí la primera dosis. Mamá se quedó dormida y no pudo levantarse para ir al trabajo, se despertó muy alterada y me golpeó.
Mi única defensa fue resguardarme con mis manos de su respuesta violenta.
En ese momento de mi vida, atiné decirle a la psiquiatra lo que había ocurrido; entonces ella me aconsejó que le disolviera la pastilla en alguna bebida.
No pude hacerlo porque no vivía en casa, pero le pedí a su jefe -quien era de su entera confianza- que lo hiciera por mí. Él lo intentó, pero no pudo. Ella se daba cuenta de que su comportamiento era inusual.
Así que me devolvió las pastillas excusándose.
También se lo pedí a un primo que vivía en mi casa y tampoco pudo.
Así que sin medicación, y sin terapia, ocurrió lo inevitable: Cayó en crisis.

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Foto: Pixabay

La fase maníaca fue su cuarta crisis. La primera ocurrió cuando yo tenía 12 años y se trató de un cuadro depresivo mayor, el cual ameritó una cura de sueño y un par de años de tratamiento.
Aunque era una adolescente, yo entendía bastante bien lo que ocurría. Leía a escondidas las revistas que pfizer publicaba para explicar qué era la depresión. El resto de las crisis también fueron depresivas, pero mucho más suaves que las primeras.
En esa temporada, luego de superar las depresiones, el trato con el psiquiatra era que ella debía ir una vez al año al médico, pero nunca lo hizo. A eso lo llaman no desarrollar conciencia de enfermedad.
Total, que esa noche del 31 de enero le di una dosis de Zyprexa a mamá Pero fue inútil, estaba muy alterada y ninguna de las dos pudo dormir mucho.
Al día siguiente, no fui a trabajar y la llevé con una excusa a la casa de mi abuela, donde tenía más ayuda.
Fui de nuevo donde la psiquiatra y le conté lo que ocurría y sin chistar me dijo hay que internarla.
Volví a casa de mi abuela y le conté a mi familia lo que ocurría.

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Fotografía de Ana Palacios.

Al día siguiente, decidida, le dije a mi mamá que iríamos al Hospital Luis Gómez López. Le mentí, le dije iríamos porque mi tío tenía asma.
Era una mentira ya concertada en la familia, fue la manera que encontramos para convencerla.
Cuando llegamos nos atendieron rápidamente, mamá se dio cuenta de lo que pasaba y trató de huir pero mi tío la retuvo.
Ese día de febrero de 2011, tomé la decisión más dura de mi vida: internar a mamá en un psiquiátrico. Lo hice para superar esa crisis maníaca, la superamos y las seguimos superando.
Desde entonces, empezó mi senda de combate contra un demonio llamado bipolaridad
Lo lidio con amor. Ya les iré contando lo que he aprendido con él.
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